Teclas de máquina de escribir

La dignidad y el trabajo — ¿qué sentido tiene escribir?


Como me dijo recientemente alguien cuya opinión merece mi respeto, soy un escritor al que le gusta escribir, a diferencia de los más, para quienes es una tortura necesaria o un medio para un fin superior. Creo que son los que se toman la escritura como una especie de ascesis o de catarsis, cuando no una libación a su propio dios, que es su yo profundo.

Sin embargo, a veces sí me da pereza escribir para quienes no quieren ser interpelados, o peor, quienes no saben leer a pesar de haber ido a la escuela. Pero primero la paja en mi ojo: yo también me he rendido, por ejemplo, leyendo el Ulises de James Joyce, ese libro tan extremadamente malo y tan injustamente célebre. Debo decir que cuando leo un ensayo que a primera vista me interesa rara vez claudico, porque las conclusiones de unas premisas sorprendentes siempre pueden sorprender y es conocido que a veces unas premisas sorprenden por obvias y otras por inverosímiles. También se sabe que de unas premisas verdaderas, por las leyes de la lógica, tiene que seguirse una conclusión verdadera, pero que de premisas falsas se puede seguir cualquier cosa.

También me ha pasado que me encuentro disfrutando un libro malo, es decir, un libro que evidentemente aporta poco a la literatura y al pensamiento, pero con cuyo autor establezco una especie de vínculo, una especie de diálogo espiritual. Este es el caso de El manantial, de Ayn Rand. Mala filósofa y mala escritora, pero tremendamente honesta. Y yo, que me he encontrado solo y triste en mi honestidad, la entiendo y la quiero, a pesar de que no estoy de acuerdo con lo que dice, ni me gusta cómo lo dice, ni me parece que diga nada muy interesante. De hecho, creo que Rand, la objetivista, la adoradora de la máquina y de la mano del hombre, capaz de reemplazar un monte con un rascacielos, es mi enemiga intelectual. Eso es posible porque en un pensamiento coincidimos: la cultura es construcción, como lo dije hace unos días, y hay que construir. Pero mientras la vieja Ayn se deleitaba en la construcción de rascacielos y monumentos para el hombre, para mí lo que se debe construir es el hogar de un ser humano futuro, más digno de estar vivo.

A decir verdad, prácticamente solo leo a mis adversarios, por dos buenas razones: la primera, que el mundo está lleno de ellos. La segunda, que leer a los afines solo sirve, en esta era de la información, para autosatisfacer el ego o para salvaguardar las propias opiniones. Hay que exponer las propias opiniones, dejarlas a la intemperie para ver hasta dónde sobreviven. Si todas mueren, mejor. Si alguna sobrevive hay que volver a ponerla a prueba.

Pero, precisamente, como las malas ideas, la mayoría de escritores solo quiere sobrevivir —a la muerte, al olvido, a sí mismos. Yo, en cambio, quiero hacerme digno de estar vivo, como ese humano futuro imaginado. No me creo digno solo por estar vivo, sino que pienso que por mi trabajo llegaré a hacerme digno. De la filosofía he aprendido, además del noble oficio de la escritura, que es una de las actividades en las que más satisfacción hallo, a pensar sobre los torrentes de información a los que estamos sometidos en esta sociedad tecnológica. He aprendido a pensar prescindiendo de las etiquetas que los medios —y sobre todo otros escritores y científicos— quieren adjudicarle a todo lo que existe, abstracto o concreto: la derecha, la izquierda, el transexual, el aborto, la vida. Los malos escritores y malos comunicadores se han encargado de tergiversar y desvalorizar todas esas palabras y sus derivados, hasta el punto en que ya, objetivamente, no significan nada y no valen nada. Construir un nuevo lenguaje del que pueda emerger un mundo nuevo: ese es mi sueño imposible, porque los lectores mediocres, los pseudointelectuales y los malos comunicadores jamás lo permitirían.

Es triste, pero en este mundo de significados perdidos, a los escritores prácticamente solo nos quedan la gramática y la ortografía. Y no hace falta concebirlas como conjunto rígido de normas, sino como matriz y como tela de araña sobre la que el artista construye su obra. Solo conociendo los intrincados recovecos de los sistemas gramaticales y ortográficos podemos superarlos legítimamente, para evitar el riesgo de tener la ignorancia o la desidia por innovaciones. Por eso, que las Academias de la lengua aprueben esperpentos ortográficos y palabrejas incultas, me tiene sin cuidado. Las usaré si quiero y si no, no, porque los que trabajamos la palabra sí podemos tomar esas decisiones, aunque sea siempre solo para nosotros mismos.


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