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Para llegar o salir del corregimiento Tierrabomba no hay muelles que ayuden a abordar la lancha motorizada.
Desde las playas del barrio El Laguito, detrás del Hotel Cartagena Hilton, cada media hora, aproximadamente, sale una lancha con pasajeros y carga hacia esa población. Quien quiera viajar, debe pagarle mil pesos a una joven que permanece sentada a unos 50 metros de la playa, debajo de un árbol de almendras.
Los posibles pasajeros no caminan sobre un muelle de tablas o concreto que los lleve hacia la nave. A cambio de eso, deben quitarse los zapatos, o las chancletas, y remangarse los pantalones para tirarse al agua y abordar.
Una carga de listones de madera, puertas del mismo material y bolsas de cemento compiten con el peso de cuatro mujeres gordas que se sientan en sitios estratégicos que los operadores del bote les indican desde antes que pisen el casco de fibra de vidrio.
Pese a que a primeras horas de la mañana el mar se muestra tranquilo, la embarcación navega lentamente, tal vez por el peso del cargamento y de los pasajeros; o tal vez porque el recorrido no es tan largo —a lo sumo, unos diez minutos—, aunque desde antes de que se inicie se alcanza a divisar el cerro verde y escarpado de la isla de Kárex, a la cual pertenecen los corregimientos Tierrabomba, Punta Arena, Bocachica y Caño del Loro.
El reguero de casitas multicolores que surge entre la vegetación, le da la apariencia de un pesebre navideño en la mitad del mar.
Durante el viaje, los pasajeros no volvieron a calzarse los pies, porque en las playas de Tierrabomba tampoco hay un muelle que los reciba. Hay que lanzarse al agua y caminar descalzo hacia una de las casetas de troncos y techos de palma que aguardan en el puerto.
En uno de los bordes carcomidos del fondeadero agoniza un muelle de madera. Sus tablas podridas y oscurecidas por el agua salada le dan un aspecto fantasmal, lo mismo que la hilera de palos y sacos de piedras que está a lo largo de toda la orilla para detener la fuerza de la mareta.
Los habitantes de Tierrabomba no tienen mucha idea del número de años que lleva el mar devorando los terrenos del pueblo, pero imaginan que son más de 30, porque quienes ahora frisan los cuarenta años de edad eran apenas niños de diez, mientras que quienes se acercan a los 70 ya eran personas maduras que buscaban en el mar, en la agricultura y en el turismo, la manera de sostener a sus nacientes familias.
Uno de esos viejos pobladores es Mendolina Otero, quien aparenta unos 70 años y reside con su familia en el Barrio Arriba, la misma zona donde funciona el puerto al que llegan las 24 lanchas que mueven gente entre Cartagena y el corregimiento.
Desde la terraza de la vivienda de Mendolina se divisa la opulencia de los edificios que se incorporan en el barrio El Laguito, mientras ella recuerda los tiempos en que debía tener unos 30 años y trabajaba como inspectora de la localidad, pero a la vez estaba entre los 40 propietarios de casas que vivían sobre los 400 metros de tierra que se ha tragado el mar en más de tres décadas.
“En esos 400 metros había dos calles y unas cuarenta casas —dice Mendolina—. De pronto, empezamos a ver que la tierra se iba rajando desde la orilla del mar. Esas grietas pasaban por los patios, después llegaban a las salas, rajaban las paredes y terminaban debilitando las estructuras. Entonces, para que no nos cayeran los ladrillos, buscamos la forma de terminar de tumbar la casa y construir un poco más adelante.
Yo, por ejemplo, tenía una casa grande, casi llegando a la orilla que tenemos ahora. El mar empezó tumbándome las paredes del patio y terminó dejándome un tendalito. En ese tendalito puse un negocio de gaseosas y cervezas y también tuve que quitarlo para que no me fuera a aplastar”.
