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“Lugar común” se llamó la muestra colectiva de proyectos de grado que cuatro estudiantes de la Escuela Superior de Bellas Artes organizaron la semana pasada en la Casa Cultural Colombo-Alemana, con elementos cotidianos que ellos pretendían que el público “volviera a ver”.
Uno de esos expositores fue un joven cartagenero de 22 años, llamado Edwin Arévalo Ruiz, quien rotuló su exposición como “Lo dulce de mi trabajo”, un conjunto de seis llantas de bus, fabricadas por él y recubiertas con empaques de confites y masmelos de colores, como los que venden centenares de niños, jóvenes y adultos menesterosos en los buses urbanos de Cartagena.
Según Arévalo Ruiz, el trabajo vino a materializarse ahora, pero hace dos años le llegaron las primeras inquietudes por hacerlo. Y fue precisamente viajando en dos buses urbanos cuando pudo percatarse de que la situación de los vendedores ambulantes podría ser un buen tema para una representación artística.
Fueron dos visiones. La primera: un joven que aparenta unos 19 años sube a una buseta. Lleva en las manos una bolsa de confites de menta. Desenrolla el discurso oferente que casi todos los de su condición se saben de memoria. La gente sigue inalterable. El vendedor recorre cada puesto. Intenta poner su mercancía en las manos o piernas de los potenciales compradores. Termina el recorrido. Lo reinicia, pero de manera invertida para recoger los dulces que ya nadie le comprará. Se dirige a la puerta trasera del automotor y grita arrojando al piso, y con rabia, la bolsa de confites: “¡no joda, ustedes qué, ¿no son de este mundo? Nosotros los de la tierra comemos mentas. Todos los humanos comen mentas, menos ustedes!”. Los pasajeros giran la cabeza de un solo tirón. Nadie habla. El vendedor recoge los confites y aprovecha una parada para lanzarse a la calle. La gente continúa en silencio.
Segunda escena: doce del mediodía. Mercado de Bazurto. Calor asesino. Otra buseta, con paso de galápago, desciende al infierno del “solobús”. Los vendedores de mandarinas, confites, cuchillas, tijeras, lápices, manzanas y pantaletas entran por la puerta delantera y salen por la trasera, con venta o sin ella. El último en tratar de subirse es un vendedor de casadillas, a quien el conductor le detiene el paso. El sparring apoya el impedimento. El vendedor insiste, porque divisó la mano de una muchacha que quiere comprarle. El hombre se baja. Intenta ingresar por la puerta trasera. Nuevamente se lo impiden. La compradora lo defiende y logran hacer el negocio. En cuanto el vendedor intenta bajarse, la buseta arranca a toda velocidad. El plato con las casadillas se le resbala de la mano y van a parar al pavimento. Automáticamente se forma una discusión de grueso calibre entre los operadores del vehículo y el que acaba de sufrir la pérdida.
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Arrancando desde la ocurrencia de estos dos episodios, hasta cuando Edwin Arévalo pegó la última papeleta de confite en las llantas de su propia fabricación, pasaron dos años y dos meses, aproximadamente. Pero lo más atractivo de todo, tal vez no son las seis llantas de 75 centímetros cúbicos que resultaron para instalar la exposición, sino la investigación apoyada por entrevistas y por una experiencia propia que el pintor debió sortear para sustentar la ruta de su trabajo.
El objeto artístico empezó a consolidarse con la consecución de dos llantas reales, a guisa de molde; alambre galvanizado de varias numeraciones, rollos de angeo de metal, soldadura, hebras de cobre, barras de silicona y nueve bolsas de caramelos llamados Grissly, Next, Mist, Masmelos, Super Star Coco, Super Coco y Frunas, cuyas cantidades variaron según el tamaño del empaque y su ajuste en la superficie de las seis llantas.
Obviamente, las llantas recubiertas con empaques de confites representan el fenómeno del comercio informal en el transporte urbano de Cartagena; y, a la vez, la relación entre vendedores, conductores y pasajeros, tripleta dentro de la cual —y según la percepción de Arévalo Ruiz— median la indiferencia, el rechazo, la exclusión, la pobreza, la víctima y el victimario.
La primera fase del trabajo de campo no fue una entrevista, sino una puesta en escena: Arévalo se compró una bolsa de confites de menta y, durante dos días, fungió como vendedor en las busetas y buses de la avenida El Bosque. Las ventas fueron pésimas; la atención de la gente, casi nula; la permisividad de los choferes, un poco difícil; y el trato con los “compañeros” de grupo, siempre distante.
Entonces vinieron las entrevistas, cuya preparación estuvo envenenada por la prevención de que las únicas víctimas de la saga eran los vendedores de confites, aunque sus declaraciones arrojaron ciertas sorpresas.
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Un grupo de vendedores (con el estigma de vivir en los bajos estratos) coincidió en que la mayoría de las veces pierde el tiempo esforzándose para simpatizar con los pasajeros: “nos ponemos una pinta bacana. Y nada. Nos rechazan”. La pinta “bacana”, es casi siempre una bermuda de mangas largas, una camiseta, una gorra y abarcas de varias puntadas.
