Ovejas hablando

¿Qué significa cuidar el lenguaje?


Con esta entrada doy inicio a una serie filosófica sobre lenguaje y violencia.

Se suele decir que hay que cuidar el lenguaje —y parece un despropósito no estar de acuerdo con ese mandato—. Si no lo cuidamos, peor para nosotros: porque un lenguaje corrupto no solo es signo de una constitución corrupta, sino que es también augurio de un destino inane. Podemos estar de acuerdo en que cuidar el lenguaje consiste en salvaguardarlo de la corrupción, de la vulgaridad y, sobre todo, de la mentira. Pero, sabiendo que nadie tiene la verdad completa sobre ningún asunto, y que quienes se autodeclaran guardianes de la verdad no son más que curillas rasos de esa religión tan popular que se llama ignorancia orgullosa, ¿qué puede significar —como también quiso saber M. Heidegger— salvaguardar la verdad en el lenguaje? ¿Qué significa cuidar del lenguaje?

Voy a dar una respuesta rapidísima, que a Heidegger no le gustaría, y que quien quiera podría investigar en profundidad: cuidar el lenguaje significa evitar que se desmadre. El lenguaje se desmadra en la lengua. El “idioma” es el lenguaje en una fase de su desmadre.

Porque, contra la santificación que muchos efectúan sobre el lenguaje y la comunicación, hay que atender a un hecho que a día de hoy, dado el nivel —en altura y compenetración— al que han llegado las ciencias, es difícil de controvertir: que el lenguaje es la violencia humana por antonomasia, la violencia imaginaria, imaginada, significante y simbólica; que el lenguaje violenta al mundo. Cuando dejamos que esa violencia se fortalezca según su natural tendencia, pronto tiene lugar la barbarie. La profundidad de la producción literaria y del refinamiento de las lenguas y de las culturas a las que corresponden no han podido nunca evitar la guerra, la tortura, la opresión ni la explotación. De hecho, desde hace siglos, el poder bélico de un país de cara a sus enemigos externos está estrechamente relacionado con la superioridad de su nivel cultural y del refinamiento de sus artes comunicativas. El poder de los proyectiles no es más que el poder proyectado de la palabra violenta: la palabra y la bala conviven desde antaño en su vocación telepática.

Sin embargo, la opinión contraria se impone. Según ella, el lenguaje y la comunicación aparecen como remedio a la violencia del “estado de naturaleza”, y que es mediante el buen uso del lenguaje y una “comunicación efectiva” que podemos solucionar nuestros problemas y evitar así la violencia verdadera, que según esta opinión es siempre “violencia física” o una violencia que se puede explicar por analogía con ella. Nosotros, sin embargo, reconociendo que también es necesario preguntar qué significa ‘violencia’, creemos que esta no tiene nada que ver con ‘herir’ sino con transformar lo diferente en objeto, en materia de trabajo y en herramienta. La herida es un signo a posteriori de la violencia ya consumada. Pero el verdadero objeto de la violencia, que ella misma, en cuanto poder desbocado, constituye imaginativamente, es el cuerpo humano: su transformación, su manipulación, su clasificación y su uso.

Eso no quiere decir que defendamos la violencia, ni que rechacemos el diálogo para la solución de problemas. Simplemente quiere decir que el lenguaje corrupto no sirve siquiera para resolver problemas, mucho menos para entender lo que los demás quieren decirnos. ¡Ni hablar de comprender el mundo! Ese lenguaje corrupto tiene como característica intrínseca la identificación del texto y del discurso con la verdad del ser, o sea, la verdad absoluta, de la que derivarían todas las verdades, y se olvida de que los procesos evolutivos son inmediatamente desarrollos interpretativos, falsificadores de la experiencia humana. Pero esa verdad no existe; y si existe es insignificante, como el universo mismo en el instante previo al Big Bang.

¿Cómo íbamos a solucionar nuestros problemas mediante el diálogo si no sabemos hablar, ni leer ni escribir? Mucho menos entendemos los grandes peligros del lenguaje y los errores que produce. Me refiero a errores como el patriotismo, el nacionalismo, el especismo, el relativismo y el objetivismo, el universalismo, el teísmo, los prejuicios raciales y de género, los prejuicios morales, etc. Hay verdaderos problemas filosóficos, políticos y económicos detrás de estos asuntos, pero la incapacidad para hablar significativamente nos impide concretar saberes que merezcan la pena y que sean efectivos. A pesar de que corremos el riesgo de caer en ese ñoño humanismo que promueve el autoamansamiento  —como diría P. Sloterdijk— mediante la lectura, no tenemos más opción, para salir de este feudalismo tan bárbaro en el que vivimos, que ejercitarnos en el cuidado del lenguaje. En el cuidado más que en el uso. Es bueno que el uso sea preciso, correcto, bello, pero es más importante que la palabra sea honesta, honrada y consciente de su historia.


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR