Graciela "Chela" Ceballos Paccini

Chela Ceballos, más que musa una guerrera


Lo primero que se me ocurrió cuando me reuní con Chela Ceballos, fue preguntarle cuántos años llevaba cargando la cruz de su cáncer óptico. “Cinco años”, me respondió con la misma tranquilidad con que ha sobrellevado la enfermedad. Un tiempo en que tampoco ha dejado de dirigir su conjunto Las musas del vallenato.

Hace también unos cinco años que las canciones de esa agrupación musical tampoco se escuchan en las emisoras cartageneras, aunque Chela asegura que en las del interior de Colombia sí; y aún mucho más en países vecinos como Ecuador, Venezuela y México, en donde todavía conservan cierto aprecio por el vallenato romántico y por las voces de Patricia Teherán, su primera cantante; y Danny Ceballos, su hermana menor.

Unos días atrás, cuando le comenté que necesitaba conversar con ella para esta recopilación de entrevistas, me anunció que pronto se radicaría de un todo en Bogotá para efectos de seguir, con más rigurosidad, su tratamiento médico y buscar otros horizontes para sus muchachas.

De un momento a otro comenzó a parecerme que cinco años con un melanóma en el ojo izquierdo y bajo las salvajes terapias que a Chela le aplican en Universtätsklinikum Essen (el hospital alemán en donde la atienden cada seis meses) es demasiado para una mujer tan pequeña, y en apariencia tan frágil, como la que se sentó a conversar conmigo esa mañana de enero de 2007. Recordamos los años en que su diminuta figura se movía entre el ambiente musical, en donde se veía raro que una mujer fuera la acordeonista y directora de un conjunto vallenato.

Y más raro aún que un grupo de instrumentistas de su mismo sexo se siguiera por ella y escuchara vehementes recomendaciones en aras de lograr que el conjunto se posicionara entre la cantidad de grupos masculinos de todos los géneros que dominaban el panorama de la música popular del Caribe colombiano en los años 80.

Supe de la existencia de Graciela “Chela” Ceballos Pacini un martes lluvioso cuando me dirigía hacia el paraninfo de la Universidad de Cartagena, en donde se realizaba un espacio cultural que habían bautizado Martes de universidad. A la entrada del alma mater, los organizadores del evento escribieron, en un aviso de madera cubierto por una cartulina blanca, la siguiente inscripción: “Hoy, en martes de universidad: Las musas del vallenato”.

Imaginé que se trataba de una conferencia sobre la llamada música del Valle de Upar. Pero, en cuanto me asomé a la puerta del paraninfo, lo primero que observé en el escenario fue un conjunto vallenato integrado, en su mayoría, por mujeres, pues el bajo eléctrico era ejecutado por Adolfredo “El Papillo” Arzuza, quien hacía todo lo posible por ocultarse detrás de los bafles de la amplificación para no quitarle lucimiento a las nóveles artistas.

La vocalista era una muchacha delgada, de regular estatura y vestida con una especie de liqui liqui blanco, cuyo rostro se me hizo familiar en el acto. Era Patricia Teherán. La había visto en dos ocasiones. La primera: en una parranda vallenata en el barrio Las Brisas, en plenas faldas de la Loma del Marión. Un conjunto vallenato masculino estaba amenizando la reunión. El cajero —al parecer el director del grupo— la invitó a vocalizar un paseo de moda, que no pude escuchar, porque me marché a los pocos minutos.

La segunda fue durante una de las ediciones del Festival bolivarense del acordeón, en el municipio de Arjona. Patricia, flaca, dientes pronunciados y cabello tinturado de rubio, hacía parte de los espectadores jóvenes, quienes, como yo, empezábamos a interesarnos por la música de acordeón que estaba contagiando al país.

Y ahí estaba otra vez la flaca, de dientes bellamente enormes, montada en la tarima del paraninfo de la Universidad de Cartagena y fungiendo como vocalista de Chela Ceballos. Por la actitud del público, intuí que el conjunto llevaba adelantada su actuación. Es decir, solo alcancé a escuchar dos canciones cantadas por Patricia, pero no produjeron mayores sorpresas.

