En el momento en que José Ángel viene cruzando el comedor de su residencia, en busca de los muebles de la sala, alguien sintonizó en el televisor una de esas canciones que, de manera automática, le hacían mover los pies.
Qué malo es estar/estar en la cárcel/y qué soledad/ qué soledad se sienteeeeee...suena en la gran pantalla plana, mientras José Ángel camina en cámara lenta, casi arrastrando los pies, hasta que por fin alcanza un silla de plástico y se sienta. Un cortinaje de luz callejera se cuela a través de la persiana y le ilumina parcialmente el rostro extraviado por las molestias de salud que lo aquejan.
Me dice que su nombre completo es José Ángel Roa López, y que su más grande pasión siempre han sido los equipos de sonido y la música salsa. Para corroborarlo, señala hacia el fondo de la enorme vivienda, en donde guarda un equipo de sonido de color negro, que reposa al lado de una recámara demasiado pequeña para los cuatros escaparates de madera con vidrios, que almacenan 2.700 discos compactos y 1.500 piezas de acetato.
Ellas conservan famosas (y no tan famosas, pero no menos interesantes) melodías de orquestas y cantantes que hicieron y siguen alimentando el deleite de la música afroantillana en Cartagena.
José Ángel –siempre en cámara lenta y arropado de silencio-- regresa a su silla de plástico. Intento recordarle su residencia en el barrio El Socorro, cuando encendía el equipo de sonido los sábados en la tarde y los domingos en la mañana, mientras en el campo de sóftbol se combatían novenas del propio sector y de los circunvecinos.
“Me acuerdo de eso -balbucea-, y me gustaban mucho esos domingos, pero después El Socorro se puso pesado con la inseguridad, y mejor me vine para San José de los Campanos. Aquí la cosa es más tranquila”.
Hace otro esfuerzo memorístico y me dice que nació en la Calle La Paz, del barrio Torices, siendo el mayor de 11 hermanos, pero aún no sabía lo que era el trabajo cuando se aficionó por la compra de discos de música afroantillana.
“Yo era el consentido de la casa. Por eso me daban dinero para comprar los discos que me gustaban”, anota con su hablar pausado y en bajo tono. A estas alturas creo ya me voy acostumbrando a sus apuntes lacónicos, minisónicos y desordenados, que toca ir juntando como los fragmentos de un espejo roto.
Ahora alza el dedo índice y recalca que su afición temprana fue coleccionar discos, pero que, desde que compró el primero, la idea que lo perseguía hasta en sus sueños era tener un equipo de sonido. Y lo tuvo. Mejor dicho, tuvo tres. El más reciente reposa al fondo de la casa: una máquina sonora de seis parlantes, tres plantas de potencia, una consola y un reproductor de discos compactos.
“El primero fue un tocadiscos. Ya en ese tiempo había cumplido como 25 años. En La Paz había varios picós pequeños, como eran en ese tiempo; y cada vecino prendía el suyo el sábado o el domingo. Algunos alquilaban. Otros, lo tenían para entretenerse”.
Al tiempo que crecía la moda de los picós en ciertos sectores de la Cartagena popular, también se formaban clubes de jóvenes que organizaban bailes los fines de semana, sobre todo durante las fiestas novembrinas y las navidades.
“Recuerdo los clubes El Watusi, El Isleño y El Gran Torres. Creo que en el Centro había otro, pero se me olvida el nombre. A todos esos me iba a bailar, porque me gusta mucho el baile”.
Inelso. Esa palabra brillaba sobre la madera del primer equipo de sonido que tuvo José Ángel, pero él decidió bautizarlo como “El templo mundial de la salsa”. Y fue ese el nombre que conservó durante todos estos años, a pesar de que el aparato se transformaba según las tecnologías sonoras que iban apareciendo en el mercado.
Al mismo tiempo, José Ángel iba acumulando las colecciones de los artistas que más le gustaban: Los Blanco de Venezuela, El sexteto juventud, Ricardo Ray y Boby Cruz...
--¿Y cómo es que se llama este tipo?--me pregunta, poniéndose una mano en la cabeza.
--¿Pacheco?
–¡Nombe!...
--¿Machito?
--No, no...
--¿Johnny Colón?
--Tampoco
--¿Chihuahua?
--No. Ese que canta dizque “Juaniquita se murió de amor, de amor, de amor, de amor...”
--¿Fajardo?
--Ese...
Señala nuevamente hacia el fondo de la casa, en dirección al cuarto donde están los escaparates de sus discos. Creo que, antes que el picó, el verdadero templo de la salsa es ese aposento, pero José Ángel quiere referirse a otra cosa.
“No creas que esos discos están ahí a lo loco. Yo los iba guardando en orden alfabético, por orquestas y cantantes. Después cogía una hoja y escribía a máquina el nombre del long play, el intérprete, las canciones más famosas y el número del disco.”
Con el transcurrir de los tiempos, las hojas se convirtieron en tres pesados libros, con pastas de cuero sujetadas con hilos gruesos. Él les llama La Biblia. Claro, ¿qué otro nombre podría recibir el catálogo del templo de la salsa? De manera que llegan los amigos preguntando por tal o cual canción y José Ángel sólo le ordena a cualquiera de sus tres hijos: “Tráinganle La Biblia a Fulanito”.
“Pero, ojo -advierte-, yo nunca presto mis discos, ni dejo que me toquen el equipo de sonido. Una solita vez vinieron unos locutores y les presté discos por un mes, sólo para que me mencionaran en la emisora. Y hasta ahí”.
Pero, aunque José Ángel diga que no presta sus acetatos y compactos ni alquila su picó, es evidente que sus achaques de salud ya no le permiten meterse en los ajetreos del sonido, ni mucho menos estar pendiente de cuáles son los discos que la gente más solicita en los estaderos y en los programas radiales de salsa.
Es Alex, su segundo hijo, quien administra “El templo mundial de la salsa”, pero siempre bajo los parámetros que le enseñó José Ángel desde que su matrimonio con Lérida Jiménez (y su descendencia complementada con Roger y José Ángel Jr.,) se convirtiera en un carnaval de aires caribeños, neoyorkinos y afrocubanos entre Torices y El Socorro.
“Yo prendía el picó, fuera en la mañana o en la tarde, pero a medida que se iba haciendo más de noche le iba bajando el volumen, para que los vecinos no se molestaran. Sobre todo si era domingo”.
Podría decirse que su casa de Los Campanos está acondicionada para eso: una generosa terraza que serviría como la nave central para que El Templo reviente en alabanzas a los dioses del bembé. Pero los Roa Jiménez prefieren el patio, una extensión de cemento y árboles donde a veces la brisa se lleva los recuerdos de José Ángel.