"Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero un pajarito me contó que estamos hechos de historias". Eduardo Galeano
Y han sido precisamente esas historias las que se han removido en mi mente desde el día que me enteré que el otro hermano que me regaló la vida, murió.
No lo mató el Covid como muchos me han preguntado o como otras gentes arbitrarias y sin escrúpulos están afirmando. A Ernesto Taborda Herrera lo mató el miedo de morir a manos un asesino a sueldo llamado corrupción, que desde hace muchos años tiene la red hospitalaria y el servicio de salud de nuestra ciudad inmersos en la miseria y en la ignominia, y que con esta crisis sanitaria que estamos atravesando se ha puesto en verdadera evidencia.
Pero no vengo a hablar de eso. Esos menesteres se los dejo a mis colegas, para que le hagan honores a Tabor visibilizando aún más la situación que atraviesa nuestra ciudad a causa de la histórica corrupción, que tiene a mucha gente muriendo en sus casas, por puro pánico y físico miedo de ir a los hospitales. Y es que hoy los hospitales no son un lugar seguro para curarse o salvarse, sino que parecen ser el lugar donde te azota la indiferencia y te abraza la muerte.
Hoy vengo a despedirme de mi amigo. El que me recibió hace más de 10 años en la redacción del periódico La verdad, ubicado en el edificio Seguros Bolívar, a la entrada de Bocagrande. Siempre con sus camisas manga larga a rayas. Confieso que me cayó mal al principio. Yo era hostil y antipática con él, pero después su delicadeza y su dulzura me fueron ablandando.
Salíamos tarde del periódico a coger la buseta, nos íbamos a pie hasta el camellón de los mártires a tomar el microbús. A veces pedíamos chance a los cocheros y nos dábamos un tour por la zona, con entrevista a bordo. Porque Taborda siempre hacía entrevistas, tenía que preguntar, tenía que conocer las historias detrás de las personas. Eso me enseñó mi mentor, mi amigo, mi hermano. Desde ahí no hubo un solo día en que dejáramos de hablar.
Me enseñó como 'fusilar' boletines de prensa. Me decía: "jamás los copies y los pegues, porque eso habla de la flojera del periodista, que en caso de usar esas ayudas, debe revisar que la redacción esté perfecta, que no tenga errores ortográficos". Yo, neófita aún en el ejercicio periodístico, le decía: "pero no sé me ocurre más nada" y él me decía, con sus frases tan llenas de saber y de cartagenidad: "Mira tú te sientas, abres el boletín, y ¡rrrrrá! lo volteas y le inyectas 'ninflamil'. Con voltear el boletín, se refería a que debía romancear la pieza, es decir cambiar el orden y sustituir palabras para que no quedara igual a la que me enviaron y con el `ninflamil`, se refería a inflarlo, a engordarlo con información complementaria: entrevistas, datos, todo aquello que pudiera dar al boletín de prensa un toque más periodístico, que aportara datos nuevos y que conectara con otras historias.
Tabor, mi Tabor era un maestro de vocación. Su paciencia para enseñar y su avidez de conocimiento eran incansables, su capacidad para compartir sus saberes era inagotable, y sin ningún asomo de egoísmo o mezquindad.
Escribíamos poesía, me ayudaba con los ensayos de la Universidad, nos recitábamos poemas e intercambiábamos piezas musicales cuando nos quedábamos solos en la redacción del periódico, ya cuando estaba ubicado en la calle larga del Barrio Getsemaní. Gracias a Tabor conocí a Ela Fitzgerald y a Louis Armstrong, dos grandes de la música afroamericana. A él le gustaba Blue moon de Ela Fitzgerald, y me la colocaba desde su computador, mientras yo lo bombardeada con Sabina, Milanés Serrat y Silvio Rodríguez. Disfrutábamos mucho porque compartíamos el gusto por la música.
Teníamos conversaciones tan largas por teléfono y nos reíamos de tantas cosas, que cuando comenzó a entrar en mi vida familiar, todos pensaban que éramos novios. De hecho me preguntaban: y tu novio Taborda, ¿donde está? ¿no va a venir? Siempre estábamos juntos. No faltaba a ninguna reunión bingo, asado o fiesta familiar. Se volvió el amigo querido por mis amigas, y verdadero amigo de mi hermano. Y es que Taborda no era una persona difícil de querer.