Un instante después, los técnicos del sonido acomodaron los micrófonos para que Chela Ceballos siguiera tocando el acordeón, pero esta vez vocalizando la canción “Como te quiero”, de Hernán Urbina Joiro, que en esos momentos el conjunto El binomio de oro, con la voz de Rafael Orozco, estaba promocionando en todo el país. La interpretación fue excelente. El público se desbordó en aplausos, sobre todo cuando Chela asumía las partes del paseo que no llevaban sobrecanto.

Finalizada la presentación, nadie abandonó el paraninfo. Los asistentes se demoraron comentando la novedad del conjunto de mujeres, que acababa de actuar. Hembras y varones rodeaban a las que en el futuro serían las más famosas representantes del vallenato interpretado por mujeres en Colombia.

Unos meses más tarde las volví a ver, aún interpretando canciones ajenas, en un programa humorístico del canal regional Telecaribe.

Una fecha más adelante, mientras viajaba en un bus intermunicipal, la emisora que sintonizó el conductor anunció el estreno de un larga duración de Las musas del vallenato; y la canción escogida fue la del compositor Omar Geles: “Me dejaste sin nada”. Unas semanas después, en una calle de la ciudad de Barranquilla, vi cuando Chela y Patricia entraban a una discotienda de donde salían las notas del LP que ellas acababan de lanzar al mercado. Se veían alegres y con la actitud radiante de las nacientes estrellas.

No era para menos. Su recién aparecida aventura anunciaba grandes expectativas para todas las jóvenes con inquietudes musicales que admiraban a Las Musas, y que antes creyeron que no era posible incursionar en el ambiente machista del vallenato que se conocía hasta entonces, con todo y que en años anteriores algunas mujeres ya lo habían intentado.

Al respecto, el investigador Julio Oñate Martínez, en su libro “El a b c del vallenato”, consignó una relación de las féminas que desde 1940 incursionaron en el canto y en la ejecución de los instrumentos de esa expresión vernácula: Ana Luisa Colón, Zoila Suárez, Estercita Forero, Clemencia Pernett, Olguita Fuentes, Emilia Valencia, las Hermanas Vélez, Amparito Jiménez, Tere García, Jenny Cabello, Lely Méndez, Lucy González, Rita Fernández Padilla, Ludy de la Ossa, Cecilia Meza Reales, Fabri Meriño, Marinella, Yolandita, Gladys Caldas (Claudia de Colombia), Tanya Constanza Puentes, Estela Durán Escalona, Marta y Margarita Campo Vives (Las M de Colombia), Adriana Lucía López, La India Meliyará, Luz Estela Calderón, Maribel Cortina, Mayra Argüelles y Madeleyne Bolaños.

Pero, aun para conocedores tan respetables como Oñate Martínez, Las musas del vallenato fundaron lo que se llamaría “El boom del vallenato femenino”, tomando en cuenta que la notoriedad de sus grabaciones estimuló a que muchas jóvenes se lanzaran al ruedo en forma continua, sin temores ni autorrestricciones.

Ese boom duró poco, tal vez apesadumbrado por la temprana muerte de Patricia Teherán; o porque se le agotó el encanto de haber sido una curiosidad novedosa a cuyo alrededor surgieron miles de expectativas que nunca llegaron a solidificarse.

 

Tú decías que me amabas...

 

En cuanto terminamos de hilvanar recuerdos que algunas veces amarrábamos desde fechas y lugares de Cartagena y de otros sitios del país, Chela se reacomodó la gorra de beisbolista que le imprimía cierto talante férreo a su rostro y a su estatura, pero que en realidad solo servía para evitar que el sol le molestara el ojo inerte, detrás del que se esconde el tumor que le atormenta la vida.

Casi no necesita preguntas. Al contrario: muchas veces me tocó interrumpirla para que no le agregara tantos detalles a las respuestas, en aras de que la entrevista quedara precisa y compacta en cuanto a los pormenores que dieron origen a su aventura de acordeonista y directora de un conjunto como el de Las musas.

Me dijo que desde que le diagnosticaron el cáncer, los médicos le anunciaron que su vida duraría muy poco. A lo sumo dos años, siendo optimistas. Pese a eso no solo ha sobrevivido más allá de lo previsto, sino que afirma sentirse cada día con más fuerzas para pensar en el futuro propio y en el de su conjunto.

Le pregunté el porqué de tanto optimismo y me respondió sonriente: “Es que yo siempre he sido así. Me pongo a planear sobre cosas que aún no tengo; y casi siempre me salen. Ese es mi secreto”.

