Los Elegidos. Capítulo Séptimo.


No había vías. No había postes electrificados. No había parada. Pero un tranvía recogió a Diana en la Plaza del Imperio. Un gusanito plateado la invitó a subir frente al infierno helado en el que había dejado a su padre. Diana miraba las calles, las avenidas desiertas, los locales cerrados, las viviendas a oscuras. La ciudad dormida. Diana no podía odiar. ¿Qué sería eso? ¿Qué mentira deseosa de ser considerada un sentimiento se escondería detrás de ese extraño verbo, de esa palabra que no sabe a nada?

 

Diana pasaba la mano por la ventana del tranvía. Su imagen se le mostraba como nunca la había visto. ¿Quién eres tú, muchacha? Yo soy Diana, pero ¿quién eres tú que me miras con los ojos rojos de tanto llorar, con la sonrisa quebrada de tanto sufrir, con el corazón parado en las manos de tanto latir? Diana se buscaba en su reflejo incapaz de encontrarse. ¿Y ahora qué? ¿Qué podía hacer ahora? No lo sabía. Diana se dio cuenta de que no sabía nada. Que no sabía nada precisamente ahora que por primera vez lo sabía todo. No podía abandonar a su padre. Su sentido común le decía no, déjalo, vete, no vuelvas nunca con él. Pero ella le quería.

 

Se decía a sí misma que debía odiarlo. Que, por mucho dolor, por mucho sufrimiento que ahora su conciencia le hiciese pasar, él merecía aún más, él merecía sufrir como nadie lo hubiese hecho jamás. Pero él era el hombre que ella veía en sus recuerdos de niña. Él era el que le enseñó todo lo que sabía. Él era aquel que le dio la vida sin pedir nada a cambio. Él era su padre. Su padre. La contradicción no es una circunstancia. La contradicción es un estado de ánimo. Y ese era exactamente el que habitaba en el interior de Diana.

 

Los edificios, los barrios, la ciudad discurría como si no estuviese allí, como si no supiese que su amo, que su dueño, que el emperador que la iba a gobernar desde el día siguiente era un asesino aun mayor que el que la había gobernado hasta entonces. Diana no diría a nadie lo que había descubierto esa noche. Ni tan sólo a Prometeo. A nadie. Nadie debía saberlo. Era algo entre ella y su padre, entre el emperador y su hija. Su padre ya purgaba su pecado, su corazón ya se lo hacía pagar. Ella debía protegerle del mundo, de todos aquellos que, si supiesen el secreto, lo utilizarían contra él, contra ella, contra todo lo que ambos amaban.

 

Diana sería la aliada de su padre. Diana lo perdonaría todo por amor a su padre. Diana amaría ahora más que nunca. Diana sacaría a su padre de entre las llamas con la fuerza de su amor. Porque quizás una conciencia no sea capaz de perdonar a su dueño, pero una hija sí que es capaz de perdonar a su padre. Diana parpadeó. Diana supo que mentía. Que todo era una enorme mentira. El tranvía se detuvo. Llegaron al Alfil de hielo.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......    

 

La capitana entró en la recepción del edificio. Volvió al mundo habitado. Allí nada había cambiado. Las luces, los sonidos, el movimiento incesante de ires y venires..., la multitud lo llenaba todo. Las tiendas, las recepciones de los hoteles, los restaurantes, los parques. Diana levantó la vista. Ríos de personas circulaban por las terrazas de las plantas superiores. La humanidad se había reunido para ella aquella noche. La humanidad cantaba en su templo para negarle a Diana el dolor que en su corazón habitaba. El director salió a su encuentro.

 

- ¡Señorita Diana! ¡Espere, por favor! 

 

Llegó junto a ella entre jadeos. El hombretón sudaba agotado.

 

-Señorita Diana. ¡Al fin la encuentro! ¡Tiene usted que subir ahora mismo a la planta noble!

