Bandera venezolana

La cuestión venezolana


En Colombia, muchos compatriotas reprueban que opinemos sobre la cuestión venezolana con el pretexto de que ya en nuestro país tenemos suficientes problemas y que deberíamos, muy cristianamente, sacar la viga de nuestro ojo antes de siquiera atrevernos a mirar la paja del ojo ajeno. Algunos van incluso más lejos y afirman que criticar al gobierno de Nicolás Maduro conlleva alinearse con el imperialismo y el capitalismo global, a la vez que constituye una violación a la soberanía venezolana o, como poco, una falta de respeto hacia el pueblo venezolano.

Contra la primera afirmación tenemos que responder con todo nuestro espíritu ilustrado, o con lo que nos quede de él: los problemas de Venezuela son nuestros problemas, no porque sea un país vecino, sino porque todo ser humano es nuestro compatriota. Por eso, no solo tenemos derecho a opinar públicamente, sino que debemos hacerlo. Pero el segundo argumento, el «argumento de la soberanía», es el que tiene que ser diseccionado para poder abrir el verdadero debate y dar lugar a una crítica del proyecto y las obras de la revolución bolivariana. La auténtica crítica es reflexión destructiva y liberadora; sigue esa ética del pensar que Clément Rosset resumió bajo el sugestivo rótulo de «principio de crueldad», que nos exige aceptar la realidad tal como es. Precisamente, el argumento de la soberanía es un perfecto ejemplo de la tendencia de las ideologías a negar la realidad.

Según dicho argumento, en virtud del principio de libre determinación de los pueblos, ningún Estado o entidad extranjera tiene derecho a intervenir o a influenciar en el desarrollo de la política interna de un Estado independiente. No hay necesidad de refutar este principio en su totalidad —aunque quizás refutarlo parcialmente significaría destruirlo por completo— para mostrar que en este caso su aplicación es una falacia que cumple el propósito inane de neutralizar la crítica.

Hoy, ni el oficialismo ni la oposición venezolana pueden negar, aunque cada uno lo ha hecho en su momento y a su manera, que el país vive una profunda crisis económica y política con muy pocos precedentes en el país. De acuerdo con el gobierno revolucionario, la crisis se debe al bloqueo económico de los Estados Unidos de América con el apoyo de sus aliados europeos y latinoamericanos, dentro de los que se cuenta, por supuesto, el Estado colombiano.

Dicho bloqueo económico, que el oficialismo compara al sufrido por la Cuba revolucionaria, operaría al menos en tres frentes distintos: primero, a través de decretos presidenciales que prohíben a las instituciones del país norteamericano la compra de deuda venezolana y por tanto, el pago de cuentas —en concepto de importaciones de petróleo la mayoría de ellas—, con lo cual se bloquea la venta del crudo venezolano a EE.UU. y a sus aliados. Este bloqueo habría empezado en 2015 mediante la declaración, en marzo de ese año, de una amenaza a la seguridad nacional por parte del presidente Barack Obama y se extendería, ampliando sus efectos, a otra serie de medidas adoptadas por Donald Trump. El segundo frente opera contra la compra de deuda venezolana por parte de intermediarios, prohibiéndola mediante decretos similares a los previamente mencionados, pero que no afectan sólo a ciudadanos, empresas e instituciones estadounidenses, sino también a cualquier intermediario que intente negociar con Venezuela y con EE.UU., incluyendo bancos y otros grupos multinacionales. Con ello se lograría atar de pies y manos al Estado venezolano para renegociar su deuda en dólares y para importar cualquier tipo de productos, incluyendo los de primera necesidad. En tercer lugar, el bloqueo funcionaría mediante la manipulación de la calificación de Venezuela por parte de las agencias de calificación de riesgo, tipo JP Morgan. Una mala calificación ahuyenta la inversión extranjera e impide el acceso a créditos de instituciones globales, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional.

Sin embargo, la existencia de un bloqueo premeditado, que no es consecuencia directa de la verdadera situación financiera del país, es algo de lo que no dan muchas pruebas quienes hablan de ello. Una búsqueda concienzuda por la Web arroja no más que unos pocos blogs cuyos autores creen a pies juntillas y repiten como papagayos las explicaciones del gobierno, según las cuales todo es culpa de la mala sangre del Imperio contra el pueblo venezolano. Dirán, por supuesto, que la Web misma es herramienta del Imperio en la guerra mediática. Esa respuesta sería la confirmación de la mediocridad de quien le echa a la vaca la culpa de la mala calidad del cuero, como recoge aquella famosa fábula.

