Algunos de los viejos habitantes del barrio Getsemaní calculan que la seño Matilde Castilla Galvez ya cumplió los 50 años de estar educando a los niños del sector.
Pero ni ella misma lo sabe. Dice no acordarse. Ahora, cuando cuenta con 76 años de edad y una sala inmensa para descansar sentada en una mecedora de hierro forrada en plástico, lo único que tiene claro es que por el zaguán de esa casa inmensa y antigua han pasado centenares de niños, quienes ahora son los profesionales calvos y barrigones que se pasean por Getsemaní, por otros barrios de Cartagena o en otras ciudades de Colombia o del exterior.
Uno de esos alumnos, Gaspar Barrios Castillo, su único hijo, es ahora un otorrinolaringólogo residenciado en la ciudad de Montería, de quien se siente orgullosa, “porque recompensó con creces el esfuerzo que hice por educarlo, siendo una madre soltera, que únicamente contaba con la familia y con la escuelita que se me dio por fundar para tener algo de qué vivir”.
Al principio, la seño Matilde dijo no recordar muy bien el rostro de quien la estaba entrevistando, pero en cuanto el recién llegado le trajo a la memoria los inicios de los años setenta, cuando Getsemaní era un barrio inseguro, invadido de aguas negras, urbanizado con extensos condominios impregnados de hedores indefinibles, con antiguas casas que luchaban por no desmoronarse en las narices de sus habitantes, la profesora liberó la luz de una sonrisa que, al parecer, también le iluminó el álbum de sus años mozos.
En aquel entonces, la calle del Espíritu Santo”, en donde siempre ha funcionado la escuelita, era una de las más calmadas del barrio. En el zaguán de la seño Matilde se aglomeraba una cantidad de banquitos de madera de todos los colores, sobre los cuales se sentaban niños, niñas y otros estudiantes no tan niños, quienes eran enviados por sus padres con el único objeto de que la profesora los pusiera a caminar derecho.
Porque Matilde era más recta que la vela de un barco. La sola explosión de su voz y el candelazo de una regla de madera que utilizaba para castigar a quienes se pasaban de la raya, eran suficientes no sólo para que se le tuviera respeto, sino también miedo. Esas dos cosas eran más que las precisas para que cada cual cumpliera con sus compromisos, “porque la verdad es que a mí me importaba poco quedarme hasta las nueve de la noche con un alumno que no había terminado la tarea”.
Y era verdad. Fueron varias las veces en que los padres de familia iban en busca de sus hijos cuando veían que iba cayendo la tarde y éstos no regresaban del colegio. “Están castigados”, decía Matilde con esa voz aguda que hacía temblar las tejas de la casona que fue de sus abuelos y sus padres y en la que aspira a irse de este mundo, así como vino hace tres cuartos de siglo.
Claro, esos castigos ocurrían una o dos veces en el año, porque no había terceras veces. Todo el mundo aprendía, comprendía y asimilaba el método semi terrorífico que se usaba en esa escuela; y las cosas marchaban mejor de ahí en adelante.
Lo demás era dulce como las cocadas, los suspiros y las jaleas de tamarindo que fabricaba Francisca Gálvez, su madre; y vendían sus sobrinas en las horas del descanso, en donde no había mucho por donde correr, porque el zaguán era un poco estrecho y el patio de la casa siempre estaba ocupado por mujeres que lavaban y guindaban ropas en redes de alambres que cruzaban de un alero a otro.
Ahora se le aclaran los pensamientos y recuerda también que muchos de los niños de Getsemaní primero pasaban por su escuela y después continuaban en la primaria del colegio católico “La Santísima Trinidad”, que durante esas calendas era dirigido por Juan de Dios Campoy, un sacerdote español, con quien ella dice haber tenido muy buena relación, “porque yo pertenecía a la comunidad de esa iglesia y nuestra misión era servirles a todos en el barrio. Esa fue otra de las razones por las que abrí la escuela”.
“Ahora hablo yo”
“Mi nombre completo es Matilde Castilla Gálvez, pero muchos me conocen como la ‘seño Matilde’ o la ‘seño Mati’. Nací en el barrio Getsemaní, en esta misma casa en donde también he trabajado casi toda mi vida como maestra. Pero lo bueno del cuento es que yo nunca estudié magisterio ni nada que se le pareciera.