 

Diana le miró extrañada.

 

- ¿Por qué tanta prisa?

 

-Prometeo, señorita Diana. El consejero Prometeo. Se trata de él.

 

Diana no entendía nada.

 

- ¿Qué pasa con Prometeo?

 

El director aún no había encontrado su aliento perdido. ¿Dónde te has metido? ¿Dónde que no te encuentro?

 

-El consejero me pidió un favor especial nada más irse usted esta tarde. Me pidió que hiciese que la planta noble cambiase de apariencia. Me pidió que fuese una ciudad medieval. Gótica, para ser exactos.

 

Diana caminaba hacia el ascensor. El director se explicaba entre suspiros junto a ella.

 

- ¿Y por qué pidió eso?

 

-No lo sé, señorita Diana. Decía que tenía algo que enseñarle, algo que usted le había pedido y que necesitaba cierta ambientación.

 

Diana despertó. ¡Su magia! ¡Quiere enseñarme lo que le pedí!

 

- ¿Y usted lo hizo?

 

El director iba esquivando a todos aquellos con los que se cruzaban en su camino hacia el ascensor. Diana cruzaba entre ellos indiferente a nada que no fuese ella misma.

 

-Claro. ¿Qué iba a hacer si no? No podía negarme. Es un consejero imperial. Hemos hecho que el sistema reproduzca la ciudad de Colonia tal y como era a finales del siglo XV. Habrá algunas deficiencias, desde luego. Casi no nos ha dado tiempo a cargar toda la información. Decía que quería que estuviese listo antes de que usted volviese. Apenas hemos dispuesto de un par de horas. Él lleva allí dentro todo este tiempo. Y está solo.

 

-Bien, director. No veo entonces cuál es el problema.

 

El hombretón tropezó y cayó. Se llevó por delante un carrito lleno de maletas. Aterrizó sobre el mozo que lo empujaba. Diana ayudó a ambos a levantarse.

 

-El problema, señorita Diana, es que ahora está solo, sí. Pero en una hora más o menos empezarán a llegar el resto de consejeros de las recepciones oficiales a las que todos están invitados esta noche. ¡Tiene usted que ver eso que él tiene que enseñarle y hacerlo rápido o el prestigio de mi edificio se vendrá abajo! Imagínese cuando abran la puerta del ascensor esperando encontrar el Coliseo y encuentren una catedral alemana. ¡Será un desastre!

 

Diana entró en el ascensor que conducía a la planta noble. El director la escuchó desde el exterior mientras se cerraban las puertas.

 

-Si me enseña lo que le pedí, puede que el prestigio no sea lo único de su edificio que se venga abajo, señor director.

 

El ascensor salió disparado. Se perdió en las alturas. Niños, ¿qué es el estupor? Mirad al director. Alguien lo acaba de pintar en su rostro.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Las puertas se abrieron. Diana entró en la noche gótica. Las callejuelas. El suelo empedrado. Los edificios recién salidos de un cuento de hadas. La Luna llena alumbrando en lo alto. Y la catedral. El edificio sagrado resplandeciente a lo lejos. Sus agujas peleándose con las estrellas.

 

-Desde luego, lo de la ambientación lo ha conseguido.

 

Diana se adentró en la ciudad. Se dirigió a la catedral. Sabía instintivamente que Prometeo la esperaba allí. Llegó junto al templo. Entró. La nave central se presentó deslumbrante ante ella. Había antorchas allá donde dirigiese la mirada. Luces de fuego donde fuera que mirase. Le buscó por todas partes. Se cansó de caminar y caminar de uno a otro rincón tratando de encontrarle. Una pequeña escalera de piedra se mostró ante ella. Diana había pasado varias veces por ese lugar. Y esa escalera nunca había estado allí. Claro que no.

