Lida Paternia Díaz

Dos horas en la misión de Lida


Hace 17 años Lida acababa de asomarse al balcón de su residencia, cuando vio a dos jóvenes a punto de descuartizar a machetazos a un adversario que se hallaba reducido en el pavimento.

El grito de Lida detuvo por varios segundos la mano que portaba el arma filosa. El adversario caído, indefenso y visiblemente drogado, intentaba levantarse, pero de manera tan lenta que dio tiempo a que la mujer descendiera del balcón, llegara a la calle y lo tomara por la muñeca.

“No lo mates”, le grito al que aún blandía el machete, a riesgo de que lo descargara sobre ella. Sin embargo, en vez de eso, el agresor se marchó en silencio y en compañía del grupo que lo estaba esperando en una esquina.

Más de 15 años después, Lida Paternina Díaz dice no saber por cuál razón misteriosa no sólo sintió que debía evitar ese homicidio, sino que también decidió llevar al caído a su propia casa, brindarle comida y escucharle las cuitas que, en medio de su mareo de alucinógenos, decidió contar animado por la luz de confianza que veía en los ojos de la salvadora.

No era esa la primera riña entre pandillas que presenciaba, porque de un momento a otro San Pedro y Libertad, el sector del barrio Torices donde nació y aún reside Lida, se convirtió en el pasadizo de pandillas que peleaban por territorios o por asuntos de poca monta, que tenían como verdadero trasfondo la imposición del poder a como diera lugar.

No era esa la primera riña que veía, pero para ella, por alguna razón cósmica, se convirtió en el punto de partida para echarse al hombro una tarea que no todo el mundo aceptaría, a menos que haya estimables prebendas de por medio.

“Yo te voy a ayudar”, le dijo Lida al pandillero, pero sin tener muy claro el cómo y el con qué facilitaría esa ayuda, tomando en cuenta que en la historia del muchacho había una intrincada trama de desamor, desesperanza, drogadicción, descreimiento, agresividad, resentimiento y, al mismo tiempo, inmensos deseos de abandonar ese pantano en el que se estaban hundiendo muchos más que, al igual que él, no contaban con otras opciones de vida.

El cómo y el con qué se manifestaron paulatinamente, pero en principio aparecieron las negativas y las soluciones más radicales: “no te compliques la vida –le decían--, deja que esos manes se maten entre ellos mismos, para que no jodan más”.

Lida se sintió tan retada a cumplir con el compromiso que primero desocupó el primer piso de su vivienda, acondicionó la segunda planta para vivir con su familia y vendió algunos muebles y demás enceres, para obtener recursos con que atender a los jóvenes extraviados.

Y los desorientados llegaron, pero aún con signos de incredulidad en el rostro. Y no era para menos: la mayoría eran veteranos conejillos de indias que muchas fundaciones, ONG y hasta despachos distritales habían usado para ganar dinero y dejarlos a la deriva. Es decir, la irreverencia que manifestaban tenía pleno fundamento.

Por eso, la tarea se mostró dura desde el comienzo, pero Lida la fue ablandando con el uso de palabras y estrategias precisas que iba aprendiendo en cursos de docencia básica, asistencia psicosocial, inclusión social, formación para líderes, derechos humanos y manejo de sustancias psicoactivas.

Veinte jóvenes llegaron esa primera vez al aposento de Lida en San Pedro y Libertad. Esos veinte demostraron tener la suficiente intuición para descubrir segundas intenciones en los aparentes defensores que aparecían con planes de resocialización y promesas de educación y empleo permanente.

Esos veinte apaciguaron sus temperamentos cuando comprobaron que Lida y sus colaboradores no pretendían gobernarlos ni someterlos, sino escuchar sus deseos, descubrir el origen de sus penurias, sanar lo que sangraba en lo más profundo de cada alma y, entonces sí, descubrir las habilidades que cada cual disponía para abrirse paso en el mundo, sin tener que empuñar armas o consumir sustancias letales.

Sin embargo, el barrio no estaba contento. Esa reunión de pandilleros en casa de Lida producía temores, rechazos y discriminaciones. Pero, en vez de apelar a las palabras para expresar el descontento, aprovecharon la madrugada para embarrar de mierda la fachada de la vivienda.

Lida se sintió retada nuevamente. Y el reto parió sus frutos: varias entidades públicas y privadas se fueron sumando a la empresa. Ahora, 900 jóvenes que integraban las 70 pandillas que pululan por las zonas pobres de la ciudad, están resocializándose mediante la formación académica y el trabajo, aunque también tienen la oportunidad de ser los cantantes, músicos, bailarines o pintores que siempre soñaron ser, sobre todo cuando andaban inmersos en los fragorosos caminos de sus adicciones.

El proyecto rebasó Torices y ahora camina por barrios como Loma Fresca, 9 de Abril y el corregimiento de Pasacaballos, donde no ha sido tan fácil que los pandilleros abandonen las armas y los vicios, aunque muchos de los que antes andaban en esas lides ya son colaboradores y conocen el lenguaje para ablandar a sus pares, en pos de la bienaventuranza que podría abrazarlos, si deciden poner de su parte.

En tardes de charlas, al calor de un exquisito refrigerio, muchos han contado lo que fueron sus remedos de vida al lado de unos padres, una abuela, una madre soltera, una madrastra o unos tíos que fueron criados con mucha “autoridad” y “rigor”, pero sin el afecto, el amor y la tolerancia que, en circunstancias normales, reclamaría cualquier niño. Esos mayores resentidos repitieron la conducta, y fue así como dieron origen a la cantidad de pandilleros que hoy se inventan discordias con tal de demostrar quién es el más duro; o simplemente para descargar la rabia que se anidó en sus corazones desde aquellos turbios años de infancia. Esa bofetada o ese trancazo que no pudieron darle al ser que los malcrió, lo tienen reservado para propinárselo a cualquiera de sus enemigos o a cualquier extraño que ose violentar sus terrenos.

Ahora, Lida es funcionaria de la Secretaría del Interior del Distrito y, desde esa instancia, ha venido conformando un sólido equipo de colaboradores, a quienes escogió sin exigirles mamotréticas hojas de vida, ni recomendaciones, ni nada por el estilo. La selección fue guiada por la intuición, por las sabidurías del corazón o por esa luz espiritual que permite saber quién posee la suficiente estructura humana y solidaria como para ocuparse, sin malsanos intereses, de aquellos hermanos que no tuvieron la oportunidad de embarcarse en el tren del bienestar que muchos disfrutan a la sombra de la mezquindad y la inconsciencia.

La tarea es larga, pero no imposible. En muchas comunidades pobres hay gente trabajando, desde diferentes temáticas, pero todas enfocadas hacia el objetivo común de demostrar que existen mejores formas de vida. Que la tarea no es sólo quitarle el arma al pandillero, sino cambiársela por un abanico de mejores opciones.

 


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