Cualquiera diría que el mercado siempre despierta a las 4 de la madrugada. Pero eso depende del día, porque si es lunes, miércoles o viernes puede que empiece a despertarse desde las 10 de la noche del día anterior.
Y la razón estriba en que esos son los días escogidos para el descargue de los grandes camiones tractomulas y Dodge 600 que ingresan por la avenida del Lago, que viene siendo algo así como las espaldas de ese gran complejo humano y hasta fantasmal.
Es miércoles. Llegamos a las 4 y 15 de la madrugada. Es decir, el mercado lleva más de seis horas de haber abierto los ojos. En tanto que a los sectores que hacen frente con la avenida Pedro de Heredia les faltan entre tres y cuatro horas para despegarse de las sábanas, la convulsión en la avenida del Lago es semejante a un mediodía, pero sin soles ardorosos ni cielos azules.
Todo se siente atravesado por una penumbra, a la cual, extrañamente, no la acompaña una brisa fría, como se espera que suceda en los andurriales de la madrugada, sino un calor que parece proceder de los cuerpos que se mueven de un lado a otro, de las voces que profieren obscenidades y risotadas sin salvedades, o de los camiones que aún exhalan el mismo aliento fogoso de la jornada sobre el asfalto.
A esta hora, a ningún conductor procedente de El Centro, o de cualquiera de los barrios cercanos a las murallas, se le ocurriría utilizar la avenida del Lago como camino para cruzar hacia la otra ciudad, que todavía emite sus ronquidos finales. A nadie, porque en estos momentos la avenida les sirve de parqueadero a los más de 20 camiones que se estacionan con los fundillos mirando hacia las sucesivas puertas que conducen al interior del mercado.
Antes de llegar a la hilera de los grandes vehículos, una flota de carretillas de madera y carritos de plástico con varillas y balineras —con los cuales otros comerciantes de menores escalafones le arrancan pedazos de vida al rebusque— surge de los callejones oscuros del barrio Martínez Martelo y se detiene en la acera que bordea los predios de un jardín infantil protegido con rejas de hierro.
En ese mismo sitio, un grupo de hombres y mujeres empieza a retirar enormes pliegos de un plástico negro y grueso que cubre los tenderetes en donde venden hortalizas, frutas y raíces que durante la noche anterior compraron a los mayoristas del norte del departamento y del interior del país.
Más allá de la acera del frente, en la orilla de la ciénaga de Las Quintas, montañas de aserrín cubren los bloques de hielo que quedaron de la noche anterior, al tiempo que los propietarios duermen entre unas chozas de madera y palmas semejantes a las que adornan los pesebres navideños.
“No todos esos camiones vienen a surtir al mercado —nos dice un vendedor de yuca—. Algunos vienen a surtirse para venderles a las tiendas y a la fondas de los barrios”.
Se llama Ignacio Julio. Dice llevar 20 años trabajando en el mercado. Vive en el barrio San Fernando, al suroccidente de la ciudad; y viene todos los días a las 12 de la noche, compra su mercancía, la vende y regresa a su casa siendo las 10 de la mañana.
“Eso es lo bueno de este trabajo: uno hace el esfuerzo por trasnocharse diariamente, pero sabe que antes del mediodía ya tiene los bolsillos llenos. Lo malo es que nunca puedes demorarte mucho en una fiesta o en una parranda, porque se te pierde el día de trabajo”, opina el comerciante, señalando a uno de sus vecinos, quien se identifica como Agustín Méndez.
También lo conocen como “El rey de la yuca”, por ser el mayorista surtidor de las tiendas y de las fondas del mercado. Vive en el barrio El Bosque y lleva 25 años trabajando en Bazurto, aunque a estas alturas, cuando aparenta unos 60 años de edad, se la pasa sentado en un banquillo, mientras una cuadrilla de hombres flacos, pero firmes como estacas de guayacán, transporta en sus hombros los 150 o 200 sacos de yuca que Méndez les compra a los finqueros de los departamentos de Bolívar y Sucre, aunque algunos de sus colegas prefieren comprársela a los del corregimiento de Retiro Nuevo, en los predios del municipio de Marialabaja.
Durante nuestra conversación con los yuqueros se aparece en la escena un enano robusto y de contextura de luchador a quien en el mercado conocen como “El Tatú”, por su parecido facial con un personaje de la televisión norteamericana. Su oficio es cuidar los automóviles y pequeños camiones que se estacionan a las orillas de la ciénaga, pero también dice estar pendiente del jardín infantil, porque muchos puestos de comidas cercanos intentan convertir su terraza en basurero.