 

Puso un pie en el primero de los escalones. Miró hacia arriba. No vio el final. La oscuridad se reía de ella. Subió. Ábrete. ¡Ábrete te digo! Una portezuela de madera adosada al techo le impedía salir allí a donde le habían llevado los peldaños. ¡Pam! Al fin consiguió hacer saltar la cerradura. Sacó la cabeza al aire libre. La ciudad de Colonia se le mostró al antojo de la luz de la Luna. Las finas nubes blancas eran espejos en los que se miraban las sombras nocturnas. Una leve brisa la saludó cuando cerró la pequeña puerta desde fuera. Tenía que hacer equilibrios para no caerse del tejado. A unos pocos metros vio una gárgola solitaria. Era Prometeo.

 

-Buenas noches.

 

El muchacho la vio sentarse a su lado, la vio dejar las piernas colgando en el vacío.

 

-Llevo un buen rato esperándote, Esmeralda.

 

Diana sonrió. Se creyó una gitana. Buscó la joroba de su amado. Prometeo tenía la mirada perdida en la ciudad. Parecía esperar algo. Diana le contemplaba en silencio. Diana no dejaba de sonreír. Diana volvía a sentirse en casa. Al fin, Prometeo la miró con una expresión pícara en la mirada.

 

-Ven.

 

Diana abrió los ojos sorprendida ante semejante invitación. Ante la forma en que la hizo Prometeo. ¿Cómo era posible que una sola palabra invitase a tantas cosas al mismo tiempo? No dudó. Se acercó deslizándose sobre la cornisa. Le cogió con ambas manos del brazo.

 

- ¿Confías en mí, Diana?

 

Diana le miró ilusionada. No sabía el porqué de su ilusión, no entendía ni la forma de comportarse de Prometeo, ni la de reaccionar que tenía ella. Pero el hecho era que la felicidad la inundaba por completo con sólo encontrarse a su lado. No necesitaba más explicaciones. Respondió sin disimular una sonrisa cómplice.

 

-Claro que confío en ti, Prometeo. En ti nunca dejaré de confiar.

 

El muchacho asintió con la cabeza. Se levantó haciendo que Diana lo hiciese con él. La llevó contra su pecho ciñéndola por la cintura.

 

-Pues abrázame, Diana. Abrázame y que no te aterre mi magia.

 

Los ojos de Prometeo se iluminaron súbitamente. Sus iris verdes resplandecieron como nunca lo habían hecho ante Diana. La muchacha se abrazó a él con todas sus fuerzas. Prometeo le dio un leve beso en la frente. Tomó aire. Vamos allá. Salto.

 

¡SALTO! ¡SALTO! ¡SALTO!

 

¡Prometeo salta del tejado de la catedral dejándose caer al vacío! Diana grita, Diana cierra los ojos muerta de miedo, Diana se aprieta contra el pecho del chico suplicando que todo sea un sueño. ¡Caen! ¡Caen! ¡Caen! El suelo se les acerca y Prometeo lo ve venir, el suelo les roza y Prometeo baja los párpados, el suelo les absorbe y dos gemas despiertan furiosas.

 

¡ALAS! ¡ALAS! ¡ALAS!

 

¡De la espalda de Prometeo nacen dos enormes alas oscuras! ¡De la espalda de Prometeo surge un millón de plumas negras! ¡Rozan el suelo y remontan el vuelo! ¡Rozan la muerte y vuelan! ¡Vuelan! Surcan los aires de la ciudad imaginaria despeinando a los tejados en sus casas, molestando a las chimeneas y a los palacios. Surcan el cielo del medievo como dioses alados, como un relámpago que nunca será apagado. Prometeo sopla en lo único que Diana no ha enterrado contra su pecho: una diminuta oreja rosada.

 

-Ya puedes abrir los ojos.

 

Diana contesta sin moverse de su escondrijo.

 

- ¡No!

 

Prometeo le hace cosquillas con los dedos.

 

-Te estás perdiendo una vista muy bonita.

 

- ¡Me da igual!

