Colombia no ha podido curarse del caudillismo, rasgo con el cual emergieron en América Latina todas las democracias. El efecto encantatorio de los caudillos sobre la gente no se da por trampas, sino porque se halla afinidad emocional con “el solucionador de problemas” o con “el que nos viene a salvar”. Por eso no posee pensamiento político, pero sí rostro.
El orden de las cosas se trenza de tal manera que a las gentes no les importa que el aspirante ofrezca el bienestar de todos, sino que tenga carácter para mandar, capacidad de respuesta frente al enemigo o en el interés por los desposeídos. En resumen que el tipo tenga berraquera y conocimiento del país, que sea decidido, valiente, que nada lo detenga. Un gran sector desinformado de la población ha entendido a la política desde el lente de estas falsedades y no se ha dado cuenta de que se trata, a la larga, de carismas que mueren con el tiempo.
Esto nos viene como herencia de la estructura jerárquica de la vida en tiempos de la Colonia y llena el vacío dejado por el Rey como institución. La vida económica, social y cultural de nuestra nación tiene adentro el fermento para la continuación del caudillismo. Lo será en la medida en que creamos que las realidades concretas de la nación y las fuerzas que sustentan las transformaciones son las imágenes de los líderes y no los pueblos, las municipalidades y las regiones.
Una de las tantas secuelas del caudillismo es que se pierde la confianza en las instituciones por cuanto no se entiende a los gobiernos en función de programas y cambios sino que cualquier logro se transfiere al personaje. Los éxitos tienen padres y los errores son huérfanos: la imagen del líder absorbe los problemas, su poder sobrenatural todo lo aclara. Es, sin dudas, un semidiós.
En una democracia deliberativa y robusta la discusión de las ideas no se da en torno a la imagen sino en el consenso y la participación de todos, en el equilibrio de distintos pareceres en torno al bien común.
Otro grave problema que este fenómeno trae es que entroniza en el poder a gamonales (pequeños caudillos en pequeñas parcelas de poder) e impone el favorecimiento de unos pocos, aceita las roscas mayúsculas de la Nación para que pocos decidan sobre muchos convirtiendo en hábitos las prácticas corruptas y haciendo desaparecer al Estado.
No nos mintamos, la actual campaña a la presidencia ha recurrido de nuevo a configuraciones de caudillos tanto de la izquierda como de la derecha. Mientras el caudillismo domine nuestros horizontes democráticos estaremos como estamos, polarizados y en continua colisión de unos contra otros.