A las 6:00 de la mañana del día siguiente, el puerto de Barrancabermeja se encuentra atiborrado de gente, tal como lo estuvo en la noche cuando llegamos de Puerto Triunfo.
Aquí, el amanecer es tan sucio como un vidrio panorámico al que nunca se le hubiera pasado una panola. Las aves son escasas, pero más allá de la orilla del río Magdalena sobrenadan vestigios de taruya provenientes de las ciénagas aledañas a los pueblos santandereanos de la ribera.
César Augusto Mieles, el piloto de la chalupa que acaban de asignarnos, se hace acompañar de uno de sus diez hermanos. Se llama Candelario y ambos son originarios de Simití (sur de Bolívar), donde aprendieron a conducir chalupas transportando personas y cargas en una ruta (ellos la llaman “línea”) que comprende Simití-Barrancabermeja, por lo cual cobran 25 mil pesos; Gamarra-Barranca, por 28; y El Banco-Barranca, por 34.
Por el viaje desde Puerto Triunfo a Cartagena cobraron cuatro millones de pesos, de los cuales deben sustraer el 20% para gastos de combustible e imprevistos. Su embarcación está bautizada como El Expreso.
De los diez hermanos que componen a la familia Mieles, el más veterano en el manejo de chalupas es Candelario y fue precisamente él quien enseñó a César Augusto desde que éste era apenas un niño.
Cuenta Candelario que en marzo del presente año, una de sus dos lanchas fue quemada por un grupo de guerrilleros pertenecientes a uno de los tantos frentes subversivos que operan a todo lo largo del río Magdalena.
“Eso fue en la época en que el gobierno estaba tratando de hacer una zona de despeje en el Sur de Bolívar —relata Candelario—. Eran como las 11:00 de la mañana. Yo venía trabajando en la línea y con la chalupa llena de gente. De pronto veo a un grupo de muchachos disparando sus ametralladoras al aire y haciéndonos señas para que nos detuviéramos. Eran unos pelaos como de 14 a 15 años. Podían ser mis hijos. Nos detuvimos. Hicieron bajar a la gente de la chalupa. Cogieron de la misma gasolina que traemos en la lancha. La regaron por toda la chalupa y después la quemaron. ¡Ahora, mátenme!, les grité. ¡Mátenme, que lo único que yo tenía para vivir era la lancha y ustedes me la quemaron. ¡Por qué no me queman a mí también! Pero uno de los muchachos me dijo: 'no insista. Nosotros no hemos venido a matar a nadie. Esto lo hacemos para sembrar el pánico'. Más de una vez me dieron ganas de cargar a un pelao de esos y de tirarlo al agua”.
A las 8:00 de la mañana, César Augusto inicia la marcha en línea recta hacia Mompox. En este trayecto el caudal del río es más amplio y los bancos de arena menos abundantes. A nuestra derecha se ven los pueblos de Santander, mientras que a la izquierda surgen los municipios y corregimientos de Bolívar.
Por primera vez, desde que iniciamos el viaje partiendo de Puerto Triunfo, vemos peces saltando a orillas del río.
“Son arencas”, dice Candelario y de paso anota que en estas zonas también se consiguen el bocachico, el barbul y el bagre, que es el más solicitado en los restaurantes y fondas de los pueblos ribereños. Un periodista pregunta por los caimanes y manatíes que menciona García Márquez en El amor en los tiempos del cólera, pero la respuesta es que ninguno de ellos queda, ya que los escopetazos de los mismos pasajeros de los barcos los extinguieron para siempre.
A las 8:40 de la mañana pasamos por San Pablo, uno de los municipios más grandes del Sur de Bolívar, dice Candelario. Pero antes, dejamos atrás localidades como Terraplén y Puerto Wilches, los cuales tienen a sus orillas montones de bloques hechos en concreto para evitar la intromisión del río hasta sus calles en épocas de invierno.
“Estos territorios pertenecen a los 'paraguayos'”, dicen César Augusto y Candelario para referirse a los miembros de los grupos paramilitares que hacen presencia en los pueblos que vamos observando a las orillas del río.
“Pero, ¿se meten con los visitantes?”, pregunta un pasajero con audible preocupación en el tono de la voz. La sonrisa amplia de Candelario parece tranquilizarlo cuando le explica que hay una parada obligatoria en un pueblo llamado Vijagual, en el cual los paramilitares se acercan, revisan la chalupa y se alejan silenciosamente.
“Pero cuando ven a alguien raro, lo hacen bajar y se quedan con él. Algunos han demorado hasta un año para aparecer; y otros, nunca volvieron a verse”, nos explican mientras, en efecto, la chalupa se acerca a Vijagual aminorando la velocidad para acomodarse en los bordes de tierra negra que ofrece una especie de muelle natural acondicionado por el mismo empuje del agua.