 

Prometeo se da la vuelta. Vuela bocarriba para que Diana quede acostada sobre él.

 

-No tengas miedo. Eras tú la que querías que te enseñase mi magia.

 

Diana se siente un poco más segura. Abre lentamente los ojos. Colonia se muestra a sus pies. El viento nocturno la despeina, hace que los cabellos de Prometeo le tapen el rostro. Dos ojos azules encuentran una sonrisa esmeralda.

 

- ¡Estás loco! ¡Casi nos matas!

 

Prometeo ríe.

 

-Eso te pasa por confiar en mí.

 

La muchacha mira la ciudad corriendo bajo ella, las calles que recorrió hace apenas unos minutos, los bosques que la rodean, el rio que la cruza, las montañas a lo lejos... Diana lo mira todo con la boca abierta. Diana no se hubiese creído a sí misma si se lo hubiese contado.

 

-Pero..., pero esto es imposible. Tiene que ser fruto del simulador. ¡Tiene que ser todo obra de este edificio de locos en el que estamos!

 

Prometeo la ciñe con fuerza usando ambos brazos.

 

- ¿Tú crees?

 

Una sonrisa malévola aparece en sus labios. Diana se da cuenta al instante de las intenciones del muchacho. Vuelve a apretarse contra él. Vuelve a cerrar los ojos. Prometeo se da la vuelta. Vuela de nuevo bocabajo. Acelera. Salen de la ciudad. Sigue acelerando. Salen de los bosques que la rodean. Sigue acelerando. Entran en el perímetro de la simulación, el área de seguridad. Sigue acelerando. Ignoran los hologramas que les dicen cien metros para llegar al límite del Alfil de hielo, vuelva atrás. Cincuenta metros, vuelva atrás. Diez metros, deténgase o chocará con la pared de cristal. Cinco, cuatro, tres, dos, ¡uno!

 

¡¡¡CRASHH!!

 

Diana gritó, el director gritó, Berlín entera gritó cuando un destello de luz reventó las pantallas azuladas del edificio más alto del mundo y se adentró en la noche berlinesa regando calles y avenidas con miles y miles de cristalitos quemados. Prometeo hizo picados, Prometeo dio giros y más giros, Prometeo inventó varios tipos de acrobacias indiferente a la histeria de su compañera de vuelo, indiferente a que la pobre ya ni se molestaba en cerrar los ojos porque el viento no se lo permitía, porque la velocidad se lo negaba, porque el hombre al que amaba había decidido convencerla de la realidad de su magia, de la realidad de su fantasía, de la realidad del hecho de que volaban, volaban, volaban y nadie jamás les detendría. Tras mucho hacerse de rogar, Prometeo finalmente cedió a las súplicas que Diana le hacía a gritos. Prometeo se rindió a las lágrimas femeninas que le mojaban el cuerpo entero. Prometeo voló tan despacio como pudo.

 

- ¿Y bien, Diana? ¿Es esto real o no lo es?

 

La muchacha estaba completamente mareada. La cabeza le daba vueltas como si se acabase de emborrachar. Se soltó varias veces. Prometeo la tuvo que recoger en el aire otras tantas. Tras unos minutos, se posaron en la terraza de uno de los rascacielos de la capital. Una estaca blanca que seguro contendría las oficinas de alguna compañía tan importante como aburrida. Prometeo mantenía a Diana entre sus brazos, la acunaba como si fuese un bebé. Al fin, la muchacha volvió en sí.

 

- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

 

Las alas de Prometeo la saludaron de nuevo entre los vivos. Una expresión de horror fue la respuesta de Diana.

 

-O sea, que no fue un sueño. O sea, que fue real -miró al joven Ícaro con frenesí- ¡O sea, que has estado a punto de matarme!

 

Y se le lanzó al cuello queriendo estrangularle. Prometeo consiguió calmarla cuando ya casi lo había conseguido.

