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La cara siempre sonriente de Elsy Jiménez de Marrugo impide creer que hace 20 años empezó a sufrir una de las peores torturas que se le pueden aplicar a un ser humano en cualquier parte del mundo.
Después de ver el entusiasmo con que relata los detalles de su propio calvario, cuesta trabajo imaginarla como un inmenso dolor andante entre Cartagena, Bogotá, New Jersey y Nueva York.
El tono de su voz, como un clarinete ejecutado en las notas más altas; y la velocidad con que camina, a través de los compartimentos de su casa, no podrían compararse con la movilidad que uno imagina, de sólo escuchar los pormenores de la enfermedad que la sumergió en el infierno durante los últimos años.
Ahora, su casa no es el salón de belleza del Centro Histórico de Cartagena, en donde, por mucho tiempo hizo gala de sus conocimientos en Cosmetología; tampoco es una de esas mansiones republicanas de Barranquilla, en donde nació hace más de 50 años; ni otra de las casonas del barrio Manga, de donde salió hacia el corregimiento de La Boquilla para nunca más retornar.
Vive a orillas del anillo vial, en una cabaña hecha de madera, cemento y palmas secas, rodeada de árboles y matorrales que guardan en sus entrañas el secreto de la brisa. La ciénaga de La Virgen le sirve como escenario mañanero para divisar desde cuatro ventanas, mientras la bulla del Mar Caribe se le cuela por el patio, como recordándole que la vida vale la pena.
Una romería de vecinos de todas las edades, que no se cansa de visitarla, recibe, desde hace diez años, los beneficios de la clorofila extraída de plantas heterogéneas con las que Elsy ha ido derrotando su singular padecimiento y mejorado la vida de incontables enfermos terminales que alguna vez solicitaron su ayuda.
Ahora es naturópata fisioterapeuta, una actividad que aprendió en los Estados Unidos y que le ha permitido convertirse en su propia paciente, como para seguir testimoniando que, aun detrás de los más oscuros designios de la muerte, puede surgir la vida como sonriente sol entre tormentas.
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Fue en 1986 —cuenta—.Yo tenía un salón de belleza en el Centro Histórico de Cartagena, y allí me estaba yendo muy bien, hasta que empezaron a atacarme unos dolores en las articulaciones y ardores en el estómago. Visité a varios médicos generales que me mandaban pastillas y más pastillas que calmaban el dolor por un rato, pero cada día amanecía peor.
Después, a los dolores de los huesos y al ardor en el estómago se les unieron una resequedad en los ojos, como si tuviera adentro un montón de tierra. Sufrí sangrado y úlceras vaginales. En los brazos y en las piernas tenía pequeñas llagas que parecían quemaduras de cigarrillo.
A estas alturas ya me había gastado cualquier cantidad de plata en médicos generales. El último que me vio me dijo que todas esas molestias eran producto del estrés, porque no era posible que una sola persona tuviera tantas cosas al mismo tiempo. Me consiguieron una cita con un gastroenterólogo y éste también opinó que lo mío era puro estrés que me estaba matando.
Yo, que siempre he sido una estudiosa de la Biblia y testigo de Jehova, nunca pensé que lo que me martirizaba fuera algo tan grave. Tampoco se me pasó por la cabeza que fuera un producto de la brujería o algo así. Más bien pensaba en alguna infección que no tomé en serio en el pasado, o que a lo mejor había heredado el cáncer que mató a mi papá unos años atrás. Me practiqué el examen del VIH, pero todo salió negativo. ¡Qué tortura!
Sin embargo, me conseguí otra cita, pero esta vez con el ginecólogo Orlando Bustillo, quien además de que me encontró la vagina totalmente ulcerada, me localizó un tumor benigno, que de todas formas necesitaba de una operación urgente. “No tengo plata, doctor”, le dije pensando en los gastos que todo eso acarrearía. Pero él resolvió que correría con las cuentas. Entonces comprendí que Dios me puso un ángel en el camino, que no sería el último.
Pero la tortura aumentaba. No dormía, no podía comer, no sabía si estar sentada, parada o acostada, porque de todas maneras me sentía mal, pero todo lo mal que usted pueda imaginarse. Después de la operación, seguí haciéndome los chequeos correspondientes para ver cómo se comportaba mi organismo, pero aún no daban con la enfermedad.
Una amiga, la señora Colombia Villamil, quien en ese momento era representante a la Cámara por Bolívar, fue mi otro ángel. Ella se enteró de mi problema y resolvió llevarme para Bogotá. Allá me encontré otros ángeles: Iván y Samuel Moreno Rojas, los hijos de María Eugenia Rojas de Moreno. Mi esposo, Víctor Marrugo, es amigo de Samuel. Y cuando ellos se enteraron de mi presencia en Bogotá, enseguida me buscaron y me trasladaron para el Hospital Militar, sin yo tener ningún vínculo con esa institución. También le consiguieron un trabajo a Víctor en el Instituto de Crédito Territorial, por el tiempo que estuvimos allá.
En ese hospital me atendieron los doctores Elkin Patarroyo y los internistas Chalem y Meisner, quienes me encontraron una esplenomegalia. Es decir, como consecuencia de la enfermedad misteriosa que estaba padeciendo, el bazo se me había crecido el doble de su tamaño. Pero no daban con el mal. Estuve hospitalizada tres meses en Bogotá. Pasados esos tres meses, cuando los médicos consideraron que estaba un poco mejor, me regresé.
Estando nuevamente en Cartagena se me agudizó el dolor en los huesos, pero especialmente en las caderas o región lumbosacra, que llaman los médicos. A parte de eso, ya no sólo tenía la boca totalmente ulcerada sino todo el sistema digestivo. Los médicos me infiltraban corticoides en las caderas y también los tomaba en grandes cantidades para quitarme la molestia ósea, pero el resultado fue una gordura falsa y un crecimiento anormal del corazón. Las diarreas y los vómitos de sangre aumentaron, se me presentó una colitis ulcerativa y lagunas mentales prolongadas. Es decir, me sentía el colon y todo el sistema digestivo como si tuviera candela por dentro.
Continué al frente de mi salón de belleza, pero empezaron también los racionamientos de la energía eléctrica durante el gobierno del presidente Gaviria. Mis ingresos económicos se redujeron considerablemente. Entonces, tomé una decisión un poco descabellada para ese momento: “me voy para los Estados Unidos”, me dije, pensando en que allá en New Jersey estaban mis amigas Ana Elisa y Norma Monroe, las mismas que fundaron en Cartagena el desaparecido Instituto Monroe. Otra amiga me prestó dinero para los pasajes y me fui para Bogotá en busca de la visa, pero poniéndome en manos de Jehová, porque no tenía cómo demostrar que estaba enferma y que necesitaba un tratamiento médico en el exterior.
Me dieron la visa sin ningún problema. ¡Eso fue obra de Dios! Llegué a Nueva York, en donde pensé quedarme trabajando un tiempo para ahorrar dinero y entonces sí someterme a un riguroso tratamiento médico. Pero un día salí para New Jersey, a visitar a Ana Elisa Monroe y a su esposo. Cuando estábamos conversando en la sala de la casa, me dieron ganas de ir al baño. Entré y, en cuanto me senté en la tasa, se me precipitó una diarrea de sangre que terminó por desmayarme. Ana Elisa y el esposo debieron romper la puerta para poder rescatarme.
Desperté en el Medical Center, de Jersey City, a las afueras de New Jersey. Allí estaba con la hemoglobina y las plaquetas bajísimas. Los médicos que comenzaron a tratarme decían que tenía un lupus o un problema inmunológico. Y, con base en esa hipótesis, empezaron a hacer su trabajo. Mediante una resonancia encontraron que tenía el colon perforado y con un tumor adherido a él y una fibrosis pulmonar.
El cuerpo médico resolvió operarme inmediatamente, pero se presentó un problema: los testigos de Jehová no aceptamos transfusiones de sangre. Ellos trataban de convencerme de que accediera y yo le pedía a Dios que me dejara descansar. ¡Cuánto sería mi malestar que ya estaba deseando morirme! Entonces me hicieron otro tratamiento para subir la hemoglobina y me sustrajeron el tumor, sin necesidad de transfusiones.
Duré seis meses en el Medical Center, casi siempre sola, porque allá no permiten compañías de familiares ni de los amigos. Un día, conversando con la trabajadora social del hospital, supe que mi cuenta iba por 178 mil dólares. ¡Dios mío, qué horror! No sabía cómo saldría de ese lío, si no tenía ni un peso ni posibilidad de que mi familia desde Cartagena me socorriera.
Al día siguiente se me presentó la trabajadora social. Pensé que me diría que tenía que irme o quién sabe qué otra cosa nefasta. “Usted sí es de buenas” --me susurró al oído--. Acaban de pagarle su cuenta. Y algo más: le van a pagar todos los tratamientos que se haga mientras esté aquí”.
Ella no quiso decirme en el momento quién era ese ángel que estaba intercediendo por mí, pero después me enteré que era nadie menos que el cantante Frank Sinatra, un nativo de New Jersey, quien hacía donaciones a los hospitales de su ciudad, pero no le gustaba dar la cara.
Transcurridos tres meses, me estabilicé y me dieron de alta. En los tres meses siguientes, convencida de que tenía un lupus, me inscribí en la “Fundación del Lupus de Estados Unidos de Norteamérica”. Fue allí en donde aprendí la Naturopatía y la Fitoterapia. Allí se creaban remedios con jin seng, omega 3, vitamina C, selenio, zinc, Q-10 y clorofila. Esta última ya sabía cómo trabajarla, porque durante 20 años la utilicé en la Cosmetología.
Transcurridos seis meses, me vine para Cartagena. Lo primero que hice, para continuar con mis chequeos médicos, fue cambiar de gastroenterólogo. Me puse en manos del doctor Dorian Anaya Lorduy. Eso fue en el 95. Él dijo: “no descanso hasta que no sepa qué es lo que tienes”. Y así fue: en el 2003 descubrió que lo mío era el “Síndrome de Behçet”, una enfermedad de los países mediterráneos, que ataca a una persona entre cien mil. Yo soy la única en el departamento de Bolívar que la padece. Pero, en estos momentos, puedo decir que le he ganado el 50% de la guerra.
Gracias a la clorofila de las plantas que consigo aquí en La Boquilla, he superado las ulceras vaginales, las de los ojos, las del sistema digestivo y los dolores en los huesos. Todavía tengo el síndrome, pero me siento mejor que antes. Algo característico de esta enfermedad es que el paciente la está pasando bien y, a los diez minutos, se está muriendo. Eso también lo he superado.
Con la clorofila, ayudé a una niña de Turbaco a que superara un cáncer terminal. Ahí está feliz de la vida, asistiendo a su colegio, como si nada. Otros enfermos de aquí de La Boquilla y de otras ciudades, han encontrado mejor calidad de vida tomando estos productos. Sigo vinculada con la Fundación de Lupus de Estados Unidos y recibo la ayuda del presidente Uribe para que mi trabajo no acabe, mientras esté con vida.