Por boca de Chela me enteré de que en Barrancabermeja (Santander), en donde ella nació, el vallenato romántico es idolatrado, al igual que la música ranchera, pero la vena musical de su familia se sustenta en su padre, Ramiro Ceballos, lo mismo que en sus tíos, Armando y Hernán Hernández, integrantes de Los corraleros de Majagual, acordeonista y cantante, respectivamente.

A los tres años de edad, viendo a los músicos que acompañaban a su padre, Chela se atrevió a necear la caja. A los ocho, empezó a inquietarse con el acordeón.

Yo le decía a mi papá que me llevara a los festivales que él frecuentaba, pero me respondía que no tenía tiempo. Yo, sin embargo, practicaba a escondidas, me aprendí algunas canciones y hasta participé en un festival de instrumentistas que organizó Ecopetrol, la empresa en donde trabajaba mi papá. Esa vez gané tocando el vals “Tristezas del alma”. A los 11 años ya amenizaba parrandas, pero mi papá quería que fuera cantante. Por eso me inscribía en cuanto concurso se hacía en Barrancabermeja y en los que siempre quedaba de tercera; y creo que la causa era que mientras otros cantaban baladas, yo siempre me presentaba con mis vallenatos.”

A los 12 años organizó su primer conjunto: “Los hijos de Ramiro”. Los integrantes, además de Chela, eran unos primos con quienes estudiaba en el Colegio Antonio Nariño, propietario de una de las tunas más prestigiosas de la ciudad, en la que también participaba la acordeonista.

La gente veía fabuloso el conjunto, sobre todo porque era una mujer la que lo dirigía. Pero yo no creía en eso. Lo que en realidad me interesaba era estudiar Ingeniería Electrónica. Al respecto, había un profesor que me elogiaba por lo del acordeón y casi siempre me decía: ‘Lo malo de usted, es que no cree que es buena’”.

Mi mamá, Berta Pacini, empezó a darme ánimos. Siempre me tuvo fe. Es más, fue ella quien me dio la idea de formar un conjunto vallenato de mujeres, viendo que por ahí andaba la orquesta merenguera Las chicas del can, de República Dominicana. Ella pensaba que se podía hacer lo mismo en Colombia, pero con vallenato.

No me pareció tan mala la idea y empecé a buscar muchachas para formar el grupo, pero ninguna se atrevía. Ya tenía 17 años, había terminado el bachillerato y estaba decidida a dedicarme a la música. Supe que en Cartagena se estaba gestando un buen movimiento musical y le dije a mi papá que me iba. Para mi fortuna, tenía ahorros del dinero que recogía con el conjunto de mis primos. Salí con la idea de buscar a una tía que teníamos allá para que me diera hospedaje, mientras podía independizarme.”

 

***

 

¿Qué hiciste cuando llegaste a Cartagena?

Me fui para el Centro amurallado. Y haciendo cotizaciones y averiguando, llegué hasta la Calle de la Media Luna, en el barrio Getsemaní, y me hospedé en uno de esos hostales. Me hice muy amiga de la dueña del establecimiento. Ella me presentó a un amigo suyo, quien una tarde llegó diciendo que su jefe le había encomendado que buscara un conjunto vallenato. Tenía al cajero y al gucharaquero, pero le faltaba el acordeonista.

Le dije que ya lo tenía, que era yo, pero el tipo pensó que le estaba mamando gallo. Saqué el acordeón y le toqué varias piezas de El binomio y de Diomedes, que ya había practicado bastante.

El hombre me dio una dirección del barrio Manga y allá nos encontramos en la noche. El patrón del que me contrató resultó ser Luis Alfredo Romano, el director de la Secretaría de Deportes y Recreación del Distrito. Se sorprendió cuando me vio. Pero cuando le toqué un merengue festivalero bien jalado, me aplaudió. Esa noche nos volvimos muy amigos y me gané mis primeros cien mil pesos.

¿Cómo entraste al ambiente musical de Cartagena?

Cuando me enteré de que en el barrio Bocagrande, en el estadero La Piragua, se reunían los conjuntos vallenatos. Llegué buscando al acordeonista Manuel Vega, a quien ya había conocido en Barrancabermeja. En ese estadero tuve la oportunidad de subir a tarima a acompañar al conjunto de Manuel, y fue cuando noté que la gente se emocionaba de ver a una mujer tocando el acordeón. Ese hecho lo interpreté como que yo tenía un don que no estaba explotando en la forma debida.

Me impuse una rutina laboral y de aprendizaje: de viernes a domingo me iba para playa a tocarle a los turistas. Y de lunes a jueves me quedaba en el barrio Los cuatro vientos, en casa de un tío carpintero a quien le servía como ayudante. Mientras trabajaba la madera, le iba dando vueltas al proyecto del conjunto femenino.

¿Y cómo se cristalizó ese proyecto?

Fue a finales de 1986 cuando mi tío y su familia se mudaron para el barrio La piedra de Bolívar. Allá conocí al músico Osvaldo Simancas, a quien le comenté mi idea y se interesó muchísimo. Enseguida empezamos a buscar muchachas en los colegios, en los barrios y en donde nos dijeran que habían visto a alguna chica cantando o tocando un instrumento.

En junio del año siguiente formamos el primer grupo, pero faltaban la bajista y la cantante. Mientras tanto, cantaba yo y el bajo lo tocaba El Papillo Arzuza, hasta que un día el acordeonista Marcos Peña me presentó a Anita Puello y fue ella, desde entonces, quien se encargó de la vocalización. La cosa tomó entusiasmo rápido, porque las muchachas mostraban chispa y madera.

¿De dónde salió el nombre del conjunto?

El primero que planteó esa necesidad fue Osvaldo Simancas, quien era nuestro manager. Entre todos empezamos a barajar nombres, hasta que me acordé de una palabra que vi en la novela La Iliada, que estaba leyendo en esos momentos. Allí cuentan que las musas del arte eran siete mujeres; entre ellas había una que era la de la música. Y el nombre surgió solito: Las musas del vallenato.

¿Cómo llegó Patricia Teherán al grupo?

Supe de ella por el acordeonista Iván Mosquera. Me dijo que tenía cierta gracia, pero que había que pulirla un poco más. Fuimos a la casa de Patricia, pero no aceptó la invitación, dizque porque estaba ocupada con una orquesta.

Tres meses después me la volví a encontrar (porque ella vivía cerca de mi casa), pero me reiteró lo de la orquesta. Un día la vi ensayando con la tal orquesta y me pareció que cantaba bonito; pero, como me dijo Iván, le faltaba trabajo.

Una semana después, el grupo estaba ensayando en mi casa. De pronto, se presentó Patricia con la señora Cruz Romero, la mamá. A la muchacha se le notaba que no creía en el proyecto, porque se mostró un poco burlona. Cogí el acordeón, le canté varias canciones y se convenció.

¿Y enseguida se acopló con el grupo?

No. Empezamos haciendo unas largas sesiones de guitarra en las que Patricia lloraba, porque no podía con las notas, ni con la entonación, ni con la afinación; y hasta se deprimía cuando veía que llegaba Anita Puello y se ponía a cantar con nosotras. Entre todas le dábamos ánimos y ella insistía en que no servía, pero después se fue compaginando.

¿Cuándo hicieron su primera presentación?

Ese mismo año, en la Universidad de Cartagena. La cosa fue tan emocionante que a Osvaldo se le ocurrió que había que buscar apoyo económico. Así fue como conocimos a Luis Alberto Urrego, quien ya tenía un prestigio ganado en la ciudad como compositor y promotor de parrandas vallenatas.

También fue cuando conocimos a Sofía Salgado, la que sería nuestra bajista, aunque El Papillo seguía con nosotros. Al poco rato, acercándose las fiestas novembrinas del 1988, Urrego y Simancas salieron de pelea y cambiamos de sede.

Urrego nos consiguió una presentación en un zonal del barrio Canapote y fue tan impactante que el gerente de la firma Tres Esquinas, la organizadora de esos zonales, nos propuso que estuviéramos en todas las presentaciones que estaban programadas para los municipios.

¿Qué tanto demoró la primera grabación?

En realidad, muy poco. A principios del 89 conocimos a Rafael Ricardo, quien era el director artístico de la disquera Codiscos, y nos propuso que grabáramos. Con decirte que hasta nos dio la canción “Embriagado de ilusiones”, de Julio César Amador, que nosotros cambiamos por “Embriagada...” El larga duración se tituló “Con alma de mujer”. Nos ganamos 250 mil pesos, que sirvieron para comprar uniformes.

¿Cómo recibió el público esa primera grabación?

En la Región Caribe, muy bien. Pero en el interior del país, mal, porque el sonido resultó pésimo. Pero empezaron las buenas relaciones con los conjuntos y compositores de trayectoria. Por ejemplo, a Omar Geles, el acordeonista del conjunto Los diablitos, le gustó tanto la voz de Patricia que le dio la canción “No intentes”, aunque después se la quitó para dársela a Diomedes. Como consuelo, nos dio el tema “Me dejaste sin nada”.

¿Cómo fue el comportamiento del grupo después de la grabación?

Creo que todas lo asumimos con seriedad, pero por el lado de los representantes, que ahora eran Luis Alberto Urrego y Nassir Eljach, las cosas empezaron a tomar otro tinte. Discutíamos mucho por dinero o por logística, pero siempre había desacuerdos. Y no me quedó otro remedio que partir relaciones con esos señores.

De paso, me tocó disgustar con Patricia, porque ella creía que el grupo no podría sobrevivir sin Urrego y sin Eljach. Traté de convencerla de que sí podíamos, pero no se convenció y se retiró. Entonces, me puse a estudiar cómo era el asunto de los contratos y, cuando empecé a dominarlo, reapareció Patricia. Reorganizamos el conjunto y nombramos manager a mi tía Alicia Paccini.

En cuanto a las grabaciones, ¿cómo siguió la empresa?

Adquirimos un contrato por tres años con Codiscos. Pero para la siguiente producción, ya no contamos con la dirección de Rafael Ricardo, por lo que me tocó asumirla con lo que había aprendido de él. La base de la grabación fue el conjunto de Los diablitos, aunque me tocó también estar pendiente de las mezclas y de todo lo demás.

Recuerdo que para darle robustez a la voz de Patricia, hubo que bajarle ¼ de tono a la percusión y manejamos más segundas voces que sobrecantos. En las presentaciones, la cosa se arreglaba solo con que los sonidistas manejaran algunos números.

¿Cómo se llamó ese LP?

—“Las guerreras del amor. El éxito fue “Me dejaste sin nada”, de Omar Geles. Pero más allá de esa canción, el conjunto causó tanto impacto en todo el país que empezaron las grandes giras, tanto nacionales como internacionales. Esa vez conocimos Venezuela y Ecuador.

A estas alturas, a las muchachas que, por una u otra razón, se salían del conjunto, era fácil reemplazarlas, porque muchas hijas de músicos veteranos se estaban atreviendo a salir al ruedo; y fue así como se formaron más conjuntos femeninos.

Pero volvieron los problemas al conjunto...

Sí. Y ni siquiera peleábamos por dinero, sino porque Patricia no estaba preparada para la fama. Mientras para mí y para el resto del grupo era normal que la gente nos elogiara, para Patricia no. Y no faltaron los disociadores que le metieron en la cabeza que ella era la estrella del grupo, que nosotras estábamos pegadas gracias a su talento.

Hubo tantos desacuerdos y tanta habladuría por la calle, que los papás de algunas chicas empezaron a retirarlas del conjunto. Patricia no encontraba de qué excusa agarrarse para pelear con nosotras, pero sobre todo conmigo.

Llegó hasta a decir que yo era demasiado rígida, que yo quería ser como su mamá. Pero en realidad lo que me interesaba era que todas guardáramos buen comportamiento para que la gente hablara bien de nosotras.

¿Hubo problemas, entonces, para cumplir con el contrato de Codiscos?

Menos mal que no. Yo volví a asumir la dirección. Ese long play se tituló “Explosivas y sexis”; e irónicamente el éxito se tituló “Qué desastre”, de Uchi Escobar.

Cuando el LP salió a la calle, ya las cosas estaban demasiado graves, como que a Patricia no le daba la gana de ir a ciertas presentaciones y Anita tenía que reemplazarla. La gente nos veía pelear con Patricia en todas partes. La última pelea la tuvimos en San Andrés y allí se acabó la unión.

¿Qué piensas de Patricia ahora que ya murió?

Que era una cantante carismática y sentimental, pero por desgracia se dejó envenenar por oportunistas que lo único que querían era llenarse de dinero a costillas de ella. Cuando recuerdo a esos oportunistas, también me pregunto por qué no aparecieron cuando nadie nos conocía, cuando nos desvelábamos tanto para que se reconociera nuestro trabajo.

Enero de 2007