 

-Hice lo que me pediste, Diana. ¡Ay! -ella seguía mordiéndole allá donde podía- ¡Para ya!

 

- ¡No! ¡No pienso parar! ¡Te pedí que me enseñaras tu magia, pero no que me mataras con ella! Además, ¿qué se supone que vas a hacer con..., con... -Diana señalaba las alas moviendo nerviosa el brazo- con lo que sea eso?

 

Prometeo sonrió acariciando sus plumas. ¡Qué guapo que era Prometeo!

 

-No te preocupes, no son reales. Son, por así decirlo, una manifestación de mi deseo de volar. No las necesito para hacerlo, pero llevándolas me siento más seguro, más convencido de ser capaz.

 

Diana palideció.

 

- ¿Significa eso que cuando saltamos de lo alto de la catedral no estabas seguro de si ibas a ser capaz de volar?

 

Prometeo respondió con una sonrisa inocente.

 

-Pues no.

 

Diana abrió la boca aun más de lo que lo había hecho hasta entonces.

 

-Era la primera vez que lo intentaba. Pero sabía que todo saldría bien. Si no, no te hubiese hecho venir conmigo.

 

Diana permaneció unos segundos en silencio. Miraba el suelo con los ojos muy, muy, pero que muy abiertos. Al fin, enfocó a Prometeo. No dijo nada. Se limitó a saltar sobre él.

 

-¡¡Diana!! ¡¡Nooo!!

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

La noche reía en los cielos. Una muchacha de cabellos negros dormía entre los brazos de un joven muchacho. Y un joven muchacho no podía cerrar los ojos de tan arañados como los tenía, de tan mordido como tenía el cuerpo, de tan golpeado y dolorido como lo tenía todo. Prometeo dejó a Diana sobre el suelo de la terraza del rascacielos. Se puso en pie. Miró las estrellas. Vio a la Luna contemplándole. Desplegó las alas. Separó los brazos. Cerró los ojos. Sintió a la Creación latiendo a su alrededor. Dentro de él. Comenzó a elevarse.

 

No movía pluma alguna. No movía el cuerpo. No movía nada. Sólo se elevaba hacia los cielos. Subió. Subió. Subió. Llegó a lo más alto que hombre alguno hubiese llegado antes.  Abrió los ojos. Dos esmeraldas deslumbraron la curvatura de la Tierra descubierta a sus pies. Sus plumas se tensaron. Su rostro se iluminó. Sus manos se abrieron como nunca lo habían hecho. Le gustaba. No entendía por qué, pero le gustaba. Sentía el mayor placer que había experimentado en su vida. Sentía un orgullo demencial que le recorría las venas, una fuerza desquiciada que le inundaba por completo. Sentía lo que debió sentir el mundo cuando fue creado. Se sentía vivo.

 

LUZ. LUZ. LUZ. LUZ. LUZ. LUZ. LUZ.

 

Un fogonazo irracional manó de su cuerpo cubriendo la ciudad entera. De cada poro de su piel surgió la luz bañando a millones de personas, cegándolas, haciéndoles creer que el día había llegado por adelantado, que el fuego divino se había al fin desprendido de los cielos. Diana despertó y tuvo que cerrar los ojos deslumbrada. Diana miró a lo alto y sólo pudo ver una figura que se había convertido en una estrella. Prometeo bajó al mundo. De pie frente a Diana la cogió de la mano. Sus ojos, su sonrisa, todo él parecía llegado de otro universo, de otra realidad, de un canto sagrado. La luz brotaba de su cuerpo volviendo albo todo cuanto tocaba. Diana le preguntó.

 

- ¿Quién eres?

 

Prometeo le dijo lo que sentía.

 

-Yo...

        ... soy...

                    ... tú.

 

Su risa atronó el mundo.

Su risa desdibujó la realidad.

Su risa creó la nueva era.

El tiempo de la fantasía.


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