Él es Don Quijote


Hay que pensar (con férrea convicción) que la mayoría de los conductores de Cartagena son: o bien estúpidos sin la más mínima educación vial, o audaces imbéciles sin el sentido común de la conservación humana. No queda de otra si lo que se quiere es conducir aquí. Me digo estas frases mientras avanzo en el auto de mi hermana por el corredor de carga, junto al puerto.

De copiloto tengo a mi madre. En el asiento trasero van mi hijo mayor, y mi hermana junto a su hijo de dos meses. (¿Cuándo nos llenamos de hijos?). Mi hermana finge una tensa calma. Sabe que mi experiencia vial la he cursado, sobre todo, en Alemania, en donde el culto por la eficiencia hace de conducir un placer inagotable. En aquel país todos conocen bien las reglas. Pero en Cartagena no hay normas. O quizá sí hay una: 'marica el último'. Desconfianza, tienes nombre de mujer.

Ahora mismo: una tarde ardiente y polvorosa. Habita en las mujeres una calma chicha. Estoy tranquilo. No porfío, ni doy por sentado que los demás respetarán la vía. Mi madre me ha contado que el ánimo de mi hermana cambió desde que tuvo aquel accidente sin víctimas ni destrozos, pero accidente al fin y al cabo. Fue, me ha dicho, la imprudencia de una anciana que no calculó bien los tiempos al cruzar una avenida, sumada a la premura propia de mi hermana cuyo frenazo llegó a destiempo. Entiendo su nerviosismo.

Llegamos sin imprevistos al centro comercial. Es domingo. En ciudades cuya temperatura, en promedio, es de 30 grados, están mal arborizadas y apenas tienen parques, a las familias no les quedan muchas opciones más que pasar sus fines de semana en los centros comerciales. Parqueo el auto en reversa. Subimos las rampas de acceso. Adentro suenan unos parlantes mal calibrados, música de adolescentes, aplausos. Está una tal 'Martina, la peligrosa' tomándose fotos con varios chicos; luego, dice una presentadora, cantará un par de canciones. Mi hijo me hala de la mano hacia un resbaladero de juguete. Vamos, chico. Mi hermana y mi madre quieren comprar una chaqueta. La primera viajará pronto a Bogotá. Será la primera visita a los abuelos paternos de su nene. Nos despedimos temporalmente.

No puedo decir que no me entretengo con mi hijo. Responde a los impulsos de forma automática, satisface de inmediato su curiosidad y sus necesidades. La vida para él es un cúmulo de posibilidades excitantes, un coto de caza mayor. Y yo me divierto como un escudero. Él es Don Quijote, en el mejor sentido posible. Yo un Sancho Panza, sin mucho más que añadir. Mi hijo se entrega a las aventuras, es selectivo y se anticipa a las circunstancias con una inteligencia que nos asombra. Todos los niños son poetas paganos, lo ha escrito, famosamente, Eduardo Galeano. Luego de jugar casi cuarenta minutos, el chico, no por cansado, sino por empático, acepta que subamos la escalera eléctrica. Giramos hacia a la librería. Le había prometido un libro de unos héroes en pijamas. Como es natural se antoja de cada cosa. “Hemos venido por tu libro”, le digo. No hay argumento que valga. Tenía pensado comprar unos carboncillos para estimularlo a la pintura. Nada. Él quiere, además del libro, que no ha soltado, un carro de juguete que tiene la cabeza de un dinosaurio rex... Ya habrá tiempo para la pintura.

Luego de cenar, de regreso en el auto, mi niño se duerme, mientras su primo empieza a llorar impaciente. Leche materna que no llega o que no alcanza. No es seguro alimentar a un bebé mientras el auto está en movimiento, pienso. Mi hermana, se ocupa de entretenerlo sin despegar de la vía el rabillo del ojo.


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