La noche era fría. Y de los cafés salían nubes de humo. Suspiros jóvenes, alientos borrachos. Sonaban las gaitas y el vapor calentaba los pulmones de cuero y viento. Cantaban las jarras y la cerveza reía en las tabernas, en el fondo de la tierra, en un mundo en el que el calor jamás se asomaría a la ventana. Las calles corrían veloces y los viandantes se deslizaban para que las avenidas no se fuesen sin ellos. Las aceras lloraban y el asfalto te enseñaba sus lágrimas de plata. El cielo jugaba con las estrellas. Las escondía, las protegía, las violaba antes de que lo hiciesen las tormentas entre sus caderas de nieve. La Luna saltaba desnuda de casilla en casilla. La Luna era perseguida por los vientos que asolaban las alturas y ella sólo soñaba con ser atrapada.
Un parque. Dos sombras. Una plaza con el suelo de arena. Dos figuras. Un círculo de árboles ocultándose tras sus ramas. Dos sonrisas. Un escenario. Tres pinceladas. Una sombra era oscura, la otra clara. Ambas se estudiaban, ambas iban a atacarse. El silencio las envolvía y los árboles descubrieron que tenían miedo de sus propias ramas, que se les soltaban las hojas, que se les caía la primavera cuando para ellos aún no había llegado. Dos miradas se cruzaron. Una caricia se preguntó a qué sabría el dolor.
“¡¡Iaahh!!”
La más pequeña de las sombras se abalanzó sobre la otra. Saltó. Trató de golpearla con la fuerza de un animal, con la rabia de una bestia en celo. Su ira se convirtió en carne y su carne en puños, en piernas, en todo un cuerpo que atacaba para tocar la nada, que agredía para cortar el aire y no obtener fruto alguno. Saltó atrás. Corrió. Tomó impulso. Desenfundó una espada de mango de plata a la carrera. La sangre quiso brillar en su hoja. Impuso la mano izquierda y la tierra explotó delante de su rival. El polvo se levantó formando una nube que cubrió a ambas figuras y que no les dejaba ver porque ninguna lo intentaba, porque luchaban con los ojos cerrados, porque aquí venían los espadazos y aquí los brazos que los paraban, las manos que los blocaban, los dedos que cogieron la hoja y la lanzaron a lo lejos haciendo volar al espadachín que se sujetaba a ella, al guerrero que se estrelló contra una fuente de mármol rompiéndola en mil pedazos, regando la arena con chorros de agua helada. Despacio. Calma. Una melena oscura se posó sobre un hombre. Dos labios hablaron a un enemigo tumbado.
-¿Tienes ya suficiente?
Una voz femenina respondió levantándose del suelo. Dos manos se sacudieron las ropas. Diana se limpió la sangre de la boca. Miró a Prometeo.
-Acabamos de empezar.
Prometeo sonrió. Se quitó el abrigo.
-Pues ya es hora de acabar, niña mala.
Diana movió la muñeca. Negó con el dedo índice. Chupó la última gota de su sangre usando su lengua rosada.
-Estaré encantada de acabar contigo, entonces.
La mujer comenzó a tensar su cuerpo. Los trozos de la fuente se elevaron a su alrededor. El agua se evaporó junto con la arena del suelo. Su trenza reventó la cinta que la sujetaba. Sus cabellos bailaron con la oscuridad. Dos iris azules se volvieron viento. ¡Desapareció! El hombre no se movió. El hombre cerró los ojos. Silencio. Te busco. Escucho tus pasos. Siento tus jadeos. Te persigo. ¡Ya te he encontrado! El hombre la vio aparecer a su espalda, caer como una roca en llamas. Se dio la vuelta. Cogió la espada con la palma abierta. La sujetó entre los dedos. La sometió a su poder. La mujer quería soltarse. La mujer no podía. Un grito furioso desencajó los goznes de la noche. Viento. Y la melena de la mujer se alejó de la espada y con ella su cabeza, su cuello, su cuerpo de una pieza que viajó al mundo de aquellos a los que se llevó un tornado. Un torbellino que se calmó envolviendo al hombre de los ojos verdes. A la serpiente con forma de ser humano a la que la electricidad iluminaba la mirada.
