Los Elegidos. Capítulo Quinto.


Los ojos de Diana se abrieron. Despacio. Con calma. La vida no tiene prisa. No para los dioses.

 

-Hola.

 

Prometeo sentado en la cama. Junto a ella. Las caricias del muchacho la habían despertado. Diana sonrió confiada. Su expresión era aquella que más feliz hacia a Prometeo. Era el rostro de la entrega, del bajar todas las defensas porque a tu lado me siento segura, porque junto a ti sé que no puede pasarme nada. Diana era tan bonita que a la belleza le robó el nombre.

 

- ¿Sabes que te quiero, niña?

 

La mirada de Prometeo era la de quien ya tiene todo lo que desea, aquel que no quiere nada más, que ya lo posee todo y mucho más. Diana alargó el brazo. Le acarició el rostro con los dedos. Cálidos. Tibios. Prometeo cerró los ojos. Besó la mano cuando pasó sobre sus labios. Diana apoyó su dedo índice sobre la punta de la nariz de Prometeo. El muchacho abrió los ojos. Diana sonrió. Habló muy despacio, como si lo hiciera con un niño.

 

-No me llames niña. Para ti debo serlo todo. Por mí debes ser capaz de morir.

 

Prometeo se echó en la cama. Descansó su cabeza junto a la de Diana. Respiró el olor de sus cabellos somnolientos. Sus pupilas se dilataron. Sus iris desaparecieron. El calor le inundó los párpados.

 

-Yo sólo sería capaz de morir por una niña.

 

Diana no dijo nada. Sus pestañas subieron y bajaron. Cogió a Prometeo entre sus brazos. Le llevó a su pecho. Le hizo acurrucarse contra ella, escuchar los latidos de su corazón. Cerraron los ojos. Se durmieron abrazados. El día escalaba un muro de hielo. En los jardines del palacio la nieve se derretía tras mil jornadas de cielos cubiertos. La Luna rompió las nubes. El Sol besaba la tierra empapada. La luz despertaba y los tejados se desperezaban adormilados. La vida se abría paso con zancadas calientes y por fin parecía que en ese rincón del mundo era también primavera.

 

Las sirvientas salían a tender la ropa blanca y desde la cocina se oían los gritos de los cocineros a sus pinches. Las ventanas estaban abiertas. El silencio quedaba prohibido. En la entrada del palacio el teniente de siempre besaba a la chica rubia de diseño de siempre. A escondidas. Sin preguntarse cómo te hicieron, quiénes fueron tus amigos de la escuela. Sus labios se tocaban. Una gorra negra yacía bajo los pequeños zapatos de ella. Y en las caballerizas un hombre de cabellos grises le cepillaba el lomo a un caballo sin nombre. Y ni falta que le hacía.

 

- ¿Qué hora es?

 

Prometeo buscaba su reloj entre los pliegues de sus ropas, bajo las sábanas claras, en el camisón, en la piel de Diana. La muchacha le apretaba con tanta fuerza contra sus senos que el chico apenas podía mover la cara de entre ellos.

 

- ¿Qué más da? Quiero estar en esta cama el resto de mi vida. Soy la hija del que manda, me dejarán.

 

Pero Prometeo ya iba con retraso.

 

-Tienes que vestirte. Hemos de coger un coche e ir a la estación. El expreso sale dentro de una hora y media y no podemos perderlo si queremos estar en Berlín a mediodía.

 

-Umm... -Diana no entendía la palabra prisa-. Da igual. Ya iremos en tu moto. Por una vez, la prefiero.

 

La idea era que todos los componentes de la comitiva imperial (es decir, los consejeros y sus acompañantes) fuesen de Nuremberg a Berlín en el mismo tren oficial, llegasen a mediodía y esa tarde y la noche la pasasen en el “Alfil de hielo” para asistir la mañana siguiente a la ceremonia de sucesión e investidura. El “Alfil de hielo” era el edificio más hermoso y alto del mundo. Fue construido para conmemorar los cincuenta años del Emperador en el trono y era famoso por encontrarse por entero recubierto con pantallas de cristal de diamante, traslúcidas desde el interior, pero capaces de reflejar cualquier luz externa y transformarla en destellos azulados y violáceos. Era una pica de hielo clavada en el centro histórico de la capital del Imperio. Se decía que, en los días despejados, los resplandores del coloso llegaban a verse hasta en las orillas del Mar Báltico y que los pescadores los utilizaban para guiarse cuando los instrumentos fallaban. Prometeo siempre pensó que eso era una exageración, pero Diana se lo explicaba una y otra vez orgullosa del ingenio alemán. Lo cierto es que todas estas explicaciones daban igual ya que todo parecía indicar que el coloso helado iba a quedarse con las ganas de disfrutar de la presencia de Diana, pues la muchacha decía que no, que no, que no y que no. No le apetecía levantarse y el mundo bien podía continuar sin ella.

 

-Venga, Diana. Sal de la cama, aséate y vístete. Tenemos que haber salido por esa puerta en media hora.

 

-Sal tú primero, ya te alcanzaré yo por el camino.

 

Y se puso la almohada encima de la cabeza. Prometeo creyó oírle decir en voz baja buenas noches, hasta mañana.

 

-Diana, no me obligues a sacarte de ahí.

 

-Umm...

 

Prometeo se preparaba.

 

-Diana, después protestarás.

 

-Umm...

 

Se acurrucó bajo las sábanas.

 

-Diana...

 

Ya no hubo respuesta. Prometeo se encogió de hombros. Salió del dormitorio. Entró en el cuarto de aseo. Se escuchó el ruido de los grifos de la bañera. La estaba llenando.

 

-Aromáticas o normales. ¿Cuáles elijo? -Prometeo miraba dos frasquitos de cristal junto a la enorme bañera de mármol blanco- En fin, elegiré las aromáticas. Al menos, ya que me va a empapar, prefiero oler bien.

 

Volvió al dormitorio. Le envolvían vapores de varios colores. Permaneció unos instantes de pie junto a la cama. Tomó aire antes de hacer nada.

 

-Bueno, vamos allá.

 

Sin decir palabra, cogió a Diana en brazos junto con las sábanas y la almohada a las que se agarraba...

 

- ¡A..., a dónde me llevas! ¡Prometeo!

 

...entró con ella en el cuarto de aseo sin darle tiempo a reaccionar...

 

- ¡Prometeo! ¡Prometeo, no! ¡No!

 

...y la arrojó al interior de la bañera entre los gritos y el susto de la muchacha. La mantuvo sumergida un buen rato con una mano mientras con la otra se libraba de las sábanas y la almohada. Le sacó la cabeza fuera del agua para que respirase. La espuma le cubría medio rostro, le teñía de blanco el pelo.

 

-Buenos días, Diana. ¿Ha dormido usted bien?

 

- ¡Eres un...!

 

Y la volvió a sumergir mientras la desnudaba lanzando su camisón fuera del cuarto de aseo. Diana pataleaba frenética, se sacudía, trataba de liberarse de las manos de Prometeo, echaba litros y más litros de agua fuera de la bañera haciendo que sin pretenderlo, pero habiéndolo supuesto, el Alto Maestre se bañase tanto como ella. Le mordía hasta hacerle sangre en las muñecas, en los brazos, en cualquier sitio al que alcanzasen sus dientes. Trataba de golpearle y él ocupaba tanto tiempo en esquivar sus puños como en frotarla con el jabón.

 

- ¡Estate quieta, niña!

 

Los ojos azules de Diana evaporaron el agua a su alrededor. Concentró todas sus fuerzas y con un movimiento brusco consiguió liberarse de Prometeo levantándose y emergiendo de las aguas como una sirena furiosa.

 

-¡¡No me llames niña!!

 

Prometeo cayó sobre el suelo mojado con una pastilla de jabón en una mano y una esponja color rosa en la otra. Más que un consejero imperial, parecía una madre agobiada. Diana le contemplaba de pie dentro de la bañera preguntándose qué hacer con él. La espuma se deslizaba por su piel poco a poco, suplicando no quiero irme de aquí, mi felicidad consiste en mojar sus caderas, mis sueños trascurren todos en la curva de su ombligo, sobre su cuerpo desnudo.

 

-Lo siento, niña.

 

Diana separó los labios, no dijo nada, no fue capaz de decirlo. Quiso tirarle algo. No encontró nada que le hiciese el suficiente daño. Sólo miraba la cara que se le había quedado a Prometeo, la esponja en una mano, la pastilla de jabón en la otra. Y empezó a reír. Se dejó caer dentro de la bañera. Prometeo sonrió. Rio con ella. Se metió vestido en el agua. Sus ropas no se mojaron más de lo que ya lo estaban.