Otro grupo de vendedores comparte la situación de estar vendiendo confites en los buses para sostener a su familia. Desde las 8:00 de la mañana ya se encuentran en los paraderos de buses y busetas, hasta las 12:00 del mediodía cuando regresan a sus casas para entregar lo que recolectaron, almorzar y retornar a sus labores a las 2:00 de la tarde. El regreso a la vivienda es desde las 6:00.
Otro grupo, pero más reducido que el anterior, comparte la misma rutina de trabajo en pos del sostenimiento hogareño, pero también para pagarse estudios secundarios, como el caso de un joven, quien aseguró que vende confites para sostener a su madre paralítica y validar el bachillerato en una institución nocturna que le permita continuar en alguna carrera técnica.
Entre los mismos informales existen subgrupos, como los llamados “birriosos”, aquellos que desde las 7:00 de la mañana ya están instalados en los paraderos y venden hasta más allá de las 8:00 de la noche. Entre ese grupo de “birriosos”, los mismos vendedores señalan a un grupo minoritario a quienes bautizaron como los “viciosos”.
“Esos —dicen los vendedores—, trabajan desde las 7:00 de la mañana, no regresan a sus casas a almorzar sino que se pasan de largo hasta las 8:00 o 9:00 de la noche. Ellos son los que más ganan: mientras nosotros reunimos entre 12 y 15 mil pesos diarios, ellos reciben entre 18 y 20 mil, pero todo lo que recogen es para trabarse.”
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Después de un paquete de entrevistas con pasajeros habituales de buses y busetas, Edwin Arévalo llegó a la conclusión de que un abultado número de los ciudadanos quisiera viajar en esos automotores, pero metido en una cabina en donde no llegue a molestarlo ni siquiera el silbido de la brisa.
“Los choferes no deberían permitir que esos vendedores se suban a los buses —dijeron los más recalcitrantes—. Eso es un fastidio. Yo no me opongo a que la gente se rebusque, pero lo que quisiera es que vendan sus productos fuera del bus, que tú, igual, les puede comprar a través de la ventanilla. A veces vas leyendo un periódico, una revista u oyendo las noticias en tu radiecito y el jodido vendedor te desconcentra con su habladuría y su caminata por el pasillo del bus”.
Otros, menos reacios a la presencia de los vendedores, opinan que no les molesta que se suban a los buses, “pero deberían dejar esa manía de estar poniéndote en las piernas los dulces, o lo que sea que vendan. Eso me parece un abuso, porque están como obligándote a que compres”.
Un grupo más pequeño le confesó a Arévalo que “siempre estoy esperando que se suban vendedores a los buses que abordo, porque con ellos está la posibilidad de la rebaja en cualquier clase de productos. A veces, a uno lo que le falta es dinero para comprar tantas cosas tan baratas”.
Pero, muy a pesar de tantas voces en pro y contra, lo que hizo que Arévalo le quitara a los vendedores el rótulo de víctimas y a los pasajeros y choferes la marca de victimarios, fueron las declaraciones de la mayoría de los usuarios: “la verdad es que muchos de esos vendedores dañan a su propio grupo, unos por estar siempre mal presentados y mal olientes. Otros, por raponeros: entran por la puerta delantera, recorren el pasillo y cuando llegan a la puerta trasera le arrancan algo al que vaya en el último puesto... y se tiran del bus. Otras veces, hasta sacan cuchillos y exigen que les entregues la cadena o el reloj”.
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Cualquier cosa que opinen los choferes a estas alturas, es innegable que los vendedores de dulces, lo mismo que los transportadores ilegales ya hacen parte del paisaje urbano, del imaginario que los mismos conductores ayudan a modificar a reforzar, tal vez sin darse cuenta o sin la menor intención.
“Yo nunca he estado de acuerdo con que los vendedores se le monten a uno en el bus —dijo un chofer—. Por eso, nos los dejo subir. Figúrate: uno tiene que estar pendiente a los otros buseteros, a los policías, a las mototaxis, a la vía, a los trancones y encima de eso también tiene que aguantarse a los vendedores. !Hombe, no seamos tan pendejos!. Cualquier rato de estos, por estar concentrado en tu trabajo, aceleras la buseta, un vendedor de esos contra se cae contra el pavimento y agárrate que la culebra que te viene pa’ encima es grande.”
Un poco más condescendientes, otro grupo de buseteros reconoce que “la situación está más mala cada día, y yo digo que cada cual tiene derecho a rebuscarse. Por eso no le digo nada a los vendedores cuando se me suben en la buseta. A veces, cuando están muy mal presentados, me hago el loco y le dejo ese lío al sparring. Aunque la verdad es todos los días le llevo dulces o frutas a mis hijos, por cuenta de los vendedores, que me las regalan para que los deje rebuscarse. Eso sí, el día que no de ellos atraque a mis pasajeros, no suben más a mi buseta”.