Por: Camilo Sierra Pacheco/ Miembro del Club de Lectura de Ábaco.
A la orilla del Tajo, en su Lisboa amada y exasperante, Cesário Verde sembró las semillas de la modernidad en las letras portuguesas; y con el impulso vivificador que se halla en cada una de sus palabras, labró el terreno para lo que sería el más bello y abigarrado jardín florecido en tierra lusa: la lírica del siglo pasado.
Poeta por excelencia, devoto amante de la poesía y nada más que ella, manifestó en su poema Contrariedades no haber soportado jamás escribir en prosa y, de hecho, se muestra reacio hacia los prosistas y sus mafias, hacia la crítica y la imprenta, que no valoraron nunca el noble sentir de aquellos versos que clamaban por un editor que pagara su valor, editor que no llegó sino años después de su muerte. De ahí que:
«Para unos son prosaicos, son banales
estos versos de fibra suculenta;
como si ese sabor que nos aturde,
ni un madrigal valiese, por lo menos.»
Visionario incomprendido en su tiempo, dejó su huella en poetas del calibre de Fernando Pessoa y Jorge de Sena. Con una adjetivación y adverbialización vivaz, versificó «amarilladamente» conforme a la novedosa realidad urbana que lo envolvía; desarrollando un ritmo versátil, sincopado, «el ritmo de lo vivo y lo real», y una particular apropiación de la rima (sin abandonar jamás sus queridos alejandrinos) y el asíndeton que le permitió plasmar la compleja pluralidad de las impresiones y sensaciones del momento en una misma estrofa, con una maestría impresionante. Tomemos como ejemplo el siguiente fragmento de su poema Cristalizaciones:
«Las casas se oscurecen, el cemento se seca;
abovedado y sin nubes flotantes,
el cielo torna a su tintura lisa;
¡brillan los charcos tanto, que parece
que estoy ante lagunas de brillantes!
Que sufran, es normal, los tullidos, los débiles:
todo lo encuentro alegremente exacto.
Lavo, refresco, limpio mis sentidos.
Me alcanzan, excitados, contundentes,
¡tacto, vista, oído, gusto, olfato!»
Paseísmo y poética pictórica.
Se podría decir que Cesário Verde abre los pórticos de una tradición muy importante para los autores posteriores: la deambulación y el paseísmo. Muchos de sus grandes poemas se desarrollan a medida que el poeta va andando en su Lisboa de contrariedades, de una bocacalle a otra, en el devenir del caminante que se da de bruces contra la urbanidad, que se pierde y se sumerge en las profundidades de la ciudad, que ve con los ojos más diáfanos, con una visión «nítida como un girasol», lo que sucede a su alrededor, lo cotidiano en su más pura expresión.
Pero no sólo ve; el poeta «pinta cuadros por letras y por signos». Él captura el momento en la red de su visión y lo traslapa al lienzo, lo pinta cual cuadro de Gyerimski o Grimshaw (como podemos sentir en las partes II y IV de El sentimiento de un occidental, Noche Cerrada y Horas Muertas, respectivamente), o retrato de Archimboldo (como en el caso de En un barrio moderno, donde en la cesta de una verdulera da rienda suelta a su visión y transfigura las hortalizas). Véase, pues, la ocurrencia del viandante:
«¿Y si de pronto —¡qué visión de artista!—
los simples vegetales yo trocase,
bajo la luz del sol, el gran cromático,
en toda una persona que transite
por la vida ostentando un bello canon?»
Influencia realista y baudelaireana.
Se percibe también el influjo de los franceses Hippolyte Taine y Charles Baudelaire en la obra de Verde. De Taine, Cesário se apega a su método crítico de análisis de lo real, totalmente desconocido por la crítica que rechaza al poeta, y cuyo propósito es exacerbar su comprensión. Leamos los siguientes versos de El sentimiento de un occidental:
«Yo que medito un libro exasperante,
quisiera que realidad y análisis me lo concediesen…»
La herencia de Baudelaire, no obstante, es mucho más profunda. De hecho, El libro de Cesário Verde fue compuesto conforme a la estructuración de Las flores del mal. En su poema Frígida, Cesário se refiere a la «metálica visión» que el francés «soñó y adivinó en sus tristes delirios»; visión que cobra vida y total sentido en el poema La belleza de Baudelaire. Y es que el lisboeta también reflexiona sobre el tiempo, «ese cáncer enorme que acabará pudriéndote», (en su poema Ironías del hastío, que recuerda a El enemigo, del francés) y se vale de los contrarios como en varias ocasiones hace el parisino (este rasgo se aprecia, más claramente, en su poema Himno a la Belleza); tanto así que se presentan tres dualidades que terminan formando un gran patrón asociativo: ciudad-campo, mujer fatal-mujer débil, septentrional-meridional, muerte-vida.
Nosotros: su poema más sentido.
A Cesário se lo llevó la muerte muy temprano. Vivió en la época donde la tuberculosis reclamaba hecatombes a diestra y siniestra. Dos de sus hermanos murieron, con diez años de interludio, del mismo mal. Escribió para ambos su poema Nosotros; allí tacha a la tisis del desamparo que los minaba:
«¡Pobre de aquel que nazca en este caos
y sea generoso, siendo débil!
La enfermedad asalta al bondadoso
y —aunque cueste creerlo— deja al malo.»
Semejante mal se llevó a «la flor precoz que creció y murió rápidamente… cortada prematuramente» (su querida hermana Maria Júlia) y al «pobre chico robusto, lleno de porvenir» (su hermano Joaquim Tomás), que «curvó, consumiéndolo» a su padre y «plateó el cabello» de su madre.
Pero Nosotros no solo evoca la hiel de la memoria; también alumbró algunos de los versos más bellos del poeta, versos que lo salvarían de la decadencia de la ciudad, «masa discontinua de edificios funestos», de la que, a diferencia de Baudelaire, no intentó escapar con «paraísos artificiales», sino con la dulce remembranza de la vida en el campo y su recuerdo enmelado:
«Y el campo, desde entonces, conforme yo me acuerdo,
¡significa mi amor de todos estos años!»
Así las cosas, es entendible por qué Fernando Pessoa rindió homenaje a Cesário Verde cada vez que tuvo oportunidad. Un hombre que sintió a plenitud el sentimiento de un occidental, que volvió a la vida la poesía portuguesa, que se escindió entre campo y ciudad y no pereció en la disolución de sí mismo, que amaba el campo, y veía y sentía, ¡sin más!... ese hombre, el poeta de los versos verdes, «el poeta que nació después de su muerte, porque fue después de su muerte que nació el aprecio por el poeta» (en palabras de Bernardo Soares)… ese hombre fue Cesário Verde.