Verna


Verna comprobó que Olaf tenía olor a humo en el pelo. No al humo de la pólvora de su pistola Luger, sino a humo de leña quemada, como si aquel hubiese estado trabajando en una casa de campo invernal. Se dio cuenta apenas él la había abrazado. Es un hombre afectuoso. Quizá eso es lo que más le desagrada a Verna. No puede creer que Olaf Steinbock, un tipo tan ingrávido, tenga por corazón una melcocha.

Todo en él tiene un hálito a hijo de puta.

Se libera de su abrazo y camina hacia el minibar. Sirve dos dedos de coñac en dos vasos. Después se gira para observar mejor a Olaf, quien se toma su tiempo para ofrecerle un cigarrillo. La cama está deshecha. Se arregla él su corbata sin mirarse al espejo, advirtiendo, quizás, a través de la ventana a un cochero y su caballo que están en mitad de la calle, prendidos de frío. Verna Atwood le pone su trago en la mesilla sobre la que hay cuatro pañuelos desparramados.

—Voy a salir al cementerio—dice ella dando un sorbo de pájaro a su vaso.

—Tendrás que abrigarte un poco mejor.

—Tú deberías venir conmigo—mira ella el azul pálido de los ojos de Olaf.

—Nena, sólo voy a los cementerios cuando tengo algún negocio pendiente.

—Eres un perfecto imbécil, Olaf—bebe Verna rápido lo que le queda de licor—. A ti te mueven sólo intereses.

—Puede ser—confirma él, sosteniendo apaciblemente la mirada de Verna—; pero a ti el que te abraza soy yo. Nunca viene de tu parte, o casi nunca, Verna, preciosa mía.

Se pone de pie la mujer. Recoge sus bragas del piso y va directo a servirse un trago idéntico al anterior. Saca de un pequeño cajón de la cómoda contigua a la cama un paquete de Gauloises. Enciende el primero con un mechero que cuelga de una puntilla. Aquel es el cuarto de Olaf. Una habitación barata, dentro del quinto piso de un edificio ruinoso, que contrasta con el modo de vestir de ese hombre que se embolsilla tres mil libras esterlinas, cómo mínimo, cada mes.

Olaf sale descalzo de su habitación hasta el zaguán. Vuelve enseguida con la correspondencia. Trae en sus manos un único sobre de bordes finos; el sello lacrado tiene el relieve de una figura que Verna Atwood jamás ha visto. La carta tiene unas diez líneas borroneadas pero escritas con buena letra. Una caligrafía un tanto femenina, adivina Verna mientras fuma, inquisidora, tratando de abarcar con sus ojos lo más que puede del reverso de la carta. Pero sólo ve la tenue transparencia de las letras mayúsculas, ligeramente repujadas, que produce el contraluz de la lámpara. Olaf, que se sabe auscultado por Verna, memoriza el contenido de la misiva antes de quemar su borde inferior derecho con el cigarrillo que empieza a extinguirse entre sus dedos. La carta en llamas la tira al excusado.

—Bueno, si así es como quieres las cosas me marcho de una puta vez—toma la mujer su abrigo del perchero y sale despacio, como una corista que espera ser interrumpida en mitad de su acto musical.

Olaf no se mueve de su asiento. Tampoco se despide. El portazo suena estrepitoso. Luego se levanta lentamente de su silla, toma el trago de coñac que Verna le ha servido y lo bota sobre el fregadero que nadie nunca ha utilizado.

Verna sabe que la casa de Olaf Steinbock queda muy cerca del cementerio. Por eso ha querido dormir la noche anterior con él. No le interesa mucho el placer. Hace muchos años que no siente el menor deseo por ningún hombre. Hacer el amor para ella no es más que un asunto profesional. Algo que las mujeres deben hacer, como es natural para los hombres apretar el gatillo. Recorre tres cuadras por una acera estrecha antes de tomar el tranvía. En su camino es abordada por un par de borrachos pestilentes que le sugieren las peores perversiones. Verna es ante todo una mujer cardinal. Sabe cómo lidiar esas situaciones. Una mirada fulmina al más temerario, y si no, siempre puede echar mano de otras herramientas igual de explosivas. El tranvía de las 5:26 con dirección a Hildesheim no está tan lleno como de costumbre. Se sienta deliberadamente en los puestos de adelante, tal y como lo había decidido la noche anterior. No quiere que nadie le mire por mucho tiempo su rostro. Ve a un par de ancianos tomando café de un termo plateado. La pareja de viejos la ha reparado de arriba a abajo con una mueca de desprecio subida en sus labios. Verna Atwoodse endereza sobre el asiento, eludiendo una jaqueca que empieza a cernirse en su parietal izquierdo.

Tres cuadras atrás de la estación del tranvía, el cochero Gino, su sombrero de copa y su caballo están cubiertos por una fina capa de hielo. Cualquiera diría que son espectros inmóviles y reflexivos. El cochero nota que alguien sale del edificio. Es Olaf. Gino suspira imperceptiblemente. Olaf saluda al portero que es un tipo viejo, medio calvo y regordete. Le ofrece Steinbock un cigarrillo. Algo hablan con señas.

—¡Ehh, cochero! ¿estás dormido o muerto?—grita el portero del edificio de Olaf, figurándose muy ingenioso.

Emerge Gino nuevamente de sus pensamientos, estira su cuello como un avestruz y hala con fuerza las riendas de su caballo. Luego le da un latigazo que obliga al animal a sacarse el hielo del lomo. El caballo relincha con pocas ganas. Se acerca el coche lentamente a la acera adyacente. No está nevando pero la brisa combate cualquier abrigo.

—¿A dónde desea ir el señor?—pregunta el cochero con aire incierto.

Olaf se sube al coche sin mencionar un lugar. Gino, desde el pescante de su trineo, vuelve a hacer la misma pregunta, pero esta vez un poco más amable. Tiene experiencia y desconfía en particular de los hombres silenciosos. Posee Olaf un recurso de fiera en sus movimientos.

—¿A dónde desea ir el señor?

—Voy al funeral de mi hija—dice Olaf Steinbock, ocultando su rabia; pone tersa la voz—¿Ha sido Verna quien ha traído la carta?

Después de nueve segundos de silencio el coche arranca su marcha.

—Sí, señor. Lamento lo de su hija.

—Ahórrese la buena educación.


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