Hay gente que se le clava a uno en el alma, y, ¿cómo no? Un ser humano siempre dispuesto a ayudar. Si sabía que alguien tenía un problema, o atravesaba una situación difícil, ahí estaba él. Me impresionaba su nobleza. Había gente que lo hería o se la jugaba doble, pero si sabía que esa persona necesitaba su apoyo en algún momento de la vida, él tenía el compromiso moral de ayudar sin esperar nada a cambio y sin recordar la afrenta.
La palabra egoísmo, no estaba en su léxico tan amplio. Tabor siempre me secundaba en mis ocurrencias. Mis papás se tranquilizaban cuando yo les decía "estoy con Tabor". Para ellos esa era una garantía de que yo regresaría sana y salva a la casa. Todas las tardes tenía que verme con él, se convirtió en un ritual, aún cuando ya estábamos en diferentes trabajos. Así que nos íbamos a tomar cervezas al bar María Félix de mi amigo Jaime Sanchez y Dálida Orozco Ramos con un par de amigos a quienes nos bautizò "el binomio Taborda-Jiménez y el binomio Rangel Escandón, con quienes nos íbamos a chacharear, a comer fritos o a comer pastas en Getsemaní. Aún recuerdo la primera vez que fuimos a Di Silvio Trattoria. Me dijo "encontré un lugar que sé que te va a encantar", y vaya que no se equivocó.
Tabor sabía cuánto amaba ir a ver el amanecer en la playa, así que de donde estuviéramos, arrancábamos como fuera y nos íbamos. Él me cuidaba desde la orilla, mientras yo me metía con todo y ropa a bañarme en el mar. Yo le decía, ¡ven, no seas aburrido! Y le echaba agua con las manos; y él con su dedo enhiesto y su risa adormecida por la hora, me decía que no.
Siempre que salíamos era sagrado: Debía llevarme a mi casa. Yo le decía, "no te preocupes, yo me cuido sola", pero ¡no! Era como una obligación tener que dejarme en la puerta de mi casa, y decirle a mi mamá, "aquí se la traje sana y salva". Le fascinaban las cervezas del Estanco fiesta, allí íbamos en busca de cervezas heladas, y nos íbamos cuando se formaba alguna pelea que nos dañaba la conversación, y si había que seguirla en otro lado, nos íbamos a rematar en el extinto dulce amanecer: un restaurante ubicado por la Bomba El Amparo, en donde bien entrada la madrugada, yo me comía un plato de fríjoles con codillos de cerdo y él se tomaba una sopa de mondongo grande. Cada uno con su respectivo cerro de arroz. Porque si había otra cosa que nos unía era el gusto por el arroz.
Con Taborda aprendí a amar la cerveza y la buena conversación. Era un vademécum viviente, un libro gordo de Petete, una enciclopedia ambulante. Y si había algo que no sabía, lo investigaba, contrastaba fuentes, argumentaba de una manera admirable, y si no conseguía información en alguna literatura, salía con su famoso "pérate ahí, tengo un amigo que......." y terminaba dándole a uno sopa y seco sobre el desconocido tema. Porque eso sí, tenía amigos en todos lados. Si alguien me enseñó que uno debía hacer amigos tanto en el cielo como en el infierno, porque uno cuando se muere no sabe pa` dónde va, fue él. El de la chaza, el vendedor ambulante, la impulsadora, la médico, el vendedor de abanicos... De cualquier lugar al que iba, salía con un contacto, con un amigo, con una referencia y sobre todo, con una historia.
Bailar y escuchar salsa era nuestro cuento: íbamos a la extinta Caponera o a Vueltabajero y desde que llegábamos no nos sentábamos, sino que bailábamos toda la noche, hasta que nos encendían las luces. (hombre pa bailar sabroso, él) A veces pedíamos la última canción para bailar. La canción de despedida era Qué sorpresa de los Van van de Cuba. La cantábamos a grito herido, mientras reíamos, y nos señalábamos sentenciando " voy a publicar tu foto prensa pa` que la gente de tu barrio sepa a quien se enfrenta". Luego pedíamos "última de ultimilla", como él le decía a la última cerveza que, realmente no era la última, sino el preludio para poder seguir en santa paz la noche de juerga en otro lado.