 

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La estación nueva de Nuremberg era una nuez bocabajo. Una enorme cúpula plateada que cubría una inmensa superficie en la que cabía, como un colosal fruto seco, uno de los mayores nudos ferroviarios de toda Europa. Los trenes de alta velocidad, los de suspensión magnética, los de corto recorrido, los de mercancías..., decenas de gusanos metálicos se cruzaban bajo el suelo de la ciudad demasiado rápido como para tener miedo a un eventual choque. Miles de pasajeros entraban y salían, salían y entraban, iban y venían esquivándose unos a otros, leyendo los distintos periódicos de la mañana, tapándose los oídos o resignándose a escuchar los incesantes chirridos y pitidos de las decenas de trenes que en todo momento se movían a su alrededor. Millones de pantallas con códigos de barras eran frotadas compulsivamente para obtener el permiso necesario con el que entrar en los andenes y comenzar un nuevo día.

 

Las vías se encontraban bajo tierra y el espacio que cubría la cúpula era la terminal propiamente dicha y el comienzo de los raíles, así como las oficinas, consignas, salas de espera, restaurantes, comercios..., la estación contaba incluso con un helipuerto en el que tomaban tierra aeronaves cargadas con los clientes más importantes de las distintas empresas de ferrocarriles que tenían derecho a usar la estación nueva. Una explanada rodeaba la gran cúpula. Los rascacielos de la ciudad se asomaban a ella, pero tan extensa era que sólo se les intuía a lo lejos como curiosos que desearan saber y nunca supieran nada. Los espectáculos urbanos se sucedían en ella: obras de teatro, de marionetas, de sombras, mimos callejeros, piezas clásicas interpretadas por jóvenes músicos e incluso algún que otro concurso de karaoke. Muchas veces tenían lugar todos al tiempo y el ruido era tal que nadie sabía a ciencia cierta a qué número concreto asistía en realidad. Las banderas de todas las regiones del Imperio ondeaban en lo alto de la cúpula. Bellos trofeos de caza. Un coche oficial llegó a la puerta principal escoltado por cuatro motocicletas de la policía. Un torbellino bajó de él.

 

- ¡Deprisa, deprisa! ¡Siempre deprisa! No me has dado tiempo ni para secarme el pelo.

 

-Lo llevas perfectamente.

 

-Por tu culpa me constiparé.

 

-Las razas superiores no os constipáis.

 

-Las razas superiores no contagiaremos nada a las inferiores si no volvemos a besarlas nunca más.

 

En la central de admisiones del expreso Nuremberg-Berlín había un guardia imperial cuya misión ese día era que sólo los pasajeros oficiales fuesen más allá del lugar que él ocupaba. Se calculaba que la fuerza de cada uno de estos gigantes de capa roja y runas nórdicas era la equivalente a la de cinco de los mejores miembros de los cuerpos de élite e intervención rápida de las SS. Rompían rocas con las manos. Su desayuno era la sangre de sus enemigos. Bestias salvajes y estúpidas fruto de las más aberrantes manipulaciones genéticas. El sueño de un científico alemán medio de aquella época. Diana era una muchacha impulsiva.

 

- ¿Y, si luego me constipo, qué pasará? ¿Eh? ¿Qué pasará?

 

La puerta de la central de admisiones.

 

-Papeles, por favor.

 

- ¡Claro! ¡Después la culpa es mía! ¡La culpa siempre es de Diana, porque Diana es aún una niña!

 

Cruzó por delante mismo del coloso ario. Ni le miró.

 

-¡¡Alto!!

 

A cámara lenta. Diana le olió, Diana le sintió acercarse por su espalda. Su expresión mutó bruscamente. Instinto. Un movimiento. Un cortar el aire. Un aplicar lo que desde niña te han enseñado.

 

-¡Diana, no!

 

Demasiado tarde. El guardia imperial voló. Simplemente voló. Un golpe con el dorso de la mano y el monstruo viajó a más de diez metros de distancia. Golpeó y rebotó contra el suelo varias veces llevándose por delante a todos los incautos que por allí pasaban antes de estrellarse contra un puesto de prensa en el que se detuvo. Perdió el sentido en el acto. Prometeo se llevó las manos a la cabeza. Diana reconoció el uniforme y puso la típica cara del niño que acaba de romper un plato. Miró a Prometeo sin saber qué decir.

