PARQUE DEL CENTENARIO 4: En esos ojos muere el sol


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Siempre que puede, Carmen Elena (*) se acerca a las pequeñas rondas que se forman en torno a los predicadores del Parque del Centenario, aunque la mayoría de sus compañeras prefieren reunirse con los cuentachistes.
Aclara que no se considera una cristiana ferviente, pero no dejan de parecerle interesantes algunos de los mensajes que los evangélicos proclaman todas las tardes en la rotonda adoquinada, cuando ella lleva unas dos horas haciendo guardia en las reatas pintadas de blanco.
Raiza (*), una rubia de regular estatura, blanca y de carnes menos maltratadas que las de Carmen Elena, acostumbra a sentarse todas las tardes en las escalinatas del monumento al Centenario, para escuchar los chistes de El Cuchilla Géles y de El Usocarruso.
Aunque no lo expresa abiertamente, se nota que lo suyo no es afición a la risa fácil que producen los chistes de grueso calibre ni admiración por los personajes que los cuentan.
Más bien es una estrategia para captar clientes en medio de la atmósfera triple “X” que se respira entre la multitud que comparte risotadas bajo la luz expirante de las cuatro de la tarde.
La de Raiza, y gracias a su voz de cotorra parlanchina, es una de las risas que más se escuchan y se visualizan, pues suele acompañar sus carcajadas con una rápida apertura de piernas que permite ver lo que a duras penas esconden sus pantaloncitos elásticos y extremadamente cortos.
Lejos del espectáculo de los cuentachistes y de la exigua congregación de los evangélicos, se esconde Elvira (*), una mestiza pasada de kilos, silenciosa y pensativa que camina entre las oscuridades del parque como pidiendo excusas por existir.
Por obvias razones, no luce las ropas super atrevidas de algunas de sus compañeras ni se vale del lenguaje soez que la mayoría utiliza para llamar la atención de los potenciales clientes. Simplemente se sirve de su mirada un poco inquieta, pero discreta; y eso le basta para cumplir la meta monetaria que todas aspiran a coronar durante las seis horas de trabajo que ellas mismas se han impuesto.

