La levedad de lo escrito. Antirreseña de una biografía recién leída


Acabo de leer Hernán Cortés, inventor de México, de Juan Miralles. Me ha llevado cerca de tres meses porque lo leía a pedazos, en el metro, en el parque… y cuando me cansaba lo dejaba a un lado y cogía otro libro. De hecho, el otro día no me sentía con ganas de leer a Miralles navegando por decenas de cartas de relación, pliegos de instrucción y documentos judiciales del siglo XVI y, como con esa sed que da el mar, me ventilé de un solo trago La madre de Dios, de Sacher-Masoch. Unas semanas antes ya lo había suspendido y me zampé con mucho gusto el Libro de la ley de Aleister Crowley. Pero, seducido por la buena escritura del diplomático Miralles y por el morbo de los hechos y de las peleas entre cronistas, lo retomaba entusiasta después de cada descanso.

Miralles no aburre, pero cansa; es muy difícil seguir el hilo de tantos hechos sin sentir la fatiga de quien se sabe escaso de inteligencia. Para los que sean muy listos y tengan buena memoria y resistencia, será sin duda una obra maestra que disfrutar. Para mí ha sido un reto que solo he disfrutado por momentos aunque, a decir verdad, ¡qué momentos! Como cuando, hacia la mitad de la obra, narra el asedio y destrucción de Tenochtitlan. Como resultado de esta acción que a Cortés, se dice, le dolió en el alma, la ciudad más imponente, rica y avanzada del México antiguo fue reducida a escombros. Hay que reconocer que aquello selló el fin de los sacrificios humanos, cuyas cifras horrorizarían a Pol Pot, y que asolaban Mesoamérica con terrores indecibles. Probablemente no era necesario destruir Tenochtitlan para acabarlos, pero eso fue lo que sucedió.

En todo caso, no voy a juzgar los hechos y deshechos que narra Miralles, no sólo porque carezco de los conocimientos necesarios para distinguir la verdad de la mentira en asuntos de la historia de la «conquista» de América, sino, sobre todo, porque no me interesan mucho las verdades caducas, ¡no a la verdad por amor al arte!— Sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar, o eso creo que dijo el filósofo. Más bien quisiera contarles honestamente lo que he aprendido del libro. Puedo resumirlo en una frase: la biografía es el arte de quitarle peso al crimen.

Pero sé que mis buenos lectores no me van a dejar pasar esta afirmación como si nada y, por tanto, me veo obligado a explicarme. Es verdad que, en buena medida, Miralles se dedica a exculpar al conquistador presentando detallados descargos y contextualizaciones que explican su conducta o desmienten viejos mitos sobre su personalidad y sobre sus decisiones. Pero no creo que haya delito en ello; todas las biografías tienen que hacer eso para construir su propia unidad y para justificar su existencia; de lo contrario, podríamos conformarnos con los mitos y los dichos populares.

No deseo alinearme con quienes afirman que el proceso de «conquista» —digamos mejor: de colonización— es en su totalidad nada más que un gran crimen contra la humanidad llevado a cabo por majestuosas mentes malvadas. No debemos olvidar que en dicho proceso intervienen muchos individuos, muchos intereses y mucha historia como para reducir todo a culpa y expiación. América fue colonizada por muchos ejércitos que se dedicaron durante mucho tiempo a librar numerosas guerras civiles en las que muchísimos indígenas, especialmente antiguos súbditos de los grandes imperios americanos, participaron gustosos, persuadidos de que la tiranía española era mucho más blanda que aquella a la que ya estaban sometidos.

También es verdad que los españoles eran pocos y marchaban maltrechos por aquellas selvas, y que su número y fuerza nunca habría bastado para someter al «Nuevo Mundo» sino hubiera sido por sus más fieles aliados: sus microorganismos importados. Con ellos, sin proponérselo, los europeos asolaron el continente entero con una guerra biológica para la que nadie estaba preparado. Para ilustrarnos sobre este hecho que, según se dice, ha moldeado las dinámicas poblacionales globales durante los últimos trece milenios, nos vendría bien leer con cuidado la descomunal obra de Jared Diamond Armas, acero y gérmenes.

Independientemente de que estemos o no de acuerdo con estas tesis —y otras, con las que no quiero aburrirlos, sobre el papel de la nueva religión, por ejemplo— lo cierto es que cuando explicamos los hechos y cuando mostramos en la historia la fuerza de la debilidad humana, a menudo nos apoltronamos satisfechos como diciendo: «ahí está la verdad, ya podemos dormir tranquilos». La mayoría de la gente tiene la suerte de poder consolarse con explicaciones, como si con la verdad recién descubierta ganasen poder o salvación. Yo no tengo esa suerte, pero sí noto cómo las explicaciones y las revelaciones de la historia le quitan peso a la Historia, porque me hacen consciente de que nunca nadie podrá pagarnos los males que sufrieron nuestros antepasados, pero, sobre todo, nunca nadie podrá hacernos pagar por los males que obraron nuestros antepasados — y eso, amigos míos, es una suerte con la que no contábamos.


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