En cambio, la existencia del éxodo venezolano es imposible de controvertir. Conozco personalmente a cooperantes, trabajadores del Estado y periodistas que pueden atestiguar —y lo hacen— sobre los miles de venezolanos que cada día cruzan a pie la frontera en la Guajira. He escuchado testimonios aterradores y numerosos sobre el hambre, la miseria y la persecución que sufren ya no los disidentes, sino los pobres y los humildes, que no pueden hacer frente a la dinámica destructiva en la que ha entrado una economía que no produce desde hace mucho tiempo ni los alimentos básicos para la supervivencia de la población. Además, viviendo en Madrid, puedo decirles que trabajo en una empresa en la que una buena parte de empleados son venezolanos, y en el que todos los días hablo con varios venezolanos que lloran a los que han tenido que dejar atrás. A Europa sólo llegan los que tienen más suerte, pero los que sufren la miseria cruzan la frontera llevando todo cuanto tienen en una mochila, a veces descalzos y a veces malnutridos y enfermos.

No es el Imperio el que castiga al pueblo venezolano, sino su gobierno déspota, arrogante e incompetente. Un gobierno que niega la realidad de la economía global, ineludible aunque nos pese, y la realidad de su propia incapacidad para brindar a su pueblo una alternativa. El problema no es de tendencia política, sino de percepción de la realidad. No hace falta ser un experto en política para ver que la retórica del gobierno de Maduro es la típica de los adoctrinadores y tiranos que suelen gobernar en los países latinoamericanos. Una retórica que antepone siempre los «ideales», es decir, las palabras, a la realidad y que nunca piensa en términos prácticos ni se expresa en términos técnicos, que es lo que debería hacer un gobierno, sino que habla siempre en términos ideológicos cuando la guerra que se le plantea no es ideológica sino económica y cuando los problemas que supuestamente debe solucionar no son filosóficos sino eminentemente prácticos.

Estos trucos retóricos esconden tras de sí una contradicción profunda, que existe a razón de la verdadera naturaleza, malvada, manipuladora y criminal de quienes hacen uso de ellos. Me refiero a la contradicción que implica impugnar el capitalismo global y el imperialismo de los países «ricos», y depender, al mismo tiempo, de los créditos y ayudas de las instituciones mundiales y bancos multinacionales. Es la contradicción que implica depender del petróleo que compran los países ricos como parte de un sistema económico global que todavía depende de los combustibles fósiles, y de la explotación humana para funcionar, mientras que en los ricos suelos nacionales ya no se cultivan los alimentos que durante generaciones han dado de comer a su población. La revolución bolivariana lleva ya dos décadas destruyendo la economía venezolana y no va a parar hasta matar de hambre a millones de personas, como ya han hecho otros tiranos de diverso signo a lo largo de la historia.

Un caso paradigmático del tipo de torturas a las que estos psicópatas someten a sus pueblos, como lo relata Anne Applebaum en su libro Hambruna, es el genocidio planificado que perpetuó Stalin en Ucrania, donde logró, premeditadamente, mediante una serie de políticas públicas de expropiación de tierras, matar de hambre —literalmente— a millones de personas. Todo ello con el noble pretexto de redistribuir y socializar la riqueza. Pero no hay que irse sólo a las políticas de la izquierda histórica: la estrategia de Hitler en los campos de concentración era similar; a la cámara de gas sólo se llegaba después de meses de hambre y tortura, cuando la dignidad estaba perdida y la muerte resultaba incluso deseable. Por eso nadie hoy en día tendría estómago para impugnar la alianza diabólica entre el comunismo soviético y el imperialismo americano que terminó en la liberación de la Europa ocupada, incluso reconociendo que tanto la Unión Soviética como los EE.UU. eran movidos más por intereses económicos que por su fe en la justicia y la libertad.

Ahora bien: adoptar una postura crítica hacia el gobierno bolivariano no significa que debamos claudicar ante el imperialismo o aceptar que el capitalismo global es la única forma de economía posible en nuestra época, pero sí exige reconocer la necesidad de la reconstrucción del Estado venezolano, su economía y su tejido social. Pero la primera exigencia de esta reconstrucción es la terminación del régimen. Si la culpa del desastre venezolano «es del Imperio», ¿qué están haciendo los enemigos del Imperio por Venezuela? No hacen nada por una sencillísima razón: por no contradecir el fanatismo con el que seducen a sus votantes en sus respectivos países.

La situación del país hermano es tan desesperada y tan alarmante que su solución bien merece una alianza con el mismo diablo. Quiero medir mis palabras, pero hay algo muy duro que tengo que decir, porque no hay manera sutil de decirlo sin caer en la deshonestidad intelectual: el final del régimen bolivariano no es posible sin una intervención externa. Esta intervención no tiene que ser militar, pero probablemente necesite del apoyo de una coalición internacional y de unas fuerzas armadas. El pueblo venezolano tiene la posibilidad, a través de su Asamblea Nacional, de negociar los términos de esta intervención y debe hacerlo. ¿O vamos a esperar a que dentro de unos años los muertos se amontonen de tal manera que tengamos que aceptar cualquier condición? — Ahí sí va ser todo llanto y crujir de dientes.


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