Gilberto “El Quibbe” Córdoba, un habitante del barrio La Loma, recuerda que cuando tenía 10 años el mar estaba tan lejos del corregimiento, que la gente llegaba al puerto, gritaba desde allá y la brisa llevaba el grito hasta las casas del Barrio Arriba, aunque los moradores del Barrio Abajo tampoco han olvidado esa situación.
“Ahora mismo el mar está tan cerca, y la brisa se ha hecho tan fuerte que ya tenemos que hablar gritando, porque el ruido supera las palabras”, asegura El Quibbe, señalando hacia un claro del mar, que no es arena coralina sino el sedimento de los ladrillos de cemento y arcilla que iban cayendo al lecho marino cuando los isleños fueron derribando sus casas debilitadas por la erosión.
El Quibbe sigue señalando hacia la extensión de 400 metros de agua, que antes fueron tierra, y alcanza a remembrar que Ana Elena Girado, Antonio Córdoba Serén, Tomasa Díaz, Santiago González, Dominga Morelos, Ramiro Córdoba, Vicenta Serén, Ricardo Calvo, Juan Salcedo, Luis Torres Llerena, Dominga Torres, Dionisia Torres, José Girado, Francisco Cervantes, Espedito Girado, Mercedes Serén, Basílica Contreras y Estela Jiménez, entre otros ya fallecidos o demasiado ancianos en el presente, fueron las cabezas de familia que terminaron por abandonarlo todo antes que el mar diera cuenta de sus vidas.
Mendolina Otero continúa recordando que, apoyada en su investidura de inspectora, se dirigió varias veces a la Alcaldía de Cartagena a dialogar con las autoridades, para saber, de una vez por todas, si lo que estaba destruyendo las casas del Barrio Arriba era algún temblor de tierra o cualquier otra execración telúrica, como lo creían los antiguos habitantes, sin sospechar que el mar que les daba el sustento diario era el mismo que estaba a punto de tragárselos.
“Unos 15 días después vinieron unos señores del Ideam (Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales) y examinaron el pueblo de cabo a rabo. Después pasaron otros cinco días cuando nos enteramos de que era el mar el que nos estaba haciendo daño”, refiere Mendolina con cierta cara de resignación ante lo que parece irremediable.
Antonio Córdoba, el actual corregidor de Tierrabomba, cree que se necesitan unos 600 millones de pesos para construir tres espolones en el Barrio Arriba —la zona más crítica del pueblo— para controlar las arremetidas de las olas, “pero no sabemos qué pasa que las autoridades no se deciden a iniciar a esa obra. Mientras tanto, algunas personas ‘siembran’ palos y sacos de piedra para amansar un poco la erosión; otros, como el señor Lorenzo González, han gastado más de seis millones de pesos tratando de construir un muro de contención que no se sabe si servirá para aguantar los embates de las aguas”.
Sobre los abismos que ha dejado la fuerza del mar, reposan botes de madera abandonados y lanchas de fibra que esperan ser botadas nuevamente al océano, pero también unas tres casas cuyo peligro no está únicamente en que el mar socave sus cimientos, sino en que la brisa salina termine de ahuecar los ladrillos de cemento con que fueron hechas tiempo atrás.
Otras viviendas muestran las paredes rajadas y las vigas sostenidas con listones de madera, para evitar que el techo caiga sobre sus moradores.
“El Quibbe” Córdoba vuelve a mirar el mar y anuncia que para el próximo mes el Gobierno Distrital construirá un muelle de concreto de treinta metros de largo y tres de ancho para el desembarque de pasajeros y carga. Y dice que una cooperativa recién organizada por pescadores y agricultores se está encargando de frenar la ostensible contaminación ambiental que producen las basuras regadas por todas partes.
“Este pueblo —anota Córdoba— tiene los mismos años de su existencia de no tener un acueducto. Ese es otro proyecto que anda por ahí dando vueltas, lo mismo que el de los espolones”.
