Corrían los finales del siglo XVIII en Estados Unidos. Una actividad social contra el consumo de bebidas alcohólicas se empezaba a fraguar entre los conservadores más fuertes del país en las ciudades de Connecticut, Virginia y New York. Se hacía llamar, el Movimiento por la Templanza. Diferentes ligas o asociaciones se fueron expandiendo como hierba hacia Boston, Chicago y Miami. Su inspiración radicaba fuertemente en las ideas de que el alcohol produce daño físico y psicológico, algo no tan alejado de la realidad.
Otras acciones fueron también atribuidas a este descontrolado consumo de alcohol. La violencia doméstica, delincuencia, actos de vandalismo o cualquier otra acción indecorosa que rayara en las creencias y principios de los integrantes del movimiento. Para sintetizar: todo aquel que consumiera alcohol por esas épocas, era una persona presa de un vicio, que no haría otra cosa que realizar acciones violentas y delincuenciales. Toda humanidad que ingiriera alcohol, una cerveza, un trago de ron, vino o líquido que sea rotulado como bebida alcohólica, era una potencial escoria.
Por esos tiempos, Europa era un hervidero político y violento. Sin trabajos, sin economías sólidas, sin casi nada. Guerras mundiales, grandes depresiones, y demás acontecimientos obligaron a familias enteras emigrar de sus lugares para ir en busca de alguna oportunidad que los sacara del atolladero económico y moral en que vivían. Ingleses, irlandeses, alemanes, italianos en su gran mayoría, eran el premio que Estados Unidos estaba albergando por ese éxodo que se había derramado en tierras del viejo mundo.
Naturalmente, toda esa inmigración trajo sus costumbres, vicios, culturas, conocimientos y toda una cantidad de mañas y habilidades. Destreza y degeneración que fue poco a poco carcomiendo la pureza y camandulerías de los conservadores gringos. Si algo hemos sabido de Europa y sus habitantes, es que no andan con aguas tibias para lo que ingerir alcohol en cantidades alarmantes se refiere. Fueron a invadir tierras ajenas, y no contentos con eso, reventaban alcohol hasta perder el conocimiento, o hasta que algún ángel, dependiendo la creencia, los recogiera para disfrutar de un infierno, o un cielo de vida eterna. No lo iban a permitir. No iban a ser perpetuadores de sus inmoralidades y desviaciones personales que agregaba un tinte agrio al país del Tío Sam.
No les pasaba por sus cráneos que, por culpa de una bebedera incontrolable, el país que se hace llamar como un continente, fuera el escenario de una perdición extensa de seres extranjeros. La versión europea, en tierras gringas de Sodoma y Gomorra, donde campeaba la prostitución, juegos de azar, delincuencia, crimen organizado y demás, con una participación -no generalizada, obviamente- de más de 30 millones de europeos entre 1.815 y 1.920. Un golpe de gente inconcebible. A mediados de 1.826, oficialmente, se organizó el Movimiento por la Templanza. Atraídos por darle un orden al país, en los próximos diez años, tuvo una acogida de más de 1 millón de miembros; una suma apetecible para los nuevos defensores de la rectitud y buenas costumbres. El enlace más grueso que pregonaban los integrantes del grupo, era la relación vehemente entre alcohol y violencia doméstica.
Los hombres, atiborrados del etílico de su elección, después de perder todos los estribos, y ser presos de una embriaguez absoluta, zumbaban trancazos a sus mujeres. Las mujeres al frente del movimiento, siendo ellas protagonistas, afectadas y dispuestas a no ser más peras de boxeo para sus consortes, promovían de manera desmesurada una vida abstemia, y naturalmente, estilos de convivencia ejemplares donde no se oliera líquidos en altos grados de alcohol. Según el raciocinio femenino del momento, la culpa no era de los nudillos, sino del acto social de tomar. No era culpa del hombre, no había que entablar palabra alguna o conversación sanadora con él, sino abolir de manera absoluta por los siglos de los siglos, esa peste llevada en botellas y barriles. Muy discutible la conclusión de las valientes herederas de Eva.