Yo me mudé a Bogotá hace algunos años y seguíamos hablando constantemente. Yo le peleaba, porque a veces no me contestaba. Le hacía 7 u 8 llamadas y resucitaba a la semana con su 'cara pelada'. Le decía "mira no podemos dejar tanto tiempo sin hablar porque si me muero o te mueres, nos vamos alguno de los dos sin decirnos te quiero". Y él se reía, y me decía que no fuera boba que eso no iba a pasar, que yo sabía cuánto me quería.
A veces lo llamaba cuando me quedaba sola en la noche y le decía que sentía miedo a la oscuridad; y me recitaba el Salmo 23: "Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento". Tabor era un fiel creyente en Dios, su misericordia y protección.
Pude hablar con él la semana pasada y decirle, como siempre y por última vez, cuánto lo quiero. Lo último que escuché de él, fue que se sentía agotado, que necesitaba descansar y que iba a apagar su teléfono, que me llamaba más tarde. Esta vez esa promesa si que no se va a cumplir ni a los diez días ni en muchos años. Ya no lo voy a poder esparachinar como cuando se demoraba para llamarme, porque esa llamada no va a ser devuelta nunca más. Ya no me va a llamar desde el baño del periódico, para decirme: "me salí cinco minutos para hablar contigo porque estoy en la hora cuchi-cuchi" y te quiero contar tal cosa que me pasó... (con la hora cuchi, se refería a la hora tope para escribir y entregar un trabajo impecable), ya no voy a volver a recibir esa llamada de "rescátame", para poder ir a tomar cervezas, ni siquiera lo voy a poder abrazar por última vez, porque el Covid nos arrebató la posibilidad de abrazar a nuestros muertos. Ya no voy a poder agarrarle la mano o jalarle los pelitos de los brazos, hacerles gajitos y dejárselos vuelos un enredo, nunca más.
La noticia de su partida ha sido dura, y voy a extrañar sus apariciones al chat a cualquier hora con algún vídeo loco, o con sus anotaciones extraordinarias o los fragmentos de poemas que me enviaba, o sus grabaciones en el carro con canciones de salsa para que oyera lo que estaba escuchando; pero me quedo con Nuestras Historias, con las historias que nos contamos, con las que reímos y lloramos, con las historias que construimos.
Porque sí, definitivamente los humanos estamos hechos de historias. Es solo que a esta historia, no le siguen puntos suspensivos, sino que termina con un punto final, y un punto final nefasto, inesperado, puesto al azar en una historia que no debía aún terminar de contarse, y que nos deja a muchos sumidos en un letargo, en un trance doloroso, con un vacío en el estómago, el alma desgarrada y una tristeza profunda.
Hemos perdido a un periodista brillante, a un padre amoroso que soñaba acompañar a su hijo en su proceso de aprendizaje y crecimiento y con el que conoció el amor inesperado, incondicional e incomparable. Hemos perdido a un hermano incondicional, a un amigo fiel que se la jugaba por sus amigos, a un salsero empedernido. Hemos perdido a uno de los mejores contadores de historias que hayamos podido tener en Cartagena y que, de seguro si se cruzó en la vida de alguno de ustedes, dejó historias que merecen ser recordadas y contadas.
Ernesto taborda Herrera seguirá vivo en esas historias, porque las historias inmortalizan a la gente. Él seguirá vivo en nuestras historias, porque las historias nunca mueren. ¡Te querré por siempre!
El retrato que acompaña este texto fue realizado por mi amiga Silvia Ochoa Arroyave, bajo la técnica pintura digital.
Gracias Silvia por este regalo tan hermoso y por regalarme arte y colores en estos momentos de tribulación.
El facebook de Silvia es: @silviaochoaartstudio
Instagram: @silvyochoaartstudio