***
Carmen Elena, Raiza y Elvira no sólo comparten la misma decisión y las razones para ejercer el oficio más viejo del mundo, sino tres pares de ojos en los que el sol siempre se ve agonizante.
Hace unos dos o tres días, Elvira escuchó en un noticiero radial el término “bandidas”. Desde entonces se siente terriblemente irritada, “porque esas no son palabras para referirse a nosotras, que nos hemos visto en la obligación de trabajar aquí para que nuestros hijos no vivan tan mal”.
Entre todas las trabajadoras del Parque del Centenario, Elvira es una de las más nuevas. Tiene 25 años y hasta hace poco trabajaba como muchacha del servicio en una vivienda del barrio Manga. Allí le pagaban mucho menos de la mitad del sueldo mínimo establecido por el Gobierno colombiano.
Con ese mismo salario debía cubrir sus traslados diarios desde el barrio Las Américas y pagar a una vecina para que le cuidara a sus dos hijos, de cuatro y seis años de edad. Su horario de trabajo era de 6:00 de la mañana a 8:00 de la noche.
Pese a la enorme distancia entre un barrio y otro, Elvira siempre llegaba a tiempo para encontrar a sus hijos despiertos y compartir un rato con ellos. En unos de esos esparcimientos se enteró de que un vecino estuvo manoseando a su pequeña hija.
“Eso fue lo que más me obligó a dejar el empleo. Entendí que debía pasar más tiempo con mis hijos. Aquí en el parque no tengo que cumplir horarios. Vengo a las 2:00 de la tarde y me voy a las 6:00, 7:00 u 8:00 de la noche, dependiendo de cómo esté el negocio. Pero todavía aspiro a conseguirme un mejor trabajo, porque este no es que me guste mucho. Aquí me gano entre 30 y 40 mil pesos diarios, pero esa plata casi no se ve, porque lo que fácil llega, fácil se va”.
Elvira se expresa con propiedad, pero sin rebuscamientos. Estudió hasta cuarto año de bachillerato y por eso cree que se merece una mejor suerte laboral.
“A nosotras todo el mundo nos ataca: los policías, los periodistas, los comerciantes, los funcionarios públicos, los alcaldes...todos quieren que nos vayamos del parque, pero nadie viene a ofrecernos trabajo, capacitación o una vida más digna.
Lo mismo pasa con los muchachos de mi barrio: se la pasan desocupados en las esquinas, porque no tienen plata ni para estudiar ni para comer. Allí terminan encontrándose con el alcohol y las drogas. La policía los persigue y los encarcela, pero nadie va a ofrecerles capacitación gratis ni un trabajo decente.
Ojalá a mí me capacitaran, así sea para barrer las calles, que eso no me da pena. Además, ¿por qué tienen que tratarnos de bandidas? Nosotros no robamos ni matamos a nadie. Aquí también hay hombres en el mismo negocio. ¿Y por qué con ellos nadie se mete?”
Carmen Elena, al igual que la mayoría de sus compañeras, tiene cierta prevención con los periodistas. Los considera “embusteros y malas personas”.
“Ustedes son los que más inventan cosas para que nos saquen de aquí. Una vez escuché en una emisora que nosotros dizque atendemos a los clientes en las bancas del parque. ¿En qué cabeza cabe eso? El negocio se hace en el parque, pero la tarea es en las residencias de la Media Luna. A mí me daría mucha pena hacer una cosa de esas en la vía pública”.
Carmen Elena nació en el municipio de Zambrano (Bolívar), pero desde pequeña vivió en una finca, monte adentro, con su abuelo paterno. Nunca asistió a un plantel educativo, pero desde temprano adquirió marido y se llenó de hijos en menos de los que canta un gallo.
Hace doce años vive en Cartagena. Ha trabajado en diferentes oficios, pero desde que el padre de sus hijos la abandonó, decidió hacerle caso a una amiga que trabaja todas las noches en el Parque Fernández de Madrid y a quien nunca le falta el dinero, porque aprendió a conseguir clientes fieles a quienes nos le duele pagar lo justo por un buen servicio.
Con 49 años de edad, Carmen Elena dice tener unos diez clientes fijos y generosos que le ayudan a mantener a sus tres hijos pequeños para que estudien y se alimenten. Su hija mayor, con sólo 20 años, vive con un pescador que hasta el momento ha respondido bien por ella y por los hijos.
Al igual que Elvira, Carmen Elena permanece sola y apartada en ciertas zonas del parque, “porque eso de andar en bonches no es bueno. Las mujeres inventamos mucho cuento, hablamos demasiado, somos chismosas. Yo me cuido mucho de eso”.
Carmen Elena ha escuchado más de una vez que Cartagena funciona mal a nivel de gremios. Y lo reconoce, porque el suyo no es precisamente el ejemplo de la unión.
“En este lado del parque estamos las más veteranas y quizás no tan bonitas. Del otro lado, por donde está el CAI de la Policía, trabajan las más jóvenes, que se las pican de simpáticas. Se creen más que nosotras. Nos quitan los clientes y siempre nos están tirando puyas. Yo digo que siendo tan jóvenes no es para que estén aquí, porque todavía pueden conseguir un mejor empleo. Eso se deja para nosotras, que ya nos pasamos de edad”.

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A parte de las finas facciones de su rostro y del cabello rubio y siempre cepillado, Raiza dispone de sus piernas como principal atractivo para vender.
Por eso siempre procura lucir esos pantaloncitos cortos y elásticos, debajo de los cuales se adivinan los hilos de alguna tanga brasilera, mientras su ombligo siempre está expuesto mediante la brevedad de una blusa blanca sostenida en los hombros por delgadas tiras que a veces se resbalan de su sitio.
A las 8:00 de la noche son muchas las ofertas y los negocios que ha concretado. No se sabe si con esa misma ropa regresará a casa o si primero se cambiará en algunos de los hoteles cómplices de la calle Media Luna.
Lo cierto es que mañana volverá con la sonrisa bribona de siempre, mientras el sol sigue muriendo en sus ojos.
Febrero de 2007

(*) Por petición de las meretrices sus nombres fueron cambiados.


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