***
Salir de Tierrabomba es tan traumático como llegar.
Hay que llenarse de paciencia y aprovechar los pocos segundos en que la retirada del mar deja un espacio seco, pisar y brincar para caer sentado en la punta de la lancha. Son los inconvenientes de no tener muelle.
A las 4 de la tarde el regreso parece fácil. El mar, que en la mañana atemorizaba con sus aglomeraciones de olas oscuras, es ahora una lámina brillante sobre la cual se desliza la embarcación que parece rodar sobre un piso de mantequilla. A la llegada a Cartagena tampoco hay un muelle esperando. Otro brinco sobre la arena gris es necesario para tocar tierra firme.
Desde el barrio El Laguito la imagen de los cerros de la isla de Kárex es semejante a la cresta de una gran iguana marina. A la vez, parece un monstruo dormido sobre las aguas, aparentemente feliz con la brisa que lo duerme; o tal vez resignado con que lo miren desde lejos sin que nadie se atreva a interrumpir su letargo.
Mientras los residentes de El Laguito (“laguiteros”, les dicen los de Tierrabomba) caminan sobre calles rodeadas de edificios, parques y carros flamantes, en Tierrabomba las elevaciones en realidad son una sola: la colina en donde reposa el barrio La Loma, el sector más aireado y arborizado que tiene el pueblo, dos características que lo salvan un poco de la irrupción del mediodía con su sol en el máximo punto.
Para caminar por la isla el visitante casi siempre empieza por el puerto del Barrio Arriba, donde las embarcaciones se detienen diariamente y lanzan las cargas y los pasajeros a la arena, o al agua algunas veces. Desde el puerto se camina primero sobre una alfombra de piedras lisas (de esas que llaman “chinas”), se trepa el barranco que separa al puerto de las calles iniciales y se alcanzan unas primeras casetas de troncos, estibas y techos de palma en donde mujeres nativas venden comida.
En esos tenderetes, un grupo de jóvenes que no alcanza los 20 años de edad, pasa horas enteras conversando, a veces en compañía de algún viejo pescador; o de alguna ama de casa que hace parte de sus oficios a merced de la brisa que lanza la vastedad del océano. Dicen los dirigentes comunales que el mocerío pertenece a la jornada de la tarde de la Institución Educativa Mixta Tierrabomba, donde se imparten clases después de la una.
La calle subsiguiente es un trazado extenso e irregular, que brilla al mediodía por obra de la tierra amarillenta que se desprende de las estribaciones de la colina. Sobre esas calles se ven niñas, mujeres mayores y jóvenes de todas las edades cargando tanques de plástico en los que llevan el agua potable hasta sus viviendas.
Muchos de ellos no habían nacido cuando la actividad de arrear el agua hacia los patios y la cocina de las casas era ya una necesidad ineludible en el pueblo, pues Tierrabomba tiene los mismos años de su existencia de no contar con un acueducto propio y dotado de todas las tecnologías.
Raizales de 70 y 80 años de edad recuerdan que en tiempos remotos el agua se extraía de un pozo de agua salobre localizado en las entrañas del Barrio Abajo. La aspereza del territorio hacía duro este oficio, pero más temprano que tarde la gente terminó por acostumbrarse a la impiedad de la falta del líquido, hasta que la operación se sumó al resto de las que se hacen actualmente en el corregimiento.
En los últimos tiempos, a la discusión sobre si se construyen espolones o cualquier otra barrera para que el mar no siga devorando al pueblo, se ha sumado la instalación de un acueducto, cuyas redes se alimentarían en Cartagena, mientras que una planta de tratamiento y suministro se levantaría en Tierrambomba. Sin embargo, según la empresa Aguas de Cartagena, el proyecto no es viable en estos momentos, por cuanto sus costos sobrepasan los 14 mil millones de pesos.