La mujer movió la mano y el arma voló hacia ella. Corrió de nuevo hacia su enemigo y sus pasos agrietaron el suelo. Saltó y cayó de los cielos con una guadaña entre los dedos. Saltó y sus enaguas blancas ensordecieron los rugidos de su alma. Intentó todas las estocadas conocidas, probó todos los movimientos permitidos, se entregó al mundo de los ataques prohibidos. Luchó, luchó y luchó. La mujer murió y nació un guerrero, una niña sedienta de victoria. Los árboles se derrumbaban tras cada embestida fallida, el aire se desgarraba bajo la hoja que sostenían las manos femeninas. Pero de nada servía tanto esfuerzo. De nada cuando su rival era un destello, un resplandor, un fantasma que te engañaba con su estela, que te hacía matar a la nada cuando él ya de ti se burlaba.
La espada silbaba en la oscuridad. El acero temblaba fracaso tras fracaso. Maldito seas, que no te alcanzo. Maldito seas, que no te venzo. El sudor afloraba con mil pétalos de sal y los gritos se perdían en el vacío. Cada ataque era un caer sobre el polvo. Cada intento era un tropezar y hundirse en la derrota. El parque se venía abajo. El estruendo del combate inundaba la noche. Ya era hora de acabar. Vamos allá. Un suspiro. Un fogonazo demasiado veloz como para poder verlo. A la mujer le robaron el arma, su adversario se la quitó sin que pudiera evitarlo. A la mujer le robaron el adversario, desapareció sin que pudiera impedirlo.
-Pero aun puedes conservar el cuello. -Diana y la hoja de una espada apoyada contra su garganta. Prometeo había vuelto. Prometeo sostenía el arma que rozaba la piel femenina- ¿Te rindes?
Victoria. Diana se enfadó. Apartó el arma de su cuello. Miró a Prometeo. Le descubrió contemplándola con una sonrisa en los labios. Extendió el brazo y pidió su espada. La recibió. La enfundó. Se trenzó el pelo sin dejar de mirar al chico. Se colocó la ropa bien colocada. Se dio la vuelta. Se fue caminando entre los troncos caídos. Prometeo la escuchó ya a lo lejos, ya cuando ella creía que no era escuchada.
“Me rindo.”
El contorno del Alto Maestre se recortaba contra las sombras del parque. Algunas ardillas buscaban sus casas sin saber que éstas ya no estaban, que se habían ido, que se las habían llevado. Prometeo contempló los troncos caídos, las esculturas rotas, la devastación que le rodeaba. Suspiró. Movió la cabeza. Negó resignado. Puso la mano sobre la tierra del suelo. Dos esmeraldas se iluminaron. A la mañana siguiente los árboles no recordarían nada. El viento guardaría silencio. Un parque volvería a tener fuente de mármol.
....... ....... ....... ....... ....... ....... .......
-¿Un helado, señorita?
Diana miró incrédula al vendedor ambulante. ¿Quién podía vender helados en plena noche y con el frio que hacía? Bueno, daba igual.
-Uno de chocolate. El más grande que tenga.
El vendedor movió su cucharón. Cogió una enorme bola de helado. La colocó en un cucurucho. Lo cubrió con una servilleta de papel. Quiso clavarle una palita de plástico, pero Diana le dijo que no, que prefería tomarlo directamente en la boca.
-Son...
-No, yo no tengo dinero.
El vendedor movió su bigotón. Arqueó las cejas.
-¿Y quién va a pagarme?
Diana señaló en dirección a una figura que se acercaba por la avenida.
-Él.
Prometeo llegó junto al carrito de los helados. Sin que nadie le dijese nada, pidió otro cucurucho de chocolate.
-Sí, así estará bien. Gracias.
El vendedor le informó que debía pagar los dos helados. Prometeo miró serio a Diana. La muchacha dio un lametón, se manchó los labios de chocolate, se encogió de hombros. El Alto Maestre puso tres monedas sobre el pequeño mostrador. Le dijo al vendedor tome, quédese con el cambio. Caminaron un buen rato. Sin hablar. Demasiado ocupados en sus helados. Las gotas se empecinaban en caer sobre la superficie de la galleta. Las dos lenguas corrían de uno a otro lado, perseguían el líquido marrón, se agotaban con tantas sensaciones dulces a veces, amargas casi siempre. La gente se cruzaba con ellos. Los miraban extrañados. ¿Cómo eran capaces esos dos muchachos de tomarse unos helados tan exageradamente grandes en plena noche y cuando ya se acerca una nueva nevada? Diana terminó el suyo primero.
-Bueno, ¿y ahora a dónde me llevarás?
Prometeo contestó con la boca llena de chocolate. Los trocitos de galleta daban a su voz un tono nada comprensible.
-¿Cómo que a dónde te llevaré?
