Los hombres del traje gris


Yo no sé si usted me crea, pero lo cierto es que he soñado novelas enteras
que nadie nunca verá, o que todos hemos visto alguna vez. He soñado estructuras
narrativas, parlamentos, retrueques de suspenso, horrores que no parecen en lo
absoluto una ficción.

Sé que los sueños son cine, que las novelas son el cine de la mente. Incluso
entiendo que mientras soñamos algo nos sueña; y mientras ese cantamañanas nos
advierte en sus propios sueños, vamos comprendiendo que no somos, o que somos
una suma tangencial de otro que devanea. Salvo que lo mío no son sueños, más
bien son pesadillas atroces, atravesadas de persecuciones, insultos y episodios
trágicos que espero nunca sucedan.

A veces cuando estoy haciendo alguna labor automática debo decirme a mí
mismo «esto es la realidad». Esa frase, que jamás me he atrevido a decir en
presencia de otra persona, no me tranquiliza, sino que me decepciona. Esa frase no
me pone a salvo porque a veces dudo si ha sido dicha por otro que yo estoy
soñando. Dudo porque en los sueños también dudo. Incluso he llegado a tratar de
manipular los eventos de aquellas ensoñaciones, justo como se hace en la vida. Por
momentos, dentro del sueño, abrigo la certeza de que estoy acostado en mi cama
junto a mi mujer.

Si la literatura, como decía Borges, es un sueño dirigido, lo mío no es más
que incertidumbre sin dirección. Anoche, por ejemplo, soñé a cuatro hombres
vestidos de gris de arriba a abajo. Trataban de entrar a esta casa vieja que fue hace
ciento cincuenta años el colegio del pueblo, esta casa antigua en la que una familia
prusiana, huida de la guerra, encontró refugio. Aquí nacieron, crecieron y murieron
los ascendientes de mi hijo y mi esposa. Una casa que indirectamente hemos
heredado, y en la que habito hace tres años.

Los rostros de estos seres grises también eran del mismo tono de la manera
húmeda y ajada cuando reposa bajo el agua. Su cabello era negro, lacio, no tan
corto. Hablaban sin gestos. ¿Qué decían? ¿Decían algo? No lo recuerdo. Sólo
estaban expectantes. Sus rostros eran angulosos, lúgubres. El líder, a quien reconocí
por su altura, me observaba con fiereza. Querían entrar a mi casa a cómo diera
lugar, aunque algo me decía que ya estaban adentro, que lo estuvieron y lo están.
De manera que los insulté desde el segundo piso. Elucubré groserías en un idioma
que no es el mío. Les hice señales oprobiosas con las manos. Me reí, sin gana, de sus
semblantes. Traté, en definitiva, de disuadirlos con bravuconadas. Les lancé
botellas vacías, ladrillos, mugre del ático, y casi cualquier cosa que tenía a la mano.
Los hombres del traje gris se acercaban, inmunes, caminando impasibles, mirando
hacia donde yo estaba, y hacía frío, y entonces reconocí que yo tenía entumecidas
ambas manos. En este invierno mis manos se enfrían casi por completo,
especialmente en las madrugadas, y yo, como soy de tierra caliente, no acostumbro
a meterlas debajo del edredón. Gracias a esa señal supe que estaba soñando.

Si estoy soñando, me dije, puedo hacer lo que quiera. Puedo despertarme.
Intenté despertarme: cerré los ojos en mi sueño, me concentré reuniendo arrestos de
valor real ante la avanzada de aquellos hombres muertos y grises. Supe de alguna
manera que estaban muertos.

Me estrujé en la cama, algo balbucee, y cuando por fin di un respiro
ahogado, me giré hacia mi mujer. Ella me miró con singular incredulidad. Le dije
en esta casa hay... (no me salían las palabras). Repetí la frase. En esta casa hay... Me
costaba formar una simple palabra. Quería decir fantasmas. Sí, hay fantasmas. ¿Qué
me impedía armar esa sencilla sentencia? Aún hoy desconozco qué fuerza o qué
desaliento me obstaculizaba. Era el ahogo, era la indefensión (me cuesta respirar).
¿Pero qué la producía? Maldita sea, no había despertado. Luché contra mi propio
adormecimiento y la fantasía que me estaba representando. Debía moverme más
sobre el colchón para que mi mujer lo notara y me despertara por fin. ¿Cómo puede
ella dormir, si estoy gritando al lado suyo? Me preguntaba estas tonterías entre el
pánico. Tuve miedo. Era como sentirse en muerte

¿Cuánto tiempo duran los sueños? A veces lo mismo que dura la vida que
estamos viviendo.

Mientras esto escribo me doy cuenta de que tengo puesta una camisa gris.
También yo tengo el pelo lacio. Por tanto esos seres ya habitan conmigo este lugar.
Han entrado a la casa, o quizá esta es su casa, y yo soy su huésped. ¿Hasta qué
punto habrán entrado también en mí? ¿Seré yo un sueño que está soñando uno de
esos espantapájaros grisáceos? ¿He despertado realmente después de lo que he
contado?

Todo parece normal, pero en los sueños las cosas ocurren casi de la misma
manera. Las situaciones más absurdas son aceptadas por nuestro inconsciente.
Damos por cierto y seguro algo que no lo es.

He hecho café. En mis sueños anteriores nunca he hecho café, no que
recuerde. Puede que el café de la mañana sea un buen signo.

Esta noche, cuando me duerma, les preguntaré, si es que aparece alguno de
esos espectros 'metemiedo', si yo he muerto ya, y si soy uno de ellos. Si esta vida
que vivo no es sino un sueño de alguien que fue. Si el tiempo en lugar de ser
consecutivo es inconexo, y por tanto he muerto también ya varias veces, y si lo que
sueño no es otra cosa que recuerdos de lo que ha sido mi vida anterior, de lo que
fueron mis vidas. Creo que voy a cambiarme de camisa. De repente se ha puesto
fría.


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