También pudiera ser una equivocación. Apunta el rifle. Una última revisión por la mirilla, Beno Lothar contiene el aliento… El proyectil, precedido del sonido metálico del silenciador, perfora sin esfuerzo el esternón y el tendón intermedio del cuello de Phillip. El cuerpo cae al suelo en lo que tarda un suspiro en disiparse. Como si alguien lo hubiera soplado apenas hacia adelante, tumbándolo de las manos de un dios que ha dejado de sostenerlo.
El cuadro final de un cúmulo de malos entendidos.
Beno no le había disparado por lo usual: la lucha de recursos, los celos de las mujeres o su reverso, servicios negados o concedidos. Tampoco guardaba en su pecho la prepotencia de que él fuera mejor que Phillip. En el fondo, lo asesinó por deporte.
El día anterior ambos habían charlado en Vailima, un bar que apestaba a ambientador barato de canela. El tema de conversación no fue otro que la imposibilidad de hacer nuevos mundos literarios. Sobre las limitaciones, en general. Dos escritores como ellos —advirtieron—están limitados a ubicar a sus personajes en la cotidianidad que han conocido, en los barrios por los que han paseado de las ciudades recorridas. Es decir: sobre un espacio-tiempo que más o menos recuerdan. Ambos sienten cómo se les van agotando las escenas, cómo se repiten los diálogos y las personalidades de sus ficciones.
También, es cierto, podrían contar el mundo submarino, o incluso narrar otros planetas, universos alternativos, pasados, futuros, planos astrales. Pero los lectores pierden rápida y automáticamente el interés. Necesitamos que las cosas estén vivas, coincidieron.
Ambos coleccionan nombres, olores, panorámicas de aldeas, trazos de miradas, perfiles de un sinnúmero de experiencias que van anotando en cuadernos. Han conseguido acumular una docena cada uno. Todo para la creación.
A pesar de ser amigos, más por vocación común que por otra cosa, conocen circunstancias y azares tan disímiles e indisolubles como su propia conciencia, y abrigan memorias de hermosas mujeres que el otro jamás contemplará.
Beno ha crecido en una burbuja de oropel gracias a la abundancia familiar, y al buen juicio de su madre. Phillip Aden, en cambio, se ha formado en una familia disfuncional y venida a menos comercialmente.
Nunca ha trabajado Beno. Consume sus días escribiendo en su casa del campo, acariciando enciclopedias. Ninguna mujer a la vista.
Es Phillip quien ha mantenido un bagaje artístico basado en la experiencia, trabajando en todo tipo de empleos. Ha visto la cara más perversa de la calle. Reconoce los chulos y las putas con apenas un golpe de vista. Cita a sus amantes en los sucios cinemas de medianoche. Y había empezado a traficar recientemente heroína en el sur de Portugal. A pesar de ello, o quizá a consecuencia de todo eso, es un escritor que empieza a tener notoriedad en algún círculo de intelectuales flemáticos del barrio de Headquarters.
De manera que Beno se impuso la tarea de matarlo. Sus cuadernos son oro. Razones tan egoístas habitan en el afán de mejorar cada uno de sus textos que no llegan a ser ni siquiera mediocres.
Ha querido perpetrar el homicidio por sí mismo. Casi lo único corajudo que se ha propuesto en la vida. Conformó un plan sanguíneo que siguió con meticulosidad.
Primero, entró a robar por las malas en la casa de Phillip, cuyas únicas pertenencias son en su mayoría unas cuantas reliquias heredadas y una provisión mensual de botellas de prosecco.
Aprovechó el momento de aturdimiento que le queda a Phillip a eso de las 2:20 de la madrugada. Lo sabe porque lo ha leído en uno de sus cuentos. Es el momento en que a uno de sus personajes “el vino le vuelve una sopa el cerebro”.
Con poquísimo cuidado tomó el rifle del padre de Phillip, quien acostumbraba a cazar ciervos en otoño. Pensó durante un instante Beno Lothar en que lo mejor sería que fuese descubierto por Phillip; entonces se tomarían una copa más y hablarían, riéndose, del fatídico crimen como si se tratase de un tema para una historia policiaca. Pero Phillip Aden seguía roncando su sueño.
El mismo miércoles 15 de mayo del año siguiente, como una cábala del día del robo del arma, Beno Lothar asestó el tiro en el cuello de Phillip.
Pudo simplemente haber robado, aquella vez, los cuadernos de apuntes. Pero Beno, hombre obsesivo y rancio, se dijo a sí mismo que la memoria de Phillip habría sido un gran estorbo en términos de derechos de autor.