Diana se ratificó.
-Pues que a dónde me llevarás. ¿No creerás que he venido hasta aquí sólo para verte? Te tengo muy visto, chico.
Prometeo puso la cara que ponen los niños cuando algo no les gusta.
-¿Y por qué tengo que ser yo el que te lleve? Ya eres mayorcita, llévate a donde te apetezca.
-Te recuerdo que no conozco la ciudad.
-¿Y qué quieres decirme con eso? Yo llegué hace apenas unos días.
-Pues ya la conoces mejor que yo. Además, tú obligación como caballero es hacer que me divierta.
Prometeo estaba enfrascado en la tarea de comerse la punta de su cucurucho. Era de las que tienen chocolate duro junto con la galleta. Le encantaban las de ese tipo. Duró poco, pero se sintió feliz. Recordó que había una muchacha a su lado.
-A veces creo que sólo me quieres para que te pague los caprichos y te entretenga.
Diana sonrió ufana.
-Bueno, también me divierto peleando contigo.
Ahora fue Prometeo el que sonrió malvado.
-Querrás decir perdiendo conmigo.
Diana le miró con cara de pocos amigos. Le quitó el trozo de galleta que aún le sobresalía de la boca y se lo comió.
-¡Eh! ¡Que me lo estaba comiendo yo!
-¡Ah, pues haberte dado más prisa!
-¡Eres una..., una..., una mala perdedora! ¡Y una orgullosa!
-Fíjate lo que me importa que pienses eso. Además, no tiene gran mérito ganarme. ¿No eres ahora el Alto Maestre? Lo mínimo que se te puede pedir es que derrotes a una inocente y delicada muchacha como yo.
Prometeo paró en seco.
-¿Inocente y delicada? ¿Tú?
-¿Tienes algo que objetar?
Prometeo percibió el riesgo que implicaba una respuesta afirmativa. Continuó caminando.
-Supongo que me conviene decir que no.
Diana le cogió del brazo apretándose contra él.
-Supones muy bien.
Llegaron frente a un restaurante. Uno de los más caros de la ciudad. A Diana le gustaron las luces y la decoración de la entrada.
-Invítame a cenar.
-Pero si te acabas de comer un helado enorme.
-Quemo mucha energía al día.
-Y encima querrás que pague yo, para variar.
-Algo bueno debe de tener lo de echarse novio.
-Y seguro que pedirás lo más caro.
-Debería de ser todo un elogio para ti mi buen gusto.
-Ahora que pienso..., ¡si ya hemos cenado!
Prometeo recordó que si se habían peleado en el parque fue porque, a la salida de un restaurante cercano, le dijo a Diana que tarde o temprano engordaría si no cambiaba esa costumbre suya de comer tanto
-Pero han pasado tantas cosas desde entonces que ya ni me acuerdo.
-¡Lo único que ha pasado es que te hice un comentario inocente y quisiste pelear, que viste un carrito de los helados y pediste el cucurucho más grande y que ahora te gustan las luces de un escaparate y quieres cenar sin saber siquiera qué tipo de comida te servirán! ¿Pero cómo es posible que seas tan caprichosa?
Prometeo no paraba de quejarse. Diana le escuchaba como quien oye llover. El chico paró. Se cansó. Se conformó con chispear un poquito.
-¿Entonces me invitas o no?
Prometeo recordó la escena de la espada y la garganta. Barruntó mil posibilidades distintas. Todas con Diana como protagonista. Al final, se acercó a la puerta del restaurante y la abrió para que la muchacha, muy sonriente, entrase. ¿De qué sirve discutir con aquellos gracias a cuya felicidad vivimos?
-De nada -se dijo Prometeo.
....... ....... ....... ....... ....... ....... .......
El restaurante era de cocina mediterránea. Perfecto, pensó el Alto Maestre, encima conoce todos y cada uno de los platos que le pueden servir. Diana miraba la carta con avidez, con el ansia y el nerviosismo de aquel al que todo le gusta y que no sabe por dónde empezar. Los preciosos ojos azules de la muchacha se habían transformado en dos lobos que no se decidían a quién morder en primer lugar. Llegó el camarero.
-Buenas noches, los señores tomarán...
Diana abrió la boca, pero, esta vez, Prometeo fue más rápido.
-No hace falta que tome nota.
“¿No?” -respondieron simultáneamente el camarero y Diana.
-No -se ratificó Prometeo- Mire, nos va a traer todo lo que tengan. Puede empezar por donde le apetezca: orden alfabético, sabor, color, precio, al azar..., da igual. Pero no deje de traer comida en ningún momento. Ni se le ocurra hacerlo.
