Los edificios de Nueva York amanecen sofocados por una luz tan extraña que no parece de este mundo. De hecho, no lo es, ya que solo pertenece a Nueva York.
Mientras la ciudad que se conoce en las imágenes que muestran las películas y las revistas se cuela por los vidrios del taxi, el conductor hace varios virajes para cruzar el Brooklyn Bridge y adentrarse en el fundillo de la otra Nueva York que casi no sale en las promociones turísticas.
Sin embargo, como evitando que la excluyan del primer plano a que la tienen acostumbrada, Nueva York —la famosa— sigue mostrando sus enormes rascacielos como cirios encendidos y a punto de dispararse en contra de esa luz ignota que baja desde la espesura del cielo, que también vigila al río Hudson.
El conductor pregunta de nuevo por la dirección y hace cálculos en voz alta. La lejanía (en Nueva York todo queda lejos) de la nomenclatura que debe localizar, lo obliga a pisar un poco más el acelerador. Una lluvia sorpresiva se desploma sobre los hierros de un puente verde por donde pasa el tren cuando deja de ser subterráneo.
Estamos en una de las primeras zonas del condado de Brooklyn, un sector al que se le nota la pobreza, no porque muestre las carencias de los barrios tercermundistas, pues no hay calles destapadas, solares enmontados o casas de zinc y estibas, sino porque aun el concreto, la madera y las laminas de hierro tienen el aspecto triste del abandono.
La gente es sucia y taciturna. Una mirada peligrosa les invade de tinieblas el rostro. Las calles son solitarias. La lluvia no hace charcos, pero se vuelve negra en cuanto toca el pavimento y corre por los pliegues de los andenes.
Unos metros más adelante, el paisaje empieza a cambiar de rostro. Los colores son más amables. En una esquina, en donde funciona una constructora de elevadores para edificios, Víctor Sayas está recogiendo sus pertenencias para aprovechar el chance que, en su camioneta, le ofrece Erwin Santos, un dominicano, compañero de trabajo, quien lleva 20 años viviendo en Estados Unidos.
Sayas tiene 25 años de vivir en Nueva York, pero hace 52 nació en Cartagena, en el barrio San Isidro, en donde aún residen algunos de sus familiares. También vive en Brooklyn, pero en una de las zonas más tranquilas del condado, según dice.
Mientras el vehículo avanza lento, Sayas y Santos señalan la cantidad de desarrapados que caminan por los puentes peatonales o se detienen en las esquinas mirando hacia ninguna parte.
“Les dicen homeless (desamparados) —explica Víctor— y lo único que hacen durante todo el día es pedir dinero y vagar por las calles. Cuando cae la noche se recogen en unas casonas que llaman Salvation Army o casas de refugiados, que son asistidas por el gobierno. La mayoría de esos ‘frescos’ son veteranos de guerra, drogadictos y/o extranjeros que se arruinaron y no pudieron seguir echando pa’ lante”.
Víctor Sayas dice que, después de los grandes caserones, en Brooklyn pululan los desposeídos que alguna vez intentaron adueñarse del famoso sueño americano. “En la mañana, cuando vas a trabajar, te los encuentras en la estación del tren echándote algún discurso por un dólar. Otros, ni siquiera hablan, sino que se ponen un cartel en el pecho que dice: soy pobre, no tengo familia, no puedo hablar, estoy enfermo, no puedo trabajar. Pero mentiras, la mayoría coge la plata para comprar crack o cocaína de la más barata”.
Aún en los sectores más digeribles de Brooklyn, en donde la mayoría de habitantes son hispanos, los grandes caserones de estilo antiguo son la nota predominante. Uno presumiría que en ellos habitan familias numerosas, dada la cantidad de recamaras, salas, cocinas y baños en que podrían estar divididas, pero en realidad esconden una cantidad de accesorias que se arriendan a personas solitarias o a familias con pocos miembros.
En estas zonas, los cables del alumbrado público están empañados por una maraña de viejos zapatos de goma que cuelgan como pájaros del infortunio, sin que autoridad alguna se haya molestado en bajarlos para limpiar las redes y los postes. “Ese es uno de los ‘deportes’ de los jóvenes de por aquí. Cuando ya los zapatos están viejos, no los regalan ni los ponen en los zafacones para que se los lleve el carro de la basura. Les parece más divertido lanzárselos a los alambres, y no hay quien les diga algo”.