Los dirigentes comunales hablan de otro proyecto que el gobierno planteó hace siete años para favorecer toda la isla de Kárex. Allí se contempla la posibilidad de traer las redes conductoras del líquido desde la zona industrial de Mamonal, mientras que en La Loma se construiría la planta de tratamiento.
Mientras tanto, la situación ha sembrado la costumbre hogareña de tener dos y hasta tres tanques de doce latas en los patios; y varios galones de plástico para recolectar el agua que un bongo procedente de Cartagena lleva cada ocho días a tres albercas privadas, que posteriormente venden a los nativos a 300 pesos de día y 400 pesos de noche.
Las albercas más grandes se encuentran en el Barrio Abajo; y la más pequeña, en La Loma. Algunos moradores de este sector prefieren pagar 500 pesos para que alguien se las suba hasta sus residencias, “porque a veces uno viene cansado del trabajo y eso de subir por esos caminos con un tanque en el hombro no es que sea tan sabroso”, dicen algunos de los nativos que trabajan en Cartagena y regresan al poblado en la tarde.
“Para llenar un tanque de doce latas, se necesitan 16 galones diarios —explican las amas de casa—; y los tres tanques de doce latas pueden durar una semana, o menos. De todos modos, uno siente que está pagando mucha plata en agua, porque ni siquiera en los barrios más pobres de Cartagena se ven esos precios tan altos”.
La instalación de un acueducto propio sería el segundo triunfo más importante que los pobladores de Tierrabomba conseguirían en materia de urbanización. El primero fue la instalación de la energía eléctrica.
Muy pocos recuerdan cuántos años duró el pueblo contemplando las luces cercanas de El Laguito, mientras en su propio territorio la oscuridad de la noche era resuelta con velas, mechones y fogatas. El propósito de conservar los alimentos (sobre todo las carnes) se solventaba con material de la salina que aún existe en el sector Playa Dorada, aunque algunas amas de casa y los mismos pescadores ya habían aprendido la forma de descamar y destripar los peces para luego ponerlos al sol, sin que la corrupción acabara con ellos.
La señora Gladis Cuadro —quien se mudó de Tierrabomba y ahora vive en Cartagena, en el barrio Torices— suele traer a colación que desde unos días antes de que se inaugurara el servicio de la energía eléctrica, al corregimiento llegaban las lanchas cargadas de neveras, congeladores, televisores, equipos de sonido, grabadoras, radios y todo lo que pudiera enchufarse en las recién instaladas acometidas que los nativos habían dispuesto para estrenar el siglo XXI.
Ahora es el agua. En tiempos de invierno llegan dos bendiciones a Tierrambomba: la abundancia de la pesca y los aguaceros. El agua lluvia es almacenada para todos los oficios, menos para el consumo humano, ya que los nativos —al igual que mucha gente alrededor del mundo— saben que la lluvia de ahora quedó, desde hace muchos años, huérfana de la pureza que la polución atmosférica terminó por corromper.
Pero con el invierno también retornan los temores: muchos aguaceros vienen acompañados de vendavales indómitos que destechan casas y humillan los enormes árboles de acacia y coco que adornan el pueblo. Hace cuatro años uno de esos vendavales arrancó las láminas de asbesto y zinc de unas 15 y 20 viviendas sin que, afortunadamente, se presentaran percances humanos.
El pueblo carece de una Junta de Acción Comunal verdaderamente sólida, como las que existen en los barrios de Cartagena, pero trata de remediar el vacío con la creación de cooperativas entre vecinos que se encargan de administrar las lanchas, que son el transporte de todos hacia todas partes; como también de disminuir el grave problema ambiental que generan las basuras que producen los turistas y hasta los mismos habitantes.
Desde un barranco coronado por un tenderete de tablas angostas, un niño mira en silencio hacia El Laguito, despreocupado ante las cuchilladas de brisa marina que le deslizan pequeñas lágrimas sobre la tosquedad de su rostro.
Mayo de 2007