El camarero le miró intrigado.
-¿Por..., por qué no?
Prometeo respondió con resignación. Pobre Prometeo.
-Hay algunas personas en esta mesa que, cuando empiezan a comer, más vale que tengan suficiente comida que llevarse a la boca en todo momento hasta que materialmente no les quepa más.
Miró crítico a Diana. La más pura de las inocencias apareció en el rostro de la muchacha. El camarero quiso estar seguro de las órdenes recibidas. El cuerpo menudo y delgado de la una y la apariencia espartana del otro no le inspiraban mucha confianza.
-¿Y serán capaces de comérselo todo?
Prometeo le clavó sus enormes ojos verdes con una expresión a medio camino entre el irritada acaso duda de mí y el suplicante dese prisa, por favor.
-¿Serán ustedes capaces de traer comida suficiente?
El gesto de Diana seguía siendo el del más perfecto candor. Como si no supiese de lo que hablaban. Pero sí lo sabía. Claro que lo sabía. El camarero se creció. Golpeó los tacones de sus zapatos el uno contra el otro y contestó a voz en grito.
-¡Señor, prepárense para la mayor cena de sus vidas!
Y se retiró dando órdenes a sus compañeros. Preparando a todo el local para el combate. Pero no iba a ser un combate. Iba a ser mucho peor que eso. Muchísimo peor. Escuchad: los platos, las bandejas, las fuentes, los pucheros y hasta las mismas ollas se sucedían inmisericordes frente al simpático cuerpo de Diana. Iban y venían ante el asombro e incredulidad del resto de comensales, ante el agotamiento y la estupefacción de los empleados del restaurante. Digna casa de comidas en la que nunca nadie quedó insatisfecho, en la que príncipes y labriegos saciaron ambos sus gustos, en la que ejércitos enteros de hombres y mujeres comieron mejor que en sus hogares, ¡qué digo sus hogares!, mejor que en el paraíso, que en sus mismos sueños si alguna vez tan sabrosos los tuvieron. Pero todo llega a su fin y tal día era hoy, pues una alegre jovenzuela de cabellos negros y risueños iris azules comía y comía indiferente a que las existencias del restaurante se acababan, indiferente a que el honor del local cercano estaba a su muerte, indiferente a todo siempre que me traigáis más comida, ¡más comida, os digo o probareis mi furia, mi ira de guerrero hambriento, de demonio liberado de lo más profundo del infierno para comeros a vosotros si no me dais antes de comer a mí! Sopas frías y calientes, ensaladas ligeras y pesadas, arroces y legumbres variadas, carnes fritas, asadas, cocidas y de cuantas formas y estilos se conocen, pescados y mariscos de tantos mares como costas tenemos en nuestro país, señorita, y no coma tan deprisa que se atragantará, no vaya tan rápido que no nos da tiempo a cocinar. Panes y frutas. Postres de demasiadas clases. Todo se lo comió la hermosa Diana, todo se lo comió sin lo más mínimo engordar. ¡Todo! Y siete camareros cayeron muertos a sus pies. Los clientes rompieron a aplaudir. Prometeo se había dormido. Prometeo despertó.
-¿Ya has terminado?
Diana se limpiaba con una servilleta rosa y blanca. Apenas dejó en ella una leve marca. Los camareros salieron de sus tumbas suplicando una respuesta afirmativa.
-Sí, creo que ya no tienen más comida.
Prometeo se desperezó. Los camareros lloraron de alegría tendidos en el suelo.
-¿Y te has quedado con hambre?
Diana lo pensó antes de responder.
-Bueno, siempre es mejor quedarse con el estómago un poco vacío. No hay que abusar.
Los camareros se levantaron de un brinco. Acercaron sus ojos a Diana como queriendo grabar a fuego en sus mentes aquello que a sus nietos contarían.
-¿Y cuánto les debemos?
Prometeo sacó una tarjeta de plástico dorado. Sabía que con monedas y billetes no tendría suficiente. El camarero, al coger la tarjeta, le preguntó muy serio a su propietario...
-¿Le tenía cariño?
Prometeo respondió mirando de reojo a Diana.
-Supongo que no tanto como a otras.
La muchacha volvió a coger la carta. Los camareros huyeron. Un plato de porcelana se escondió bajo una sartén. Un cerdito en salsa cerró la puerta del horno y se negó a salir. Las nubes rieron. Comenzó a llover. Las gotas caían dando palmas. Las ventanas se golpeaban las rodillas. El mundo quiso bailar. Y el mundo en honor de Diana bailó.