En tanto que los hermanos Mieles amarran la lancha a unos pilotes delgados, un joven flaco y vestido de negro se agacha con sus breves botas de cuero sobre la tierra del muelle, dice un buenos días acompañado de una sonrisa veloz y mira a todos lados para luego levantarse y perderse a través de una calle kilométrica en cuya primera esquina un equipo de sonido rompe a rajatabla la semi nublada mañana.
El ruido es espantoso a pesar de la música. El zumbido del motor de la chalupa permanece en nuestros oídos como una prolongación del viaje dentro de cada uno. Con los mismos argumentos que manejan casi todos los campesinos de las riberas, un dirigente comunal nos habla de la agonía del río Magdalena.
Aún así, el sujeto gordo y un poco estrafalario comenta que el río sigue siendo el símbolo de la subsistencia de todos los pueblos que lo bordean. En ese mismo instante, un viejo más que sesentón emerge del agua con dos tanques plásticos colgando de los extremos de un palo que reposa en sus hombros.
Por la palabras del dirigente, nos enteramos que, como ese, muchos ancianos viven de arrear agua por 500 pesos hacia las diferentes viviendas de cada pueblo. Y a todos nos parece insólito que un agua de apariencia tan sucia sea utilizada también para el consumo humano.
“Con hipoclorito le quitamos un poco la impureza —dice el hombre gordo—. Y la verdad es que hasta ahora nadie se ha muerto por beber de ese agua”.
Antes de descender de la lancha, Candelario y su hermano nos habían explicado que efectivamente el nombre de Vijagual tiene mucho que ver con el vijao, la planta acuática cuyas hojas son utilizadas por las cocineras costeñas para envolver pasteles, tapar los calderos en donde se cuece el arroz con coco o empacar el pescado que se comerá asado, además de usarlas como manteles sobre mesas rústicas, o el propio suelo, para regar las presas y la vitualla de cualquier sancocho.
A unos minutos de Vijagual queda Bodega Central, una localidad bolivarense que en otros tiempos funcionó como centro de acopio tanto para los viajeros del río como para los que se transportaban en animales o automotores. Pero, en estos momentos, se encuentra invadido de militares con la misión de repeler los grupos subversivos que últimamente estaban torpedeando el trabajo de los chaluperos, según nos cuentan los hermanos Mieles.
En medio de la inmensidad del agua brillante que la chalupa va rasgando con su paso ruidoso de motores, se impone la cinematografía de un cerro que reina a lo lejos. “Se llama Cerro Barco”, dicen los lancheros y anuncian que la imponente elevación tiene la rara facultad de desaparecer de improviso cuando los viajeros se van acercando hacia ella.
A las 12:55 del medio día, cuando el sol hierve en su propia incandescencia, llegamos a la población de Tamalameque, la tierra de la Llorona loca que salía por aquí y por allá con un tabaco prendido en la boca, según la crónica acumbiada que escribió José Barros cuando muchos de nosotros ni siquiera estábamos en los proyectos de nuestros padres.
A Tamalameque, sus propios habitantes —como buenos costeños— le redujeron el nombre llamándola simplemente “meque” y por sus calles se pasean en mototaxis que cobran 500 pesos por viajar a cualquier parte. La tierra es rojiza y caliente como un caldo de bocachico.
Casi a las 2:00 de la tarde nos detenemos en El Banco, donde una gran cantidad de banqueños, quienes desde las primeras horas de la mañana se apostaron en las escalinatas del puerto para rendirle honores a la Maratón Yuma 2002, se quedaron con los crespos hechos, ya que siendo la 1:30 de la tarde, las violentas motonaves rugieron por el puerto sin detenerse y sin decir adiós, ignorando el montón de artesanías, equipos de sonido, grupos de danzas y discursos solemnes que las autoridades de El Banco, al igual que sus estudiantes y amas de casa, habían preparado para tan magno evento.
Algunos nos dedicamos a encontrar la existencia de José Barros en las calles de El Banco, pero sólo vemos afiches de colores pegados por todas partes y exhibiendo una fotografía del autor de La Piragua en sus años de juventud, tal vez cuando recién compuso esa novela llena de buenos fantasmas y otras señales de la añoranza. La letra de la canción acompaña la imagen de Barros y de la piragua que capitaneaba el temible Pedro Albundia.
El almuerzo resultó tan cálido como las evaporaciones del río, pero salimos a toda prisa, ya que, según Candelario y César Augusto, en el mes de diciembre suele anochecer más temprano; y, llegar a Mompox con la noche encima, resulta un peligro latente debido a la cantidad de troncos del árbol llamado campano, que nunca se pudre, flotando en el río.
Diciembre de 2002