Los Elegidos. Capítulo Décimo.


- ¡Debes estar bromeando!

 

Primera hora de la mañana. En la entrada del Alfil de hielo una muchacha de cabellos negros iba de uno a otro lado sin creer lo que a sus ojos se mostraba.

 

-No entiendo qué le ves de malo.

 

La muchacha quiso estrangular a quien esto le dijo.

 

- ¿Que no lo entiendes? ¡¿Que no lo entiendes?!

 

-Pues no.

 

Cientos de viandantes entraban y salían del rascacielos. Deprisa, deprisa. Que no se nos escape. Algunos casi tenían tiempo para fijarse en la pareja que discutía.

 

-Me puedes explicar cómo pretendes que haga un viaje de miles de kilómetros subida en...

 

Diana señalaba nerviosa el vehículo sobre el cual se sentaba Prometeo. ¿A que nadie adivina cuál era?

 

-Diana, no te metas con...

 

- ¡Me da igual! ¡Me da igual! ¡Me meteré con tu moto tanto como me venga en gana! ¡Me niego! ¡Me niego a cruzar media Europa subida en ese trasto!

 

Diana cruzó los brazos y miró hacia otro lado. No quería ver ni a Prometeo ni a su motocicleta.

 

-Además, ¿se puede saber cómo has conseguido que la traigan desde Nuremberg hasta aquí?

 

Prometeo sonrió satisfecho.

 

-Ser consejero imperial también tiene sus ventajas.

 

Bajó de la moto. Se acercó a Diana. Quiso abrazarla. La muchacha se zafó de él. Repitieron la maniobra varias veces. Al final consiguió atraparla.

 

-Venga, será divertido.

 

Diana refunfuñaba. Daba empujoncitos para que la soltase. Pero tampoco insistía demasiado. En el fondo le encantaba sentirse deseada.

 

-Haremos muchas paradas.

 

Diana mantenía los brazos cruzados sobre el pecho. Se dejaba sujetar, pero se protegía al tiempo.

 

- ¿Tantas como yo quiera?

 

Prometeo sonrió. La apretó más fuerte.

 

-Tantas como tú quieras. Será un viaje tan largo como tú decidas. Aprovecharemos para hacer turismo.

 

Diana se lo pensaba. Se movía inquieta en el abrazo de Prometeo.

 

-Bueno, puede que me venga bien relajarme un poco antes de volver a la Montaña.

 

Prometeo la cogió del mentón. Elevó las cejas. Esperó la respuesta. Diana le miró. Le esquivó la mirada. Le miró. Le esquivó la mirada. Prometeo sonreía. Diana reprimía una sonrisita cada vez menos disimulada.

 

- ¿Entonces...?

 

Diana separó los brazos. Puso cara de toma, aquí tienes tu capricho.

 

-Está bien, iremos en la moto.

 

Prometeo gritó de alegría. La levantó cogida de la cintura. Diana le abrazó. Al fin.

 

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En los bosques del centro de Alemania la tranquilidad había sido impuesta por ley y los animales paseaban en silencio. Entre los árboles centenarios vivía una vieja carretera a la que la naturaleza rodeaba haciéndole creer que el mundo se había perdido en alguno de sus mapas. En el punto más tranquilo de mi mundo de fantasía hasta las nubes pedían permiso antes de estornudar serpentinas de siete colores. Pero he aquí que, bajo la sombra de los troncos, sobre el asfalto que ya se creía de nuevo tierra, se escuchó un estruendo acercándose desde lo lejos. ¿Qué será eso? Le dijeron las copas de los árboles a sus hojas. ¿De dónde vendrá semejante ruido? Les comentaron las ardillas a las aves. ¿Quién interrumpe nuestro descansar? Se preguntaron las desgastadas líneas de la carretera. ¿Eso, quién? Barruntó el bosque entero.

 

- ¡Venga, que te quedas atrás!

 

¿Quién iba a ser si no? Una motocicleta a plena potencia. Sobre ella un muchacho con la melena al viento. Persiguiéndolos a la carrera una señorita cuyos rugidos dejarían sordo al dios del trueno. ¡Qué lento vas!, le dijo una chica su chico. Seguro que tú no podrías ir más rápida, le retó él a ella. Eso vamos a verlo, le contestó Diana a Prometeo. Y ahora el asfalto sufría por la velocidad irracional de la capitana de los Elegidos, ahora la calzada moría abrasada bajo las llamas que desprendía cada una de las zancadas de la dríada desbocada, ahora Prometeo tenía que machacar el acelerador para no dejarse adelantar. Los bosques se apartaban de su camino aterrados, los animales salvajes pedían ser amaestrados, ¡pero lo más lejos de aquí, por favor! Los campesinos creían que llovería, los pescadores se escondían bajo los ríos, los meteorólogos se asomaban a las ventanas buscando a las nubes extraviadas, a las madres de una tormenta que les ensordecía y no les calaba. ¿Dónde se oculta el prodigio? ¿Dónde habita tan gran secreto?

 

La barrera del sonido dijo adiós, ahí te quedas, que yo no me dejo romper por una niña de ojos azules, por una chiflada que olvidó los límites humanos porque nunca le interesó conocerlos. Y Diana corría y corría. Y Diana gritaba y gritaba. La motocicleta cada vez más se cansaba. Prometeo le daba ánimos, le decía no te dejes ganar por esa loca, tú eres la mejor, tú eres a quien yo más quiero. Pero la pobre moto estaba agotada. Y la moto sin gasolina se quedó.

 

-¡Bien, bien! ¡Te he ganado! ¡He sido más rápida que vosotros!

 

Diana saltaba, se burlaba, le hacía carantoñas a Prometeo. Diana era la vencedora.

 

-Has ganado por resistencia, no por velocidad.

 

-Sí, claro. Eso dicen todos -Diana puso los brazos en jarras. Miró al cielo con rostro triunfante-. Aquí está Diana, la mujer más rápida del mundo. ¡Ja, ja, ja!

 

Y se reía con gruesas carcajadas imitando a los forzudos de sus películas favoritas.

 

-Invítame a algo como premio.

 

- ¿Tú es que siempre tienes que encontrar la manera de comer gratis?

 

-No pretendo comer gratis. Pagarás tú.

 

Prometeo miró a su alrededor. El bosque les envolvía.

 

- ¿Y dónde vamos a comer? Estamos en mitad de ninguna parte.

 

-Seguiremos la carretera hasta llegar a un mesón o algo así. ¡No hay problema!

 

Dicho y hecho. Diana caminaba despreocupada por el centro del camino a la espera de encontrar algún lugar donde descansar. Prometeo la seguía unos metros más atrás llevando la motocicleta, aparentando no pensar en nada. ¿De verdad?

 

-Diana, espera un momento.

 

Diana paró. Fue hacia él. Prometeo dejó la moto en el borde de la carretera. Caminó unos pasos sobre la hierba de un pequeño claro. Se agachó. Puso la palma de la mano sobre la tierra. Cerró los ojos.

 

-De verdad que no entiendo ni la mitad de las cosas que haces.

 

Prometeo sonrió sin abrir los ojos.

 

-Por eso tú eres la capitana y yo el Alto Maestre.

 

Fuego. Prometeo sintió una serpiente deslizándose bajo sus dedos. Separó los párpados.

 

-Ya está.

 

- ¿Ya está qué?

 

El muchacho se adentró en la espesura que los árboles formaban frente a él.

 

-Hay muchos caminos en este bosque. Y no todos sobre la tierra.

 

Diana le siguió sin saber a dónde se dirigían. Diana sintió un cosquilleo recorriéndole el cuerpo entero.

 

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El ruido de un riachuelo. El sonido del agua deslizándose sobre un lecho de piedrecitas. Prometeo cruzó el pequeño puente que salvaba el diminuto curso. Llamó a una puerta entreabierta. La empujó suavemente. En el interior una chimenea encendida. Un techo de madera y paja. Unos muros de roca vieja. Unas ventanas con unas alegres cortinas de colores.

 

“¡Adelante!”

 

Le invitaron a entrar. Se dio la vuelta.

 

- ¡Venga, Diana! ¡Date prisa!

 

Y entró. Diana aún no había podido salir de la espesura. Se peleaba con las ramas sin comprender cómo Prometeo las había atravesado tan fácilmente. Llegó al claro en el que se encontraba la casa en cuyo interior había desaparecido el muchacho. Los árboles lo cubrían todo haciendo que el lugar fuese una campana natural, un claro circular en el centro de la profunda selva. Los rayos del Sol se colaban por el mismo hueco por el que el humo de la chimenea alcanzaba el cielo. Se paró en el puente. Miró la corriente. Había culebrillas acuáticas en los recodos que formaban los remolinos del agua. Movió la puerta abierta.

 

- ¡Pasa, chiquilla, pasa! ¡No te quedes ahí afuera!

 

Una gruesa mujer de cabellos dorados recogidos en un moño cogió a Diana del brazo nada más asomarse al interior de la casa. La llevó hasta una mesa junto a la que ya esperaba sentado Prometeo. La colocó en un taburete frente a él. Sonrió sacudiéndose el delantal blanco que vestía. Volvió a los fogones de su cocina. Diana notó un fuerte olor a manzanas asadas. No lo había percibido hasta ese momento.