....... ....... ....... ....... ....... ....... .......
-Quirón te echa de menos.
Una pareja caminaba cogida de la mano por la orilla del rio.
-Dice que desde que te fuiste estoy pervirtiendo a sus magos.
Los peces de cristal saltaban de dentro a fuera, de las aguas a los aires, del pasado al futuro. Los peces de cristal saltaban y saltaban. Los peces se volvieron estatuas de hielo.
-Según él soy una mala influencia. Violenta y maleducada.
El único claro que tenía el cielo perseguía a la pareja. El único rincón desde el que saludaba la Luna no quería dejar de iluminarles, se negaba a en su amor no ser capaz de guiarles.
-Que les hago hacer ejercicio..., que les enseño técnicas de lucha...
Prometeo tiró una moneda al rio. El brillo dio vueltas y más vueltas recortándose contra el contorno de las nubes. Prometeo se paró. Besó a una mujer de mejillas claras.
-¿Por..., por qué has hecho eso?
Diana le miró aturdida.
-Quería pedir un deseo.
Prometeo no la soltó. Prometeo la mantuvo sujeta.
-Me refería al besarme.
Diana calaba las sílabas antes de dejarlas escapar de entre sus labios.
-Soy incapaz de resistirme a la belleza.
Prometeo no recordaba en que ciudad estaban. ¿Qué rio se llevó mi moneda?
-¿Y cómo era?
-¿La belleza?
-El deseo.
A Diana le deslumbraba la Luna. A Diana le costaba mirar a Prometeo.
-Aparecías en él.
-¿Yo? ¿Y qué hacía?
-Me besabas.
Prometeo apagó la Luna. Sus ojos iluminarían el mundo.
-¿Y crees que se cumplirá tu deseo?
Diana acercó su boca a la de Prometeo.
-¿No lo ha hecho ya?
Prometeo le puso las manos en la garganta. Sintió su corazón palpitando en ella.
-Aún no lo suficiente.
Prometeo cerró los ojos. Nadie los vio besarse. No bajo la Luna apagada. No junto al rio que corría. El caudal enamorado de una moneda.
....... ....... ........ ....... ....... ....... .......
-¿Tienes frio?
Las palabras de Diana acariciaban el pecho de Prometeo. La muchacha descansaba su cuerpo sobre el del chico, su cabeza bajo la de él.
-No.
Prometeo deslizaba las yemas de sus dedos sobre la frente de Diana, sobre sus mejillas, sobre sus parpados, sobre los labios de los que nunca deseaba tener que separarse.
-Yo tampoco.
Diana abrió la camisa de Prometeo. Un botón, dos botones, tres botones y una pieza de metal cayó en la hierba del jardín helado, entre las briznas que se evaporaban bajo sus cuerpos abrazados. Diana besó el pecho de Prometeo.
-¿Qué haces, niña?
Sus cabellos se mezclaron con los latidos de un corazón.
-Tomar lo que es mío.
Prometeo la cogió de las mejillas. Hizo que le mirase.
-¿Y qué harás si yo también tomo aquello que me pertenece?
La respiración de Diana se aceleró. Se sintió inquieta, se sintió alegre.
-¿Estarías dispuesto a morir por mí?
Prometeo sonrío con ternura. Prometeo se deshizo en la mirada de agua de Diana.
-¿Qué es la muerte para aquel que sabe lo que es el amor?
Prometeo se levantó cogiendo a Diana en brazos. Prometeo fue con ella al palacio en el que se amarían. La vida. La muerte. ¿Quiénes son las palabras para limitar aquello que es infinito y no tiene márgenes, aquello que el amor cruza sin detenerse? La muerte no es nada para quienes viven enamorados. La muerte no es nada para aquellos que conocen el amor. La muerte no es porque nunca fue, porque nunca pretendió ser. ¿Escucháis a Diana? Escuchad su respiración entrecortada, sus sentimientos sonando entre las sábanas. ¿Escucháis a Prometeo? Escuchad su vida escapando en cada caricia, su alma jugando con la de su amada. En el palacio del Primer Consejero la muerte esta noche se ha olvidado de sí misma, se ha perdido en el pozo de aquello que no sirve para nada. La noche descubre dos sonrisas, la noche espía a dos amantes. La noche suspira por sentir lo que ellos sienten. La alegría de estar vivo. Vivir enamorado.