Seis personas se acomodaban cuando subí al bus, es menester escoger el primer puesto cerca a la puerta por alguna emergencia. Esta ocasión no sería distinta. Si hay algo que caracteriza a varios conductores del Caribe, es esa capacidad de tentar a la muerte en cada uno de sus viajes, manejan al filo, entre más angustia, mejor. Me senté en el primer puesto, dañado, como es normal, pero el primero, la garantía incierta de tener alguna posibilidad en caso de un siniestro.
En un pare sobre la vía Carmen de Bolívar - Cartagena, afloró de manera desesperada el tema del Coronavirus. Parecía que todos se atragantaban, sólo era cuestión que el conductor dijera: Coronavirus, para que todos derramaran sus opiniones. El señor de camisa blanca y gorra dijo que -ya en Sincelejo había-, no agregó más. Acto seguido, el silencio nos arropó en la incertidumbre y, ante la magnitud de la revelación, sin confirmar, por supuesto, todo el hielo se quebró.
Un abuelo, intuyo por su tonalidad de voz, a quien no le pude ver la cara añadió: -eso es un invento de los chinos y de estos países con plata-. Todavía se olía la timidez en el bus lleno de polvo, cajas, maletas, dudas y sospechas, nadie por el momento tenía la gallardía de mojarse completamente. El conductor pidió la palabra: -esa vaina la inventaron para vender la vacuna, están esperando más tiempo para que la vaina se ponga más jodía y empezar a vender la vacuna, esa gente cree que uno es marica-. Ya no había retorno, el asunto estaba sobre la mesa. Ya el hielo se había convertido en minucia, me acomodé entonces para una lluvia de teorías sin fundamentos, para un baño de justificaciones a la deriva con el patrocinio de un calor irritante y brisas pálidas llenas de tierra.
No le puse más de cinco minutos al debate. Había razones para asegurarlo, el calor no tenía intenciones de colaborar en un lugar donde el sobrecupo era evidente por mucho interés que provocara la conversación; el vallenato que sonaba a alto volumen tampoco daba garantías de que la mesa redonda, o más bien, la fila de pie llegará a nutrida conclusión. La señora sentada detrás del conductor, blusa café, jean oscuro, gafas, rostro de crianza y constante regaño, daba intentos de intervención, aprovechó segundos de prudencia y agregó: -imagínense, en Cartagena ya llegó, dejaron entrar un crucero y había gente infectada, son una parranda de brutos...- no diré lo demás, pero sepan que la retahíla de groserías que vino después, fue sublime, una oda desesperada al reclamo de la negligencia por parte de la Alcaldía de una ciudad que agoniza en el servicio de salud, como todo el país, por supuesto.
Atrás, dos personas tosieron. El volumen del vallenato era más bajo. El sparring, con un poncho de Colombia lleno de sudor y tierra enrollado en el cuello al fin participó: -usted tome Ron Medellín antes de dormir y listo- y así, teorías y chismes paridos en un hacinamiento forrado de miedo. Seguían pasando las tractomulas y carros.
No sé a qué se debió la repentina calma, vi rostros de algunos, y leí un sus caras instantes de reflexión y susto. Todo esto transcurría al mismo tiempo en que dos niñas estornudaban detrás de mí, a causa del polvo que nos tenía a todos en un estado casi de embriaguez. La señora que me acompañó durante el viaje manifestaba un leve fastidio, era evidente su trayectoria en los años, cansada ya de tanta habladuría entre el tapabocas azul cielo dijo a mi lado: -no me mató la violencia en los montes, ahora no me va a matar la gripita ésa-. Así las cosas.