Los Elegidos. Capítulo Duodécimo.


- ¿Ya se marchan, amigos turistas?

 

Diana llevaba cogido de la mano a Prometeo. Ella contestó.

 

-Sí, en la primera barcaza que cruce el rio.

 

El dueño del hotel parecía nervioso. Movía sus enormes mejillotas alterado.

 

- ¡Pero no pueden irse todavía, amigos! ¡Aún no han probado nuestros platos típicos!

 

Diana se ratificó.

 

-Ya lo haremos la próxima vez. Lo siento, pero tenemos prisa.

 

El dueño cogió a Prometeo de la mano que Diana le dejaba libre. Trató de detener a la pareja. Diana reaccionó y estiró del chico hacia ella. Empezaron a jugar con el cuerpo del muchacho como si fuese el de un muñeco de trapo. Prometeo se dejaba hacer. Prometeo estaba medio dormido.

 

- ¡No, amigos! ¡La belleza natural de nuestra región, sus amables gentes...!

 

- ¡Gracias, pero no me interesa su belleza natural! ¡Y sus amables gentes empiezan a cargarme!

 

Diana se exasperaba.

 

- ¡Por favor! ¡Quédense, desayunen al menos, amigos!

 

- ¡No tengo hambre! ¡Él tampoco! ¡¡Y suéltelo de una vez, demonios!!

 

Y en esto que entraron varios periodistas. Diana los vio aparecer sin querérselo creer. Era lo único que le faltaba. El dueño del hotel sonrió. Empezaba a pensar que no llegarían nunca.

 

-Señorita, Diana, ¿podría decirnos en qué estado se encuentra su relación con el consejero Prometeo?

 

- ¡¿Y a usted qué le importa?!

 

Diana miraba de uno a otro lado sin soltar a Prometeo, perseguida por los redactores y fotógrafos que la rodeaban

 

-Diana, díganos, ¿son ciertos los rumores que hablan de su embarazo?

 

- ¡¿Mi qué?!

 

La capitana enrojecía por momentos. El azul de sus ojos comenzaba a evaporarse. Aun y estando dormido, Prometeo sintió un escalofrío.

 

- ¿No es cierto que ya se encuentran en marcha los preparativos de su matrimonio?

 

- ¡Pero que preparativos ni que...!

 

Todos a coro.

 

`` ¿Son felices juntos? ¿Cómo se sienten? ¡El público quiere saber! ´´

 

Una puerta que se abre bruscamente. Doce hombres, siete cámaras y demasiