Cuando le conté a mis amigos que me iba a vivir a Cartagena, todos hicieron el mismo comentario, “ahora sus hijos van a hablar costeño”. Hoy, cuando oigo a mis hijos y sus amiguitos, creo que ellos hablan bien cachaco, pero si los oyen mis conocidos en Bogotá, dicen que hablan costeño. Crecerán con acento híbrido, o nunca tendrán el acento costeño, o serán más costeños que el bollo’e yuca, quién sabe.
Hace poco, un actor en una entrevista contaba que sus padres eran de Cali, él había nacido y crecido en Bogotá y sus vacaciones las pasaba en Cali. Que durante mucho tiempo había tenido la sensación de no ser de ningún lado, pues en Bogotá decía que era caleño, y en Cali le decían “el rolo”. Una conocida que creció en Cartagena, pero su familia es de Santander, comentaba algo similar. Ella dice que cuando era niña siempre se sintió rara si hablaba con acento costeño, y que por eso siempre había tratado de hablar cachaco.
Y es que el tema de los acentos es toda una cuestión. De hecho, no contaba con que al llegar a Cartagena me iba a enfrentar a que aun estando en mi mismo país, ¡no iba a entender español!, y peor aún, ¡no me iban a entender!
Tengo que confesar que una de mis mayores frustraciones es tener que pedirle a muchas personas que me repitan lo que dijeron dos y hasta tres veces. Peor aún, más de una vez me he marchado con un “sí” y una tímida sonrisa sin haber entendido absolutamente nada de lo que me han dicho. Tanto así que en algún momento llegué a plantearme la posibilidad de tener un problema de oído.
Es todo, es la velocidad con la que se habla, son las letras que nos comemos o las que agregamos, son las palabras que acá quieren decir una cosa y allá algo totalmente distinto. La concha por ejemplo… una concha, amigo costeño es la casa del caracol o la de las ostras, lo que recubre las frutas se llama cáscara. Si alguna vez usted, habitante de las tierras frías del interior necesita con urgencia un bisturí o un cortador, debe pedir un “exacto”, de lo contrario lo mandarán a un almacén de implementos quirúrgicos, como nos pasó -el descubrimiento del exacto nos costó un recorrido por todas las tiendas y papelerías del barrio, un domingo al medio día, con una sensación térmica de unos 40°, gracias-. Ni qué decir del abanico, ¡se dice ventilador! O ¿ventilador se dice abanico?, o si tiene antojos de platanito frito le van a abrir los ojos de par en par, porque platanito es banano, plátano es plátano, aquí nada de diminutivos por favor. Y la aguapanela con limón o la limonada con panela, es guarapo, la chicha de allá no es la misma de acá. Y podría seguir con la lista, apelando a canciones, conversaciones, muletillas y demás.
Lo cierto es que cada vez entiendo más el costeñol y ya hasta se me ha pegado una que otra expresión. Mis hijos también usan palabras que a veces ni yo entiendo y ya es normal en casa de cachacos decir “pa´ve’” o “mi vale”, así de a poquito estos cachacos son un poco más costeños.