Los Elegidos. Prólogo.


Un hombre.

 

El cielo claro. Blanco. Transparente. Jano mira a su derecha. Jano mira a su izquierda. Las montañas le contemplan allá donde dirija la mirada, se apartan, le estorban, se disculpan. Los árboles se inclinan a su paso, las hadas le hacen reverencias. El Sol una naranja. La luz el licor del fuego. Va solo. No necesita compañía. El Alto Maestre camina por los senderos castaños, sobre la tierra negra, entre los bosques mojados por la mañana. Sus cabellos de oro reflejan la luz, sus iris azules la hacen huir asustada. Es alto. Es fuerte. Viste de blanco. Un uniforme parco, sin enseñas, sin insignias, sin ninguna marca que nos diga quién es o de dónde viene. Lleva mucho tiempo fuera de casa. Lleva demasiado buscando algo que nunca ha visto, algo que siente que debe encontrar. Jano busca lo desconocido, el verbo no pronunciado, la fantasía aun no imaginada.

 

La puerta se abre para que la crucen los demonios de la noche, los portadores de la luz, los niños que han de finalizar los tiempos y cambiar la era.

 

La muerte del camino. Jano frente al precipicio. Se acabó el bosque, se despidió la montaña. Se coge de una rama, se apoya en el borde de la nada. El vacío le agita las ropas, la respiración le late entrecortada. Su mirada se pierde en el abismo, en el rio que corre a mil metros bajo sus pies. Las montañas se recortan contra su silueta. Los rayos de sol se reflejan en su figura helada. Sonríe. Salta. El aire se aparta. La presión escapa. Las reglas del mundo de los mortales no se aplican en este reino. A nadie le interesan. Un vuelo a la velocidad de los sueños. Un reírse de la realidad encorsetada. Jano toca tierra. Se posa en el centro del rio y las piedras se agrietan a cámara lenta. Separa los párpados y el agua se frena, las gotas se deslizan alrededor del cráter que su cuerpo genera en la corriente.

 

Llama a un árbol. Y el árbol acude. Las ramas marchan. Las hojas desaparecen. Toma el tronco entre sus manos. Lo cruza de orilla a orilla. Lo convierte en puente. Sube a él. El agua vuelve a fluir en la cuenca violada. Baja la mirada. El rio arrastra guijarros pulidos, piedrecitas de colores. El Alto Maestre escucha algo. Un lamento lejano, un lloro desconsolado. Cierra los ojos. Respira profundo. Siente como las estrellas se detienen, como el tiempo se para. Y ve una roca negra. Un niño inconsciente sobre ella. ¿Dónde? La selva se le muestra allá donde mire. Los pájaros piando cansados. La belleza esperando a la Luna.

 

Se dirige al lugar en el que ha sentido al niño, allí donde sigue viendo lo que le ha traído hasta un reino tan lejano. Al fin lo ha descubierto. Camina de día y de noche. Camina con el sol y con la lluvia. Camina y camina. Sube y baja. Corre y nada. No come ni bebe, no descansa ni se detiene obsesionado con su destino. Camina siete días, siete noches, una semana entera. Y se encuentra junto a una roca pelada. En la cumbre de una montaña. Las nubes allá abajo. El viento soplando con fuerza. El viento despeinándole y él incapaz de evitarlo. Un niño a su lado. Dormido. Desnudo. Tendido sobre una gran piedra. Sus cabellos son largos. Una melena oscura. Sus párpados están mojados. La sangre aun corre por sus mejillas.

 

-¿Te caíste de tu hogar?

 

Jano susurra en los oídos del pequeño. Dos ojos verdes se abren. Dos esmeraldas hacen apartarse al Sol en el cielo. El niño le ve. Jano le mira con ternura. El niño se aleja. Jano le sonríe. El niño le tiene miedo. Jano le ofrece la mano para que se acerque. Percibe la energía que desprende el pequeño. Las hojitas quemadas a su alrededor. El aire más caliente según te acercas. El niño se levanta. Se pone en pie. Deja al descubierto un lecho de plumas negras. Salta. Sale corriendo. Jano delante suyo. El niño se frena. Corre en la dirección contraria. Jano frente a él. El niño se cuela entre las piernas del adulto. Trata de escapar. Camina en el aire. Jano le sostiene a la altura de su pecho. Le coge de los cabellos.

 

-Allá donde tú vayas, antes iré yo.

 

El niño mira al Alto Maestre. Sus ojos son serpientes. Sus iris cascabeles excitados. Jano se pregunta quién será la culebra alada que ha encontrado. El niño le muerde la mano. Se libera. Huye tan rápido como puede. Fuego. Mil llamas le cortan el paso. Le rodean. Le impiden ir a ninguna parte. El pequeño no tiene miedo, su cuerpo es electricidad descontrolada, su melena la respuesta a qué sabrán los relámpagos enfadados.

 

-Ven conmigo, muchacho. Acompáñame a mi montaña.

 

Jano cruza el telón de fuego. No se quema. El niño separa los labios asombrado.

 

-¿Por qué?

 

Jano sonríe. Ya le ha hablado.

 

-Porque yo también quiero saber quién eres.

 

Las esmeraldas se entornan. Las esmeraldas se preguntan quién les ha leído el pensamiento sin que ellas le diesen permiso.

 

-Tengo siete años.

 

-¿Y cómo te llamas?

 

El niño penetra en su memoria. Busca en el cielo. No hay respuestas. No allí. No para él.

 

-Me quitaron el nombre. Me convirtieron en nada.

 

Jano duda. Jano tiene esperanza. Jano cree que ha encontrado lo que lleva tanto tiempo buscando.

 

-Vendrás conmigo. Juntos descubriremos quién se esconde detrás de tus ojos verdes.

 

-¿Y cómo me llamaré?

 

Jano siente el fuego que les envuelve. El viento saliendo del cántaro. Escribe el primer verso de los nuevos evangelios. Crea al hombre. Limita el infinito.

 

-Te llamarás Prometeo. 


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