El puente sobre el Rin estaba cerrado. Los días anteriores a que Prometeo y Diana llegasen había llovido con fuerza y su estructura se encontraba dañada. No se permitía cruzarlo y, aunque sí se hubiese permitido, nadie se hubiera atrevido a hacerlo. Se veía claramente que los pilares estaban agrietados y algunos de los arcos cercanos a venirse abajo. Los vehículos y viandantes no tenían más remedio que irse por donde habían venido y probar suerte en otro de los puntos por los cuales se cruzaba el rio. Los rumores no eran sin embargo muy halagüeños y se decía que, en cien kilómetros, ya fuera rio arriba o rio abajo, no había una sola carretera o puente transitable.
Diana, como era de prever, fue de todos los perjudicados la que más protestó ante la engorrosa situación. Mareó a varios policías y funcionarios en general hasta que consiguió que le prometiesen que el día siguiente a primera hora se habilitaría una barcaza que uniría ambas márgenes. Le garantizaron que ella estaría en el primer turno que cruzase. Así que esa noche tendrían que pasarla en el lado alemán del rio. Prometeo miró hacia las casitas francesas de la otra orilla como si el Mediterráneo que tanto ansiaba rompiese contra la playa justo detrás de sus tejados.
-La posada. Bueno, no es un nombre muy afortunado. A saber, cuántos turnos pasaremos aquí sin poder tirar.
Diana leyó con resignación el letrero del pequeño hotel que había frente al río. Prometeo trató de animarla.
-Con un poco de suerte mañana mismo continuaremos el viaje. ¿No te han asegurado lo de la barcaza?
Diana hizo un gesto de incredulidad.
-Sí, pero parece ser que saldrá del lado francés y...
Prometeo dejó la moto en el aparcamiento del hotel. Abrió el maletero. Cogió el paquete en el que guardaba lo poco que quedaba de la comida que les regaló su amiga de los bosques.
-Me parece que te tomas lo de ser alemana demasiado en serio.
Diana le siguió hacia la entrada del hotel con su bolsa de viaje al hombro.
-Yo sólo digo que de "esos" no me fio.
Empujaron la gruesa hoja de madera de la puerta. Se introdujeron en la posada del cuento.
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- ¡Bienvenidos, turistas!
Un gigantón de carrillos sonrosados y bigote hiperbólico abrazó a Prometeo sin darle tiempo ni a responder a su saludo. Le levantó en el aire como si el Alto Maestre fuese una pluma vestida con abrigo negro.
- ¡Nuestro hotel les pertenece! ¡Hagan con él lo que les plazca! ¡Hagan conmigo lo que les plazca!
- Ah, eso sí que no, que después vienen los madres mías y los discúlpeme señorita por mi efusividad pero yo es que soy así y no puedo reprimirme. ¡A más de un tipo listo como tú he tenido yo que parar los pies!
Diana pasó a su lado hablándole sin mirarle. Fue directamente al mostrador de la recepción. Le atendió la que parecía ser la mujer del dueño del hotel, el cual no era otro sino el que le preguntaba ahora a Prometeo que qué había querido decir su amiga con eso de parar los pies.
- ¿Y este paquete con cristalitos rotos que lleva usted qué es, amigo turista?
¡El paquete! Prometeo lo acercó lentamente a la altura de sus ojos. Lo miró con dos ríos de lágrimas recorriéndole las mejillas. Deseó que su anfitrión hubiese sido un sujeto seco y antipático.
-Esto era compota, amigo posadero. Esto ERA compota.
-Pues me temo que ya no lo volverá a ser.
Dijo Diana mientras regresaba de la recepción del hotel con la llave de su habitación en la mano. Pasó frente a ellos. Subió los escalones que conducían al primer piso haciéndole un gesto de advertencia al hombretón de carrillos sonrosados que aun la miraba interrogado por su comentario anterior.
-Su amiga es un poco extraña, amigo turista.
Prometeo seguía mirando su paquete. Dos enormes charcos de lágrimas le rodeaban. Al pobre Prometeo le habían roto con su bote de compota de manzana.
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-A ver..., mi cepillo de dientes, el tuyo..., mi peine, el tuyo..., mi colonia, que tú también usas, aunque digas que no, la tuya...
Diana vaciaba sobre la cama su bolsa de viaje. Habían guardado en ella el equipaje más necesario de ambos.
-Mi bonita y delicada ropita interior, el horror que te pones tú...
Prometeo estaba sentado en la cama con la mirada perdida entre los restos de su paquete. Movía los dedos en una masa informe compuesta por compota, cristales rotos y los dos o tres pedazos de jabalí asado que tan cuidadosamente guardó en sus recipientes particulares. Todos de vidrio.
- ¡Deshazte de eso de una vez, Prometeo! ¡El olor es insoportable!
El Alto Maestre miró suplicante a Diana. Los lagrimones aun le mojaban las mejillas. La muchacha fue inflexible. Le cogió el potingue de entre las manos y lo tiró en la papelera de la habitación. Salió al pasillo y arrojó la papelera en el carrito de la basura que casualmente pasaba por allí en ese momento. El mozo que lo empujaba quiso decirle algo sobre las normas del hotel. Diana volvió a la habitación antes de que pudiese hacerlo.
-¡Bien! Y ahora nos vamos los dos a la bañera, que en esta familia hace ya demasiado tiempo que no nos lavamos como es debido.
Tomó a Prometeo por ambas manos y lo llevó al cuarto de baño. Le desnudó. Se desnudó ella. Llenó la pequeña bañera con agua hirviendo. Apenas cabían ambos al mismo tiempo. Se sentaron uno frente al otro. Diana frotaba a Prometeo mientras él jugaba con los cabellos de ella. Los rizaba. Los enredaba entre sus dedos. Los mezclaba con los suyos. Comparaba cuáles eran los más largos.
-Los míos, por supuesto.
Diana tenía razón. Diana siempre tenía razón. Prometeo era el Alto Maestre de la Orden de los Elegidos. Prometeo era consejero imperial y posiblemente algún día llegase a ser el hombre más poderoso del Imperio. Prometeo poseía una fuerza y unas capacidades mágicas sin igual. Prometeo era el ser humano más extraordinario que jamás hubiese existido. Pero Prometeo tenía una debilidad. Una debilidad de risueños ojos azules y de dulce melena oscura. Una debilidad con un carácter endemoniado, pero sin la cual él no podría un sólo día sobrevivir.
Prometeo estaba enamorado. El chico de los iris de esmeralda vivía en nombre de Diana, de la mujer que amaba desde que sabía lo que era amar. Él era el orgullo, pero le bastaba una palabra de ella para arrodillarse. Él era la soledad, pero antes de que ella le llamase él ya acudía a su encuentro. Él era el frio, pero a ella la hubiese acariciado hasta el momento de la muerte y mucho más allá. Prometeo era la libertad hecha hombre, pero por que ella lo tomase entre sus brazos, se hubiese vendido al mejor postor. Todo en Prometeo se daba la vuelta y caminaba del revés por su amor hacia Diana, todo por ella sucedía.
Diana le limpiaba con las manos manchadas de espuma. Diana deslizaba sus dedos enjabonados por todos los rincones de la piel de su hombre, del hombre que Diana sabía que no era más que un niño, un crio que dependía por completo de ella. La muchacha conocía a Prometeo desde antes de tener recuerdos de sí misma. Con apenas tres años un día su padre le presentó a un niño de unos ojos tan verdes y grandes que parecía que se le iban a salir de la cara en cualquier momento en el que no los mirases, con una melena tan enmarañada que hubieses jurado que jamás podría ser domada del todo.
Se criaron como hermanos. El padre de Diana fomentó la relación entre ambos. Les hizo dormir juntos, comer juntos, ir juntos a todas partes... Jano le encargó a Prometeo que cuidase de Diana como si fuese su propia hermana y a Diana la educó para comportarse con él con la confianza que hubiese tenido con su propio hermano. Pero los años pasaron y, al fin, aunque siempre supieron que realmente no eran hermanos, llegó un día en que se vieron como nunca lo habrían hecho de haber sido hermanos de verdad. Ninguno de los dos sabía quién empezó primero. Si fue él, si fue ella... Fuera quien fuese, una vez empezaron, ya no fueron capaces de parar. Los dos niños se hicieron adultos y de hermanos pasaron a amantes. En una Orden compuesta por hombres de pura raza alemana, los miembros más destacados eran una mujer y un no alemán. En un mundo que vivía en el interior de una pesadilla que luchaba por hacerse pasar por sueño, Diana y Prometeo eran la última esperanza que le quedaba a la utopía.
- ¿Me dejas que te bese?
Prometeo miraba a Diana inundado por sus iris, ahogado en ellos, absorto en un rostro que conocía mejor que el suyo y que sin embargo era incapaz de dejar de contemplar.
- ¿Alguna vez te lo he prohibido?
Prometeo acercó su boca a la de Diana, sus labios a los de su hermana. Le susurró muy, muy bajito.
-Dime que muera y lo haré, Diana. Por ti lo haré.
Diana inundó la bañera de sangre. Diana le respondió antes de besarle ella.
-Seré yo la que por ti muera, Prometeo. Seré yo.
Los dos sonrieron. Se abrazaron. Hicieron el amor despreocupados.
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Las gotas. Los puntos de agua cayendo desde los cielos contra nuestras ventanas, contra nuestros tejados, contra nuestras frentes mojadas. Llovía sin fuerzas. Llovía cansado de tanto haber llovido. Los finos riachuelos de las alturas se desperdigaban entre las laderas de los caminos, junto a los árboles empapados de tanta lluvia. Prometeo. Sentado sobre el marco de la ventana abierta. El agua recorriéndole las sienes. La vista hundida en el rio. Desnudo. Con el pelo suelto sobre el cuerpo. Sacó la cabeza al exterior. Dejó que la lluvia le llenase la boca. Cerró los ojos. Sintió los leves golpes de las chispas contra sus párpados bajados, los saludos de las nubes a sus mejillas frías. Se dejó caer edificio abajo. Un pétalo oscuro. Una cometa negra. Tocó el barro del suelo. Corrió hacia el rio. Llegó a él. Se sumergió en la corriente.
- ¿Quién eres, amor mío? ¿Quién que ni yo te conozco? -Diana de pie en el centro de la noche. Su camisón sobre las sábanas.
Contra el curso de las aguas. Rio arriba. Luchando por no ser arrastrado. Braceando furioso. Mezclando lágrimas, con lluvia y rio. Prometeo nadaba con todas sus fuerzas en un caudal que se había vuelto loco, que empujaba con más fuerza que la que nunca tuvo y que la que jamás tendría. Los remolinos le golpeaban, las piedras arrastradas por la corriente le herían, el fondo se levantaba y quería sujetarle, llevarle con él, ahogarle sin piedad. Y el Elegido nadaba. Nadaba y nadaba indiferente a la sangre que se le escapaba, que de él huía, que ya no volvería.
Prometeo quería remontar el cauce, aunque tuviese que secar el mismo rio en su esfuerzo. No se iba a dejar llevar por la corriente, no iba a rendirse ante ningún monstruo al que su propia alma hubiese dado forma de serpiente mojada. Las nubes se concentraron atraídas por la lucha del hombre con la bestia. Las diosas celestes quisieron admirar el poder de quien estaba destinado a gobernarlas. Unieron sus relámpagos, juntaron su electricidad. Decidieron probar al demonio de los ojos verdes. Siete descargas cayeron sobre el cuerpo de Prometeo. Un boquete de luz separó las aguas a su alrededor evaporando al rio, a la lluvia, al aire que se deshizo en sí mismo. Las rocas del lecho marino explotaron. Los árboles cercanos al cauce reventaron. La tierra toda tembló.
Y de entre las columnas de líquido hirviente apareció una figura con los cabellos erizados, con el cuerpo ensangrentado, con una tercera esmeralda en el centro de la frente. Apareció Prometeo batiendo las alas ante el terror de los dioses del cielo de las almas blancas. Se elevó sobre el rio. Miró a su derecha y la corriente se detuvo. Miró a su izquierda y las olas se arrodillaron. Miró a lo alto y las nubes huyeron espantadas. La Luna gobernó la noche y una risa atronó como ningún trueno jamás antes lo había hecho. Era Prometeo. La respuesta a qué hay más allá del hombre.