 

- ¿Conocías este lugar del viaje de ida?

 

Diana habló tan bajo como pudo.

 

-No, esta es la primera vez que veo a Prometeo por aquí.

 

Pero la señora le respondió como si se hubiese dirigido directamente a ella. Diana la miró sorprendida.

 

-Te hablaron de él.

 

-Sois la única visita que he recibido en bastantes años.

 

Diana quiso abrir la boca. Diana no entendía nada.

 

-Entonces..., ¿cómo sabías que esta casa estaba aquí?

 

Prometeo sonrió. Cogió una de las manzanas del cesto que había sobre la mesa.

 

-No lo sabía. Pero ya te dije que en este bosque había muchos caminos.

 

La incredulidad saludó al mundo desde el rostro de Diana.

 

-Pero si hemos tenido que atravesar una espesura sin ningún tipo de sendero ni señalización. No había ningún camino.

 

La mujer colocó una fuente con un jabalí asado en el centro de la mesa. Guarnición de manzanas y uvas. Cogió una. Se la introdujo en la boca apoyando una mano en el hombro de Prometeo. Miró fijamente a Diana.

 

-Es muy bonita, pero algo tonta.

 

Diana abrió desmesuradamente los ojos.

 

- ¡Pero señora, qué se ha...!

 

Prometeo respondió sin mirar a la mujer.

 

-Aún es joven.

 

La mujer se inclinó. Acercó su rostro al de Diana.

 

-Sí, se le nota en el color de ojos.

 

Volvió a los fogones.

 

- ¿Qué..., qué ha querido decir? -Diana estaba por completo descolocada. Se puso de pie- ¿Me puedes explicar quién es esta mujer y qué hacemos aquí?

 

Prometeo cortó un pedazo de carne. Lo llevó al plato de Diana. Habló sin mostrar la menor extrañeza ante la situación en la que estaban, sin preocuparse de la turbación de Diana.

 

- ¿No tenías hambre? Pues te he traído a un lugar donde nos dan de comer. Y bastante bien, por cierto.

 

-Pero..., pero..., -Diana se sentía ignorada. Nadie le explicaba nada- ¡Ummff!

 

Salió de la casa dando un portazo.

 

- ¿Volverá?

 

Prometeo contestó viendo a Diana cruzar el puente.

 

-Sí. Es una chica con buen apetito.

 

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Un jabalí. Dos jabalíes. Tres jabalíes. Una manzana asada. Dos manzanas asadas. Tres manzanas asadas. Un racimo de uvas. Dos racimos de uvas. Tres racimos de uvas. Demasiadas fuentes vacías. La mujer miraba a Diana sin creer lo que veía. Sentada junto a ella tomaba pequeños sorbos de un vaso de vino prestando más atención a la ceremonia de la abundancia que le ofrecía la muchacha que a su propia bebida. Se giró hacia Prometeo.

 

- ¿Seguro que es una chica?

 

Prometeo dudó. Dudo mucho. Asintió con los ojos. Había cierta resignación en su mirada.

 

-Pues come como si fuera una horda.

 

Diana terminó. Se escuchó una fanfarria triunfal.

 

- ¡Bueno, esto ya es otra cosa! ¡Ya lo veo todo de una manera bien distinta!

 

Prometeo apartó el montón de platos que se habían ido apilando frente a él y que apenas le dejaban ver el rostro de la muchacha.

 

-Entonces...

 

Diana sonrió algo mareada por la comilona y el vino que había bebido con ella.

 

- ¡Entonces sigo sin entender nada, pero una mujer que cocina así tiene por necesidad que merecer toda mi confianza!

 

La señora rio. Prometeo pensó algo que no puede ser escrito.

 

-Bueno... -Diana nunca había metabolizado bien el alcohol. El mareo era ya total. Trató de acercar su taburete al de la mujer. Estuvo cerca de sentarse en el aire varias veces-. Dígame, ¿quién es usted?

 

-Es una bruja – fue Prometeo el que contestó.

 

Diana le miró sin aparentar sorpresa alguna. La cabeza le iba de un sitio a otro como si de un péndulo se tratase, con un movimiento que al Alto Maestre le resultaba muy divertido.

 

-Vale… -acercó su cara a la de la mujer como queriendo asegurarse de la información recibida. Abrió los ojos tanto como pudo. Hizo dos o tres muecas sin darse cuenta. Ya no controlaba su propio rostro-. Pues no lo parece.

 

Movía la mano en el vacío como queriendo encontrar algún tipo de verruga o marca identificadora. Pero..., no. Nada de nada.

 

-Y... ¿ahora mismo dónde estamos?

 

La mujer respondió.

 

-En mi casa.

 

La respuesta satisfizo a Diana.

