Caminando Torices. Fotografía NorbMorelo para zocosorongo.

Cartagena no tiene dos caras


A Cartagena se le atribuyen apenas dos de las muchas facetas que la componen; una suerte de frontera que divide a su pueblo entre la opulencia del sector histórico y el cordón de miseria que tanta y tan conveniente publicidad le han hecho periodistas y políticos de la escena nacional y hasta local, en algunas ocasiones.

Esa presentación tan limitada del territorio cartagenero ha servido como caldo de cultivo para ignorar el resto de manifestaciones comunitarias que han hecho ciudad. Por ejemplo, el Oriente cartagenero cuenta también la otra cara de las migraciones. Otra ciudad de Espaldas al mar, y con aire más sabanero que porteño, fue testigo de este crecimiento vertiginoso y todavía imparable que vive nuestro territorio. La misma arquitectura republicana con ligeras variaciones, patios amplios, terrenos plagados de vegetación, hectáreas de solares  y animales de corral fue convirtiéndose en edificios con aires de modernidad y sin mayor planeación.

Pero había más en esa ciudad invisible. En el corazón del oriente cartagenero, por ejemplo, se instaló la pequeña villa del restaurador Miguel Sebastián Guerrero y su esposa Alicia: una hectárea, más o menos, en la vieja providencia a espaldas de los terrenos de la orden de las  hermanas franciscanas auxiliadoras de la que hacía parte (S) María Bernarda Bütler, y en donde se encuentra uno de los colegios más antiguos de la ciudad que lleva su nombre en honor a Monseñor Eugenio Biffi. Este lugar, ya arrasado por el crecimiento de la ciudad, era un casi salto a la fantasía caribeña más allá del  realismo mágico: fuentes con querubines y sapos en piedra tallada plagados de verdín, una casa de techos más altos a los acostumbrados con un marcado aire gótico que incluía, al estilo de las historias nórdicas, esculturas talladas a tamaño casi familiar con su oscuridad intencional, sus jarrones igual de grandes a una niña o niño de 5 años y otras creaciones del artista. Cuando Miguel Sebastián Guerrero murió, su esposa se acostumbró a ver a niñas y niños de la zona husmear sus espacios dantescos. Ella, la dulce Alicia, vestida de faldas largas y camisas con pañoletas de seda al cuello en pleno sopor costeño, nos miraba desde su mecedora sin mediar palabra.

Entonces no, no solo está la cartagena luminosa y dorada por el mar, ni la otra festiva y abandonada por las políticas públicas de la ciudad. Cartagena es una ciudad de contrastes más profundos, de historias que necesitan narrarse a varias voces para desentrañar, o al menos acercarnos, a la mística de este territorio tan provechoso para la corona española y el resto del país.

Es por eso, porque el trabajo de tejido de memoria en la Heroica exige más voces de las que se escuchan, que procesos comunitarios como los de "Zocosorongo" y "lo doy porque quiero Cartagena" son tan urgentes para la ciudad, porque ayudan a reconocer esas facciones que el crecimiento urbano parece devorarse, y porque ayudan a restaurar la autoestima colectiva al reconocer que hay más que murallas y necesidades en este lugar. Las historias de esa Cartagena profunda nos conectan con raíces todavía desconocidas que también componen lo que somos.
Una ciudad de puertas abiertas que todavía, por más colonización y aun por por encima de ella, sigue descubriendo sus falanges; el gran cangrejo de las Indias todavía está vivo y está a la espera de ser descubierto sin avasallamientos ni estigmatizaciones abigarradas.

Salgamos a caminar este territorio y a escuchar los cuentos viejos de sus barrios. Nunca sabemos dónde se agazapa la poesía que envuelve a Cartagena de Indias.


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