“El Tatú”, al igual que los comerciantes de la yuca, es de los que piensan que este mercado es el punto de confluencia no solo de Cartagena, sino de casi todo el país. Y eso lo explica más lentamente Elio Mercado (¡qué casualidad!), un mayorista de frutas, quien lleva 25 años en el negocio, junto con sus hermanos y sobrinos.
Afirma Mercado que, efectivamente, la presencia del país se ve en que los “limones y el mango que vienen de Ciénaga (Magdalena); las patillas, de San Martín (Meta), de Villanueva y de Tauramena (Casanare); los melones, de La Unión (Valle del Cauca); del Valle viene también la papaya, que a veces la traen del departamento de Córdoba; la auyama, de El Banco (Magdalena); y el plátano, del Urabá antioqueño.
En la plazoleta en donde hace unos años se levantaba una zona de tolerancia llamada “El Salibón”, también enormes camiones 600, provistos de canastillas plásticas y de colores, se sirven de una vasta camarilla de coteros sudorosos, quienes no tienen empacho en ponerse en los hombros hasta tres canastas cargadas de limones, patillas, melones, piñas y cualquier otra fruta que embarcan en carretillas de madera o las entregan a los diversos puestos que se riegan en el espacio de concreto.
A las 5 de la mañana la oscuridad retrocede un poco con los alfileres del sol que viene desafiante por los lados de María Auxiliadora. Aún así, es evidente la pobre iluminación del mercado. La luz eléctrica se manifiesta en unos cuantos bombillos curtidos con los cuales los carniceros, en sus bodegas enchapadas con baldosines mugrosos, raspan las cabezas de las vacas, apartan la carne magra de las vísceras, desenfundan los ganchos en donde exhibirán la mercancía y se aprestan a poblar la zona de las carnes.
Allí también se venden pescados de diferentes especies; pero, más que los ofrecimientos de uno y otro lado, lo que abruma es la terrible soledad del interior. Son casi las 6 de la mañana, cuando algunos fogones arden bajo los culos de los calderos. Sus llamas son otro desafío a la oscuridad que persiste entre los pasillos de locales y locales cerrados, parajes que fueron colmenas prósperas en otros tiempos y que ahora funcionan como bodegas en las que parecen penar las ánimas.
“Esta vaina ya no paga —nos dice un carga bultos flaco y desdentado, cuando avanzamos hacia la zona de las tractomulas—. Uno viene por la costumbre y porque ya casi no puede vivir sin el mercado. Pero la cosa anda mal”.
Mal contadas, son como diez tractomulas las que se estacionan delante de una reata, en una platea que parece un abanico abierto, al cual los mismos comerciantes le llaman “El patio de los santandereanos”. En su mayoría, son del interior del país quienes conducen y laboran en esos camiones, lo mismo que los propietarios de los locales que funcionan alrededor de la reata.
La llegada de las tractomulas alegra a los revendedores como si se tratara de una subienda en la que también se benefician los comerciantes de hortalizas que toman de los cajones en donde fueron desechadas por los operarios de las colmenas.
En cuanto los camiones descargan, las radiograbadoras suenan al unísono en una misma emisora que programa sólo canciones vallenatas, una que otra botella de cerveza brilla en el alzamiento; y los cuartos fríos, cada segundo, dispersan una ráfaga de hielo que se siente en las espaldas y en los pies.
Por boca de un vigilante trasnochado nos enteramos de que las tractomulas y demás camiones empiezan a salir del mercado cuando promedian las 11 de la mañana. Cuatro horas antes empiezan a despertar las otras zonas del mercado: las cacharrerías, los almacenes de ropa, los almorzaderos, las cantinas y los tenderetes que ocupan el “solobús” en la avenida Pedro de Heredia.
“Muchas de las personas que ustedes ven por aquí, se pasan las 24 horas en el mercado. Aquí trabajan, aquí duermen, aquí comen, se emborrachan y hacen de todo. No pueden vivir sin el mercado”, afirma el vigilante, como si se hubiese puesto de acuerdo con el cargabultos que encontramos en la zona de las carnes.
Y parece tener razón: en la zona de los buses intermunicipales vemos cómo emergen de algunas tienduchas de madera y cartones, hombres y mujeres con pliegues de trapos y periódicos marcados en los rostros. Más adelante, cuando el sol va tomando posesión de su ruta, la avenida empieza a enfermarse con pitos de buses y busetas.
Para los cacharreros y vendedores de los almacenes y centros comerciales que están dentro o alrededor del mercado, la vida comienza a respirar con todos sus pulmones. Pero eso no les impide recordar que a estas alturas la avenida del Lago (la espalda sudorosa de Bazurto) lleva nueve horas de movimiento continuo, para empezar a morir a eso de las 4 de la tarde.