Mis estudios fueron de Secretariado en el ‘Colegio Politécnico de Bolívar’, en donde me gradué en 1953. Pero nunca trabajé como secretaria, porque para ese tiempo las cosas estaban bien duras; y, para conseguir un empleo, había que tener palancas de todas las clases. Por eso me pasaba la mayor parte del tiempo en mi casa, cuidando a mi hijo y a mis sobrinos o tratando con los niños de los vecinos, porque a mí siempre me han gustado los niños.
Pero me tenía preocupada que en mi casa todos trabajaban o estudiaban, menos yo; hasta que un día dije que pondría una escuela, porque era eso lo que hacía con mis sobrinos y mis vecinitos: les ensañaba las letras, los números, las operaciones y los ayudaba con las tareas. Es decir, tenía la vocación, además de que mis primos universitarios me enseñaban las cosas que veían en sus clases y eso me fue dando ánimo para emprender mi aspiración.
Lo primero que hice fue hablar con Eusebio Gálvez, un tío carpintero, quien me fabricó el tablero y los primeros banquitos. Después hablé con unos cinco vecinos para que me mandaran a sus niños pequeños, pero a los pocos días el zaguán se me llenó de muchachos, porque en esa época en Getsemaní la gente paría demasiado, a pesar de que eran familias de escasos recursos, que tenían que trabajar en lo que fuera, pero no había quien les cuidara a los hijos; y yo asumí esa función.
Bauticé la escuelita como ‘San Judas Tadeo’. Y así se llama todavía. Pero cuando empezó, cobraba cinco pesos mensuales por cada niño. Algunos padres me pagaban como podían; otros, se hacían los locos y nunca me pagaban, pero todo eso se lo dejaba a Dios, que siempre me ayudaba, porque nunca recibí nada del Gobierno sino de mi trabajo y de mi familia.
Hubo un momento en que llegué a tener tantos alumnos que pensé en salir del zaguán y convertir toda la casa en escuela, pero resulta que algunos familiares también eran propietarios que habían heredado de mis abuelos, y esa ampliación se me hubiera vuelto un complique. Por eso me conformé con tener dos jornadas y recibir la ayuda de mis sobrinas, de vez en cuando.
Eso sí, aunque eran muchos estudiantes, todos se me portaban bien, porque yo les mostraba carácter. Y eso es así. Al estudiante hay que mostrarle desde el principio que la cosa es en serio. No como ahora que los profesores los tratan blando, dizque para que no se traumaticen. A mí los pelaos me caminaban o se los llevaba el diablo; y, que yo sepa, ninguno se traumatizó.
Lo que pasa es que ahora hay muchas mujeres y hombres graduándose de maestros para tener algo de qué vivir, pero lo que no tienen es la vocación. Eso es lo que hace que uno dure más de 40 años educando y corrigiendo niños. Si yo hubiera tenido más autoridad, de pronto hasta compongo a Getsemaní, pero lo único que alcancé a hacer fue formar a mis alumnos y darles a cada uno banderita y salimos en fila tocando duro las puertas de las casas en donde sabíamos que vendían drogas. Eso fue a finales de los años 70 cuando el barrio comenzó a descomponerse con tanta gente mala.
Ahora tengo profesionales en todas las áreas. De algunos me acuerdo y de otros no. Pero varios de esos alumnos, que son integrantes de la Junta de Acción Comunal de Getsemaní, hace unos 14 años me rindieron un homenaje en la Plaza de la Trinidad, por mi permanencia en esta escuelita. Por ahí tengo el pergamino. Mi foto salió también en un libro que hicieron Jorge Valdelamar y Juan Gutiérrez Magallanes. Ese libro se lo llevó mi hijo para Montería.
Actualmente, quienes están a cargo de la escuelita son mis sobrinas Norma y Yaneth Castilla. La tienen desde el año pasado, cuando me retiré por problemas de salud. Ahora estoy como al principio: todo el mundo trabaja en esta casa, menos yo. Por eso, para no aburrirme, a veces llamo a los niñitos y les repaso las lecciones. El resto del tiempo me la paso en esta mecedora, mirando por la ventana, esperando…”