Dicho esto último, Sayas agrega que “lo único que no me gusta de Nueva York es que aquí los pelao’s no respetan. En Cartagena uno todavía puede regañar a un muchacho en la calle, si lo ve haciendo algo malo. Pero aquí, te metes con un chico y enseguida sale la familia a agredirte, si es que él mismo no saca una puñaleta o una cadena y de te da con ella. Mejor dicho, aquí es mejor hacerse el loco y no meterse en nada”.
Lo mismo opina Erwin Santos, quien afirma que “con todo y que tengo 20 años de vivir por acá todavía no he podido acostumbrarme al mal ejemplo de los padres hacia los hijos. En cualquier terraza te encuentras a un papá o a una mamá consumiendo drogas delante de los chicos. O ves a los papás con el cuerpo lleno de tatuajes y la cara ensartada con ganchos. Parecen no darse cuenta de que con eso pierden autoridad. No te extrañes si ves a los muchachos por la calle con los pantalones flojos, mostrando los pantaloncillos, porque dizque esa es la moda”.
Caminando bajo una de las estaciones del tren que cruza por Brooklyn, la cantidad de almacenes de latinos, indios, chinos y árabes se asemejan a los sanandrecitos que operan en el Caribe colombiano, aunque la diferencia radicaría en que no se escuchan los equipos de sonido, ni se ve a la gente consumiendo licores al aire libre, aunque sea un domingo luminoso como el de hoy.
A las 4 de la tarde, Víctor se alista para tomar el tren y dirigirse hacia el campo de sóftbol Lindsay Park, en la zona de William Bridge, en donde lo esperan sus amigos de la Liga de sóftbol de Puerto Rico, que está compuesta por más diez equipos bautizados con los nombres de las principales ciudades de la isla.
Lares se llama el equipo en donde Víctor cubre la tercera base. Sus compañeros son hombres que, como él, sobrepasan los cuarenta años y dicen sentirse muy alegres de conocerse y de haber conformado el equipo, lo que resulta una magnífica razón para reunirse los domingos, tomarse las cervezas y conversar sobre sus logros y penas en esa tierra extraña.
Este domingo la celebración es más que necesaria: Lares terminó coronándose campeón de la jornada veraniega, lo que motivó la compra de varias botellas de champaña, cerveza y comida en cantidades para celebrar en el campo y tomarse fotos. Después, se trasladaron al patio de Ely Dely Grocery, la tienda de otro latino amante de la pelota caliente y de todo lo que huela a Caribe.
En el pequeño patio, rodeado de cajas de cerveza y sillas metálicas, saborearon, al frío de la cerveza, el arroz con gandules, el mofongo y la ensalada hecha al estilo de la isla, mientras relataron las historias de sus vidas en la Gran Manzana.
María Moreno, una ecuatoriana que lleva 33 años viviendo en Nueva York, dijo que el esfuerzo más grande de su vida fue borrarse de la mente la imagen de sus hijos, mientras mejoraba su situación económica y podía traerlos a Estados Unidos.
“Pero cuando los traje, empezó otra lucha. Me tocó enseñarles a defenderse de las lesbianas y de los drogadictos que se encuentran en el High School (bachillerato), que aquí es una porquería.
Le dije a la niña: ‘cuando te acosen las lesbianas, di que a ti te gustan mucho los hombres, porque son más sabrosos’. Y le dije al niño: ‘cuando te ofrezcan drogas, di que una vez las probaste y estuviste tres días en cuidados intensivos’. Un día me tocó salir a pelear con unos pandilleros que se le dedicaron a mi hijo y los ahuyenté gritándoles palabras sucias, y así nos dejaron quietos”.
Enrique Miranda, a quien todos conocen como “Tatobien”, es un veterano de la guerra de Vietnam, al igual que Pablo Berlanga, natural de Arecibo. A ellos no les han faltado energías para pelear contra la discriminación racial en Nueva York, “sobre todo de parte de los judíos, que ya no se acuerdan de que nosotros estuvimos en la guerra defendiéndolos”.
“La verdad —dicen—, muchos latinos se vuelven viejos en este país, esperando la pensión para luego regresarse a su tierra. Pero no es tan fácil vivir en los Estados Unidos. Lo bueno es que aquí consigues de todo las 24 horas. Pero las costumbres y la gente son muy distintas. Por mucho que estés ganando, nunca se te sale tu tierra del corazón”.
Enero de 2008