 

-Sí, parece lógico.

 

Quedaba un solo punto por resolver.

 

-Y… Prometeo, tú... ¿cómo has sabido tú llegar hasta la casa de esta..., de esta bruja?

 

Diana se balanceaba poniendo a prueba la ley de la gravedad.

 

-Me lo dijo la tierra.

 

Un signo de interrogación apareció sobre la cabeza de Diana. La muchacha lo vio y quiso espantarlo dando manotazos al aire.

 

- ¿La..., la tierra?

 

Prometeo continuó. La mujer le escuchaba atentamente.

 

-Sí. Sentí que, si se lo preguntaba, me lo diría. Así que se lo pregunté y me lo dijo.

 

- ¿Y cómo le pudiste preguntar la ubicación de un lugar que aún no conocías?

 

Fue la mujer quien preguntó a Prometeo. Diana les contemplaba sin ser capaz de centrar la mirada. Diana se miraba las manos viendo demasiados dedos.

 

-No pregunté nada concreto. Y tampoco obtuve ninguna respuesta concreta. Sólo puse la mano sobre la tierra sabiendo que sentiría algo. Y lo que sentí me atrajo hasta aquí.

 

Diana se hizo un collar con el signo de la duda.

 

- ¿Y qué sentiste?

 

Prometeo buscó en su interior.

 

-No podría expresarlo. No con palabras -sonrió-. Si pudiera, ya no sería un sentimiento.

 

El collar quiso sacar a pasear a Diana. La capitana se deshizo de él antes de empezar a ladrar. Se sacudió a un par de pulgas que ya querían hacerse sus amigas.

 

-Yo me sentí..., me sentí parte de todo lo que me rodeaba. Sentí... -los ojos de Prometeo se iluminaron-, sentí que yo era ese todo, que yo dejaba de ser yo y que mi nombre ya no era yo, que ya no necesitaba nombre.

 

Prometeo miró a Diana. Diana miró a Prometeo. La intensidad de sus miradas envolvió sus cuerpos. ¡PLOM! Y Diana cayó de bruces contra el suelo durmiéndose de inmediato completamente borracha.

 

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¿Una oca? Estaré aun durmiendo. Umm... Juraría que algo me ha mordido la mano. Será un sueño. Mmm... Pero el caso es que el dolor es muy real. ¡Bah! Imaginaciones.

 

-Levántate, Diana. Nos vamos.

 

¿Esa no era la voz de Prometeo? Eso quiere decir que..., sí que estoy despierta. Luego la oca es real. Y los mordiscos que siento... ¡Ayyy! Diana se levantó de un brinco. Se cogía la mano derecha con la izquierda y gritaba como si la estuvieran matando. Una oca adulta y un par de simpáticas oquitas la miraban saltar de un lado a otro siguiéndola con el movimiento de sus picos.

 

- ¿Te gustan mis mascotas?

 

La mujer pasó junto a ella llevando un bote de cristal lleno de compota de manzana.

 

- ¡Sus mascotas casi me devoran, señora!

 

- ¡Oh, vamos! Si son inofensivas.

 

Y salió de la casa. En el exterior la esperaba Prometeo. El chico introdujo el bote junto con otros paquetes llenos de comida en el pequeño portaequipajes de la moto.

 

- ¡Venga, Diana! ¡Deja de jugar!

 

Diana salió corriendo perseguida por las ocas. Se escondió detrás de Prometeo.

 

- ¡Diles que me dejen en paz!

 

El muchacho cogió a Diana por los hombros. La llevó junto a las aves e hizo las presentaciones. Las ocas saludaron muy educadas. La capitana se hizo de rogar antes de hacer las paces. La pareja montó en la motocicleta. Se despidieron cariñosamente de la mujer. Una de las ocas se acercó y le dio una patadita a Prometeo en la rodilla. Diana quiso bajar y vengarle, pero el chico la contuvo explicándole que eso era una muestra de aprecio. Dijeron hasta pronto, volveremos a vernos. Y se fueron por un sendero que el narrador acababa de pintar dos párrafos antes. Llegaron a la vieja carretera por la que habían venido. El asfalto buscó una alfombra bajo la cual esconderse cuando vio a Diana. Continuaron el largo camino hacia la Montaña.

 

-Dime, Prometeo, ¿quién era realmente esa mujer?

 

El Alto Maestre sonrió sin dejar de mirar al frente.

 

-Ya te lo dije, una bruja.

 

Diana se apretó contra la espalda de Prometeo. Cerró los ojos.

 

-Pero las brujas no existen.

 

Prometeo se puso sus gafas de cristales de esmeralda. Aceleró. Contestó sin usar las palabras. Esta vez fue Diana la que sintió la respuesta.


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