Miércoles, 2 de junio de 1948
Columna Punto y Aparte
Gabriel García Márquez
El Universal
Anteayer puso París en vigencia un nuevo calendario. No importa que este tiempo juliano siga teniendo la visión antropocéntrica de un venerable abuelo barbado, astroso; y que continúe paseándose por la yelada comarca de la muerte bajo la luna metálica de su guadaña.
Para nosotros -resignados animales políticos- está muy bien que así sea. Pero los franceses -¡siempre tan franceses!- no podían soportar que la arena menuda y tremenda de la clepsidra se anticipara diariamente al destino de sus huesos.
Francia no ha simpatizado nunca con ese anciano simbólico y decrépito. Después de la memorable Revolución -con mayúscula romántica- lo castigaron con un destierro obligatorio para abrir sus fronteras a un nuevo tiempo adolescente, informal y complicado, que asomó por sobre los escombros de la cabeza sacudida por el viento de la renovación. Los habitantes de Francia lo acogieron, lo mimaron, trataron de acostumbrarse a él. Pero un día, y sin que supieran cuándo, los dejó plantados en el centro de la tempestad romántica.
Ahora –precisamente cuando el fantasma de la guerra volvió a dar sus aletazos sobre los párpados sorprendidos– los franceses han inventado, y también con mayúsculas, el Calendario de la Rosa.
Hasta el doce de junio vivirá París bajo un tiempo femenino. Las vitrinas de la ciudad correrán por los ojos de las muchachas, cargados de pétalos como el agua de los jardines. El domingo no caerá ya desde la roja cifra de un calendario, sino que vendrá, serenamente, a ponerse de pie sobre la mañana de la rosa.
Otra vez -al menos por quince días- los franceses han tenido la satisfacción de exiliar a ese viejo centenario pasado de moda. Desde su olvidada isla inmemorial, él verá pasar las horas renovadas, ordenadas por una doncella ágil y deportiva, que irá empujando el día hacia el ignorado sitio donde se olvidan los perfumes. Y acaso él -pobre viejo y romántico- sienta también deseos de vivir en un mundo transformado, poético, cuando los relojes marquen el mediodía de la rosa y todo París se haya metido en una página de “Platero y Yo”.