Pescadores de caracoles y langostas

Caracoles y langostas, el fuerte de El Islote


Las nuevas generaciones de la vereda Santa Cruz de El Islote no tienen la cifra exacta de años que esa población lleva proveyendo de viandas marinas al sector turístico de Cartagena, como también a zonas de los departamentos de Sucre y Córdoba.

Pero sí tienen nociones respecto a que hace más de 50 años sus predios acuáticos estaban tan invadidos de caracoles de todos los colores y tamaños, que la abundancia no sólo redundaba en el sustento diario de esas familias, sino también en la diversión de los niños: muchos de ellos cumplían diariamente la divertida tarea de recogerlos de las orillas y tirarlos mar adentro, para que no se ahogaran.

Asimismo, los caracoles sirvieron como soporte para el crecimiento de la isla, toda vez que cuando el pequeño territorio empezó a apretujarse con más y más familias de pescadores, los habitantes de las orillas le agregaron otro pedazo de suelo a punta de conchas y fragmentos de corales.

El caracol también se convirtió en la base alimenticia de los isleños, quienes pregonan sin tapujos que son los mejores conocedores (en el ámbito del archipiélago de San Bernardo) de los diferentes platos que pueden cocinarse teniendo al molusco como punto de partida.

Dice Dionis Cardales Castillo, un pescador que aparenta unos treinta años de edad, que en El Islote pueden conseguirse menús equipados con caracol frito, guisado, asado, en coctel, en seviche, sancochado y crudo, pero aderezado con limón.

“Aunque ya no hay tantos caracoles como antes”, reconoce. Y asegura que la extinción de ese manjar tuvo su comienzo en la generosidad y en el descuido de los mismos habitantes.

“Generosidad —explica—, porque hasta nuestras playas venían pescadores de casi todos los corregimientos de la bahía de Cartagena, del mismo archipiélago y de las poblaciones de Sucre y Córdoba; duraban varios días pescando, y se llevaban todo el caracol que querían. Y descuido, porque tal vez pensamos que la abundancia nunca se acabaría. Cómo sería eso de cierto que ni siquiera nos mosqueamos cuando en 1979 se nos fondeó cerca un barco llamado el ‘Montecarlo’. Duró tres meses pescando caracoles y trasbordándolos a un barco madre que los visitaba periódicamente. Pero cuando ese barco madre se demoraba, el caracol que se dañaba lo devolvían al mar. Así, fueron toneladas de caracol las que aprovecharon, como también las toneladas que botaron”.

Gabriel Hidalgo Castillo, un pescador de la tercera edad, concluye que “a la hora de la verdad, la generosidad nos sirvió de poco, porque los pescadores de los otros pueblos ya no se acuerdan de cuando venían por estos lados y se llevaban sus buenos botines. La semana pasada, un grupo de nosotros fue a pescar a Isla Fuerte, y los mismos nativos nos echaron al personal de guardacostas de la Armada Nacional para que nos hiciera retirar. Y nos retiró”.

La convivencia con el mar no sólo da los frutos que aquel guarda en sus profundidades, sino también habilidades que los nativos de las zonas insulares aprenden casi desde que nacen; y mueren con ellas, como si se tratara de un código genético.

Los habitantes de El Islote no sólo tienen en la natación un juego de niños, también practican el buceo con la resistencia que les permite atrapar langostas y hacer de éstas otro recurso de supervivencia, como en otros tiempos lo fueron los caracoles.

Ahora, y con la intención de que no se repita la historia, construyeron dos estanques en los que crían sábalos y langostas para el consumo propio, para los turistas y para los dueños de hoteles y restaurantes de las zonas turistas cartageneras y del archipiélago.

Dionis Cardales asegura estar buceando desde los 12 años de edad, cuando empezó contando con las instrucciones de Víctor Barrios de Hoyos, un cuñado ya fallecido, quien hizo parte, durante mucho tiempo, de la pléyade de pescadores de langostas conformada por Gabriel Hidalgo Castillo, Milton Hidalgo Cortés, Carlos Berrío Blanco, Enrique Julio Berrío y Marcos Medrano Medina.

“Aunque en esta isla —aclara Cardales— la mayoría de los hombres han trabajado o siguen trabajando en la pesca, lo que significa que podríamos tener unos 200 pescadores de langostas. Algunos pescan todos los días, y otros lo hacen esporádicamente, mientras no tienen que atender otras obligaciones”.

Con sólo una careta, los pescadores se alejan 12 millas de la isla para bucear a 30 metros de profundidad en las zonas en donde abundan los arrecifes que suelen atraer a las langostas. Cada faena que puede durar desde las 8 de la mañana hasta las 10. El fruto de la jornada podrían constituirlo entre tres y seis langostas, de las cuales las preñadas son arrojadas a los criaderos junto con los sábalos. Ambos tienen su mayor índice de ventas durante los fines de semana.

Al igual que con el caracol, los isleños se sienten expertos en las diferentes formas que la langosta permite que sea cocinada.

“Aquí te puedes encontrar desde langosta en coctel, hasta asada, guisada, frita y en jugo”, afirma Carlos Berrío, y se apresura a explicar que “el jugo se hace con leche y zanahoria para que quede bien sabroso. Pero ese jugo es tan potente que quien lo tome y no tenga buena salud, puede sufrir un desmayo o quién sabe qué otra cosa más grave”.

Como todas las actividades humanas, la pesca de langostas y de caracoles también tiene sus riesgos y sus víctimas: Enrique Julio y sus compañeros recuerdan horas trágicas del islote como cuando perecieron, en plena faena en el mar, pescadores como Miguel Felipe Morelos, ahogado hace siete años; José de la Hoz, hace seis; Jacob Barros, hace cinco; y el más reciente, Eusebio de Hoyos, quien se ahogó hace cuatro años.

“Aunque uno tiene la experiencia y la confianza de varios años de práctica —explican los pescadores—, es posible que algún día el cansancio lo venza o tenga algún malestar físico que le impida mantenerse en la profundidad o volver a la superficie lo más rápido que pueda. Así murieron esos compañeros”.


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