Veinte mil doscientos kilómetros. Se dice con cuatro palabras, pero es una distancia enorme y es la altura a la que orbitan los veinticuatro satélites que hacen posible que usted pueda orientarse en cualquier lugar del mundo con un GPS.
Es sencillo: basta con activar la opción de geolocalización de su teléfono celular y abrir Google Maps o Waze. Y eso es todo. La simplicidad del mecanismo y, sobre todo, la velocidad del resultado no dan cuenta de la tremenda complejidad del proceso. Cada satélite en el cielo tiene el tamaño de un automóvil pequeño y pesa casi dos toneladas; emplea materiales capaces de resistir las agrestes condiciones del espacio exterior; para determinar la posición de un dispositivo con una exactitud de centímetros hace uso de relojes atómicos y de conceptos físicos y matemáticos como la trilateración y las ecuaciones de La Relatividad. Y todo eso, que en principio solo era para uso militar, está hoy al alcance de un click. Ciertamente, ha sido largo el trecho recorrido desde las cavernas hasta el Silicon Valley.
El asunto es que ese celular que le permite a usted acceder tan fácil al sistema de posicionamiento global, y que cabe en su bolsillo, está equipado con mejor tecnología que la que tenía un hospital en 1980. Y aún con todas las limitaciones de aquella época, fue justamente en 1980 que se erradicó el virus de la viruela que había azotado a la humanidad desde el 10.000 ac. y que mató al 30 % de las personas que la padecieron. Aquellos que por fortuna pudieron salvarse quedaron con secuelas de por vida y además desfigurados por las agresivas cicatrices que la enfermedad taladraba en la piel.
Fue un gran triunfo, sin duda, una estocada de ingenio y ciencia contra la calamidad. Y todo ello se debe a la potabilización del agua y a un aplicado y sistemático esquema de vacunación mundial desarrollado y ejecutado por años. Así vencimos a la viruela y a otras enfermedades mortales.
Sin embargo, en una contradicción que desafía cualquier juicio elemental, hoy hay multitudes que están convencidas de que las vacunas son una conspiración de entidades oscuras para enfermar a la gente. Y hay otras tantas que piensan que vivimos en una tierra plana. Un retroceso a la Edad Media. Cualquiera puede ver las absurdas disertaciones que sus defensores hacen en internet. Es decir, confían en la ciencia para utilizar la tecnología que hace posible que sus comunicados lleguen al mundo entero; pero a la vez desconocen los grandes avances en medicina o astronomía logrados por la humanidad a través de siglos de estudio y observación científica.
Esto no debería ser más que un mal chiste, una nota más dentro de la sección de noticias curiosas de los pasquines amarillistas. Pero no: estas personas están organizadas en estructuras jerárquicas, tienen convenciones anuales, estaciones de radio, boletines de prensa, y cada día convocan a más incautos para que se sumen a sus movimientos. El caso de los terraplanistas parece que no ha tenido muchas repercusiones tangibles; por el momento son apenas unos entusiastas de las conspiraciones. El caso de los antivacunas es totalmente distinto: la tasa de vacunación mundial ha disminuido notoriamente y hay lugares en los que han aparecido enfermedades que no se veían desde hace 30 años.
La misma pluma que sirve para escribir versos, también puede usarse para sacarle los ojos al vecino. Antes de compartir por Twitter o Facebook una noticia alarmista de la cual usted no tiene idea ni una fuente confiable, deténgase a meditar un poco. Piense que un teléfono celular no es sólo un teléfono celular. Es el resultado de siglos de desarrollo científico, y es también un elemento de comunicación con un alcance global que puede confundir y poner en peligro de muerte a aquellos que han tenido poco acceso a la educación. Deténgase un momento, mire a su alrededor y vea cuánto hemos progresado. Si aún no lo ve, entonces mire un momento al cielo, cierre los ojos, respire profundo. Luego saque del bolsillo su teléfono celular y active el GPS para que se oriente mejor.
@xnulex