 

El chico se acercó al cuerpo tendido del guardia imperial. Aquellos que curioseaban salieron corriendo al verle venir. Los trozos de papel que flotaban por todas partes se quemaron al pasar él junto a ellos. Se agachó. Colocó la mano en el punto en el que Diana había golpeado. Una leve luz brilló un par de segundos entre ambos cuerpos. Al instante el guardia imperial abrió los ojos. Miró a su sanador sin saber lo que le había sucedido. Buscó a su alrededor pensando qué hago tirado en el suelo, qué me ha pasado. Prometeo le ofreció dos tarjetas plastificadas.

 

-Tome, la acreditación de la muchacha y la mía.

 

El guardia seguía sin comprender. Cogió los documentos. Asintió con la cabeza.

 

-Gracias, señor.

 

Prometeo arqueó las cejas.

 

-De nada.

 

Al volver junto a Diana permaneció un momento en silencio a su lado. La capitana de la división de guerreros de la Orden de los Elegidos bajó la mirada. El teniente de las SS, que les llevaba el equipaje y que había asistido a toda la escena, preguntó en voz baja al Alto Maestre.

 

- ¿Cómo ha hecho eso?

 

Prometeo comprendió por qué era tan buena decisión que los Elegidos viviesen en lo alto de una montaña.

 

-De la misma manera en que lo hace todo. Sin pensar.

 

Cruzó la puerta de la central de admisiones. Diana y el teniente se apresuraron detrás de él.

 

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El expreso Nuremberg-Berlín era un tren de suspensión magnética de última generación. Recorría los aproximadamente cuatrocientos kilómetros que separan ambas ciudades en apenas una hora y cuarto. Todos sus vagones eran de primera clase y, entre otros servicios, permitía la conexión a la red unificada de información europea desde cada asiento. El que recorría en esos momentos el trayecto hacia la capital del Imperio sólo llevaba a personajes oficiales. Doce consejeros imperiales y sus séquitos. Jano había volado a Berlín a primera hora de la mañana. Escoltado por seis cazas de las fuerzas aéreas imperiales. En el vagón en el que viajaban Prometeo y Diana iban también el consejero de justicia y su mujer.

 

-Sois una pareja realmente encantadora. Yo, si fuese vosotros, ignoraría a esos mentecatos de protocolo y mañana me sentaría el uno junto al otro. El amor es algo mucho más hermoso que las ceremonias oficiales.

 

-Mujer, les harás enrojecer. Además, no les digas que se salten las reglas. Te recuerdo que la mayoría de las que a ti te parecen una estupidez las he redactado yo.

 

-Bueno, también pensaba que era una estupidez casarme contigo y mírame ahora.

 

La mujer del consejero de justicia comenzó a reír a mandíbula batiente. El anciano sonrió tímidamente pidiendo disculpas a Prometeo. El Alto Maestre asintió con la cabeza en un gesto cariñoso. El consejero era un austriaco enjuto y de apariencia venerable. Era el miembro de mayor edad del Consejo y por ello gozaba del privilegio de poder sentarse a la izquierda del Emperador en las reuniones oficiales. Se le conocía por su carácter sosegado y su tendencia a la introspección. Por ello, su decisión de casarse con una oronda y jovial suiza treinta años menor que él fue tema de conversación en todo el Imperio nada más hacerse público el compromiso. Las malas lenguas extendieron infinidad de rumores y maledicencias y se llegó a hacer popular la broma de que la suya sería una de las pocas uniones en las que se cumpliría aquello de "hasta que la muerte les separe".

 

-Lo que sí os quiero decir -añadió el consejero de justicia- es que no hagáis caso a los que os digan que la vuestra no es una relación correcta debido a vuestros distintos orígenes raciales. Siempre he pensado que la obsesión por la raza es más propia de los amantes de los perros que de los políticos. Me avergüenza pensar que las leyes que nos clasifican y separan según nuestro origen racial sigan vigentes todavía. Es frustrante no tener poder suficiente para derogarlas o al menos modificarlas. -se dejó caer sobre la mesita que había entre las dos parejas. Cogió a Diana de las manos- Hacedme caso. Vivid vuestro amor en libertad. Pertenecéis a la única raza a la que ama Dios: la raza humana.

 

El consejero de justicia apretó con fuerza las manos de Diana. La miró con ternura. La muchacha se levantó, se puso en cuclillas a su lado y le dio un besito en la mejilla.

 

- ¡Mírala qué fresca! ¡Y lo hace delante mío!

 

Los cuatro rieron ante la ocurrencia de la mujer del consejero. Ella la que más.

 

-Tiene suerte de hablar con nosotros y no con otros miembros del Consejo. Si no fuera así, seguro que ya le habrían denunciado por sus ideas.

 

-Sé muy bien con quien hablo, Prometeo. Y también creo saber quién llegará a ser aquel con el que hablo. Por eso hablo con él. Porque sé que algún día tendrá el poder para hacer que ni mis palabras ni ningunas otras sean delito.

 

Prometeo no respondió. Diana sí lo hizo.

 

-De todas maneras, nosotros podemos ser pareja por ser quienes somos. Si fuésemos personas corrientes, no nos dejarían estar prometidos.

 

-Eso es verdad -añadió la mujer del consejero.

 

Prometeo perdió la vista en el paisaje que volaba tras las ventanas. La velocidad era tal que no se hubiese podido decir con seguridad si se encontraban en Alemania o en el Pacífico sur. Ante sus ojos se mostraba un batiburrillo de colores, un cuadro de arte moderno, que corría demasiado deprisa como para entenderlo. Los pueblos y las ciudades se despedían antes de haber terminado de saludar. Los bosques crecían directamente de los lagos que había junto a ellos. Los rebaños de ovejas eran manchas blancas. Nubes pequeñas que vivían sobre la tierra y se comían los prados. Prometeo recordó una de las palabras con las que se había dirigido el consejero a Diana instantes antes. Habló sin mirarle.

 

-No es normal escuchar a alguien nombrar a Dios hoy en día. Ya nadie lo hace. Todas las religiones salvo la oficial fueron ilegalizadas hace décadas.

 

El consejero rio entre dientes.

 

- ¿A quién se lo explicas, hijo mío? Yo mismo redacté el engendro que ordenó tal cosa. Ese horror que dicen que es una norma y por el que me prohibí ser cristiano.

 

Diana frunció el ceño extrañada.

 

- ¿Y cómo pudo actuar contra su propia fe?

 

El consejero se movió en el asiento. Era demasiado grande para un hombre de su tamaño.

 

-Nadie ha dicho que yo sea un valiente, muchacha. A lo máximo que llego es a hablar a escondidas. Poco más. Y sólo ahora que a nadie le importa lo que diga este viejo. En su momento fue una mera cuestión de supervivencia y el no colaborar no me hubiese ayudado mucho. Si no lo hacía yo, lo habría hecho otro. Daba igual. Siempre ha dado igual. Lo único que importa es que la rueda gire. Que el sistema carbure y la maquinaria se mueva. Si por el camino aplasta a alguien..., ese es su problema. Yo perdí el poder tener algo a lo que llamar fe. Otros lo perdieron todo.

 

El tren aceleró. El hilo musical sufrió un fallo y la pieza que sonaba se cortó a la mitad. Una voz metálica avisó de que la anomalía se solucionaría tan pronto como fuera posible. El silencio se apoderó de los vagones. La mujer del consejero de justicia puso su mano sobre la de su marido. Su piel rosada y saludable contrastaba con la blanca y arrugada de él. Se miraron. Ella sonrió, él bajó la mirada. Diana no dijo nada más. Permaneció callada el resto del viaje. Se recostó contra el cuerpo de Prometeo. Cerró los ojos. El muchacho la mantuvo abrazada hasta que llegaron a Berlín. Una semana más tarde, el consejero de justicia fue relevado de su puesto. Se le sugirió que se retirase a descansar a su residencia de Innsbruck "indefinidamente". La orden procedía del emperador recién elegido. Cuando fue preguntado sobre el porqué de la decisión, Jano contestó, sin dejar de sonreír, que a él sí que le importaba lo que dijeran sus consejeros.

 

Una margarita chocó con el morro de una locomotora. Se convirtió en una nube de pétalos y polvo. Un suspiro blanco y amarillo. Murió sin ser vista. El tren continuó.


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