Por naturales razones, el Movimiento por la Templanza, gozaba entonces de congregaciones que velaban por los derechos de la mujer, lo que fue de gran ayuda para su incremento de fuerzas y aliados. Los garrotazos que padecía el gremio femenino iban a ser combatidos por donde más les dolía a sus agresores: el trago. Una locura, entre risas, gritaban los consumidores. Carrie Amelia Nation, una de las mujeres más representativas del movimiento, la cual iba de cantina en cantina rompiendo toda clase de botellas que encontraba a su paso, la que enfrentaba sin miedos ni congojas a una jauría de machos sentados en butacas de madera, es sin duda una de las figuras más visibles de toda esta manifestación tradicionalista. Con Biblia y hacha en mano, como si tuviera entre ellas el bastón que todo lo corrige, iba de sitio en sitio, de vicio en vicio, a organizar por medio de palabra divina y fuerza, repartiendo golpes y gritos a todas esas ovejas descarriadas que han perdido el rebaño, y se han extraviado en las mieles mundanas de la existencia.
Hay que tener un par de ovarios bien puestos, para ir a arrebatarle la bebida a un par de señores que se hacen matar por una botella llena de alcohol. El movimiento tenía el nombre bien ganado, y no era para menos, hubiese sido cómico tan rimbombante nombre, para que fueran de bar en bar con panderetas, flauticas y palmas, y tratar de convencer que no consumieran bebidas alcohólicas. Sin embargo, no pudo ver los verdaderos frutos de su ardua labor. Su fallecimiento en 1.911 no le permitió ver la entrada en vigor de la Ley seca, la que sería sin duda el broche de oro a todo su ahínco derechista. Todo ese esfuerzo valió la pena, y si no fuera por ella y otras integrantes del movimiento, que batallaron de manera agotadora, hubiese sido algo muy parecido a una burla nacional.
Carrie Nation no era el único faro visible de toda esta fanática exhibición. Frances Willard, otra mujer, también es alumbrada como una de las más revolucionarias en esto de las prohibiciones alcohólicas, y también como gestora de grandes acciones para su gremio. Willard, educadora, escritora y activista, no solo trabajó para que dejaran esa maldición líquida, sino que también expuso la piel para que -mucha atención- se aprobara la Decimonovena Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, en pocas palabras, para que las mujeres pudieran votar. Menudo logro.
En la historia está, dos mujeres, y una cantidad de féminas más, fueron las creadoras de un movimiento que radicalmente trataba de extinguir el alcohol en una tierra de borrachos desenfrenados. Visto de esa manera, se podría pensar en una guerra totalmente dispareja. Una contienda entre un Goliat agrandado, y un David disminuido ¿mujeres con Biblias, palos y manifestaciones tratando de impedir que los hombres se atragantaran de alcohol? Absurdo. Pero lo que ellos -esa manada de machos cabríos- no tenían en los planes, era que esas mismas mujeres que a garganta y fuerza lograron hacer sólido un movimiento, les iban a truncar de un solo portazo todas esas vagabunderías que estaban siendo auspiciadas por un inofensivo vaso de cerveza.
¿Qué tiene que ver toda la anterior retahíla con la dosis mínima en Colombia? Sencillo, grupos particulares de diferentes creencias, de distintas posiciones políticas desean con todas las fuerzas del universo enfocarse en el vicio, en la prohibición, veta, exclusión, represión y no agotan un mínimo esfuerzo en atacar el problema desde la raíz. Intentar por todos los medios que algo sea prohibido porque a mí simplemente no me gusta, es la alfombra roja para que exactamente se haga lo contrario. Carrie Nation, Frances Willard y demás miembros del movimiento, con los pies ya no existentes en la tierra, se dieron cuenta después que fue peor la terapia que la dolencia.