A mis 40, veinte: Duodécimo Capítulo. Horribile visu.


Horribile visu

 

Deseo firmemente (empecemos con una palabra que en sí es sarcasmo del contenido de esta historia) que las líneas que vienen a continuación nunca sean leídas por la aludida, pues, si ese fuera el caso, creo que con razón podría decirme de todo y de mí decir de todo. Pero la verdad, como las ventosidades, y por los mismos motivos, ha de abrirse camino y no puedo permitirme mantener más tiempo oculta esta terrible historia que me aconteció hace ya una década, ¡cómo pasa el tiempo!, cuando todos éramos más jóvenes y algunos aun manteníamos intacta la inocencia.

 

Pero la inocencia, como la virginidad y el buen nombre, se pierde cuando uno menos lo espera, y así me sucedió a mí una infausta tarde de primavera en la que descubrí el atroz secreto de la mujer que yo por aquel entonces tanto deseaba, la terrible evidencia que desde ese momento me impidió volver a dormir en paz y armonía, la revelación que me traumatizo hasta ahora que escribo estos tristes y compungidos párrafos.

 

Todo empezó una mañana cualquiera cuando en mi oficina entró a trabajar una nueva becaria. Inquieto como siempre he sido por el Derecho Penal y atento a sus hermosos ojos verdes, así como a su figura alta y aparentemente atractiva, inmediatamente busqué mil excusas para charlar con ella y, finalmente, para pedirle su número de teléfono móvil, el cual me daba acceso inmediato a poder chatear con ella en privado. Cosa que no tardé en hacer tan pronto como pude, intercambiando bromas y gracias cada vez más picantes, hasta que, aprovechando la llegada de las vacaciones y su viaje a una amurallada ciudad castellana, le propuse ir a visitarla, alojarme en un céntrico hotel e invitarla a comer.

 

A los pocos días llegaba en tren a la ciudad en cuestión y ella me recogía en coche para ir a comer juntos y cumplir mi promesa. Esa tarde paseamos por las callecitas de piedra que yo pisaba por primera vez y, tras comprar un par de helados y tomarlos en una hermosa plaza porticada, ella me preguntó cuándo me besarás, a lo que yo sonreí y procedí a complacerla. ¿Bonito, verdad? Una historia romántica entre dos personas jóvenes. De lo más normal. Nada permitía presagiar entonces el horror que se avecinada implacable.

 

Vueltos a nuestra ciudad de origen continuamos viéndonos. Ella quería ir poco a poco y yo acepté seguir su ritmo, así que salimos juntos dos o tres noches en las que no pasamos de los besos, los arrumacos y alguna que otra caricia debajo de las breves ropas que el ya incipiente verano nos invitaba a vestir. Ella me dijo que quería que hiciéramos el amor por primera vez en algún lugar especial, que pensara yo dónde quería que fuera y que la próxima semana lo arregláramos para poder vernos y cumplir nuestros deseos. Así lo hice y busqué un balneario cercano, un lugar bonito, con hoteles, piscinas, jardines, aguas termales y un par de restaurantes agradables.

 

Allí fuimos y allí tuvo lugar la tragedia. Lo que ha de suceder sucede y nadie lo puede impedir. Los dramas que el destino pone en nuestro camino son inevitables y confiarse y creer que es imposible que sucedan sólo provoca que, cuando suceden, el dolor sea mayor. Así me sucedió a mí. Todo comenzó del mejor de los modos. La tarde en que acordamos ir al balneario la recogí en coche en su casa y la llevé al sitio convenido. Llegamos al hermoso complejo de reposo y salud mientras manteníamos una alegre conversación, que sostuvimos hasta entrar en la habitación que nos fue asignada. Una vez en ella la pasión ya no pudo reprimirse más y ambos nos fundimos en abrazos y besos que llevaron a poco menos que arrancarnos la ropa el uno a la otra y la otra al uno, lanzarnos sobre la cama y comenzar a tomarnos con una fuerza y un desespero como si no dispusiéramos de tiempo y el final del mundo nos fuera a llevar de inmediato.

 

Qué poco sabía yo en ese momento que, efectivamente, el final del mundo se disponía a llevarme de inmediato. Empezamos ella abajo y yo encima. Una cosa muy tradicional. Todo iba bien hasta que ella propuso cambiar la postura y, sin mediar ninguna otra palabra, se dio la vuelta y ofreció la visión de sus nalgas a mis hasta entonces ávidos ojos. Y, entonces, se desató el horror. El pavor. El furor. Todos los males del mundo se desataron. La Caja de Pandora se abrió de nuevo, pero no fue una mujer llena de dones lo que les fue mostrado a mis pobres pupilas, sino unos cuartos traseros derretidos, deshechos, fofos como jamás los había visto y jamás los he vuelto a ver, como si todo el calor del universo se hubiese concentrado en ellos en ese mismo momento, como si la gravedad los hubiese retado y vencido en singular combate, como si la celulitis fuera reina y emperatriz de la Creación y Dios Todopoderoso, que jamás habría permitido si de él dependiese tal desafuero que inundaba en copioso desparrame nalguil mi aterrada vista, no tuviera ni voz ni voto en semejante teatro del esperpento.

 

Durante un par de segundos quedé petrificado ante la espantosa revelación, mis músculos paralizados, mi miembro sacando bandera blanca, mis manos temblorosas y congeladas en el instante del acabose, pues enfundadas en unos pantalones tipo jeans sus nalgas parecían hermosas y lozanas, pero ahora que las veía por primera vez libres de toda máscara y ornamento se me presentaban como heraldos del averno, criaturas antinaturales, seres desproporcionadamente grandes, blanduzcos y atocinados para pertenecer a su dueña, que yo creía hermosa y perfecta sílfide. ¿Es cristiano que una tela esconda semejante secreto? Mucho lo dudo. ¿Es digno que tales engaños se produzcan? No debería serlo.

 

Podría afirmar el observador imparcial que menudo drama más ridículo, la muchacha tenía un culo feo, ya, dónde está el misterio. Es algo tristemente muy habitual. Un problema sufrido por mujeres y hombres sin distinción. Algo que le puede pasar a cualquiera y por lo que no hay que culpar a nadie. Así es la vida. Cosas que pasan. La decadencia de Occidente. Poco más. Pero a mí en ese momento no se me mostraron todas esas sensatas razones que con la experiencia y las malas vivencias he aprendido. A mí, en aquel instante germinal, la visión de una muchacha que yo tanto deseaba desprovista de todo erotismo y saturada de mantequillosa realidad me superó hasta extremos que nadie puede ser capaz de concebir. Fue un despertar al horror. Un amanecer de los muertos vivientes. Una matanza de Texas en forma de despedazamiento de mi libido. Fue la primera vez que quise salir corriendo de una relación íntima.

 

Sin embargo, aguanté como un valiente y, tras volver a colocarme cara a cara con ella y terminar nuestra relación en la posición original (una cosa es ser valiente y otra ser capaz de seguir adelante con una mentira como la que hubiera supuesto aparentar deseo ante una figura de cera abandonada en el horno), procedí a loar su belleza y atractivo adentrándome en las más repulsivas y abyectas cotas de la hipocresía. Nuestra relación no terminó aquel día, como hubiese sido lo correcto, saludable y decente, sino que continuó. Es mejor no preguntar el porqué, porque no lo sé, pero continuó. Acháquenlo a mi carácter débil. Quizá a mi deseo descontrolado y carente de límites éticos. Fuera por lo que fuese que continuara, pero la relación fue de mal en peor, pues en otra ocasión en que nos arrojamos a la coyunda en casa de sus padres, encontrándonos en el tálamo del amor, sus gemidos alertaron a su perrito, que creyó que su ama sufría bárbara tortura, provocando que ambos tuviéramos acompañamiento de lamentos perrunos durante todo el acto y yo concierto doble de gemidos aullantes en la oreja y ladridos caninos en la espalda hasta el fin de éste.

 

Nuestro amor nació para morir y así fue cuando un día saliendo del trabajo recibí un mensaje de texto en el que la mujer de las carnes de gominola me anunciaba que en su consideración lo mejor era que dejáramos de vernos, pues notaba que había algo entre nosotros que no funcionaba (cabría decir: sus nalgas cuando yo me ponía detrás de ella) y era evidente que siempre que estaba con ella no lo estaba del todo, pues algo o alguien en mi mente no me dejaba concentrarme en ella. Diré que no era alguien, sino algo, y que ese algo pertenecía a un alguien que tuvo la desfachatez de dejarme manteniéndose ignorante de que nada salvo la blandura esponjosa, acolchada y mullida de sus posaderas era la causa de mi turbación y desasosiego. Cuánta superficialidad, pensarán los menos apelados por mis cuitas con tales grupas de caramelo licuado, pero nadie debería opinar antes de vivir y, vive Dios, que yo viví una tremenda visión cuando vi por primera vez semejante trono de plastilina y crema pastelera.

 

Desde entonces mi vida nunca volvió a ser la misma. El trauma afectó todas mis relaciones posteriores (nunca mejor dicho) y he de reconocer que, si el sexo masculino se divide en dos tipos, los hombres que buscan senos grandes y los hombres que se desviven por nalgas pequeñas y duras, yo desde aquella aciaga experiencia soy de los segundos. De ella nunca supe más. La última vez que la vi se despedía de mí una brumosa mañana de otoño en la puerta de su casa tras haber pasado la noche juntos. Con una taza de humeante café en las manos y el perrito molestón a los pies. Supe que a los pocos años tuvo un hijo. Que la vida siguió para ella y que, seguramente, olvidó mi nombre y las que quizá a ella también le parecieron mis flojas nalgas. Así es la vida. Todo pasa. Nada queda. Tan sólo los recuerdos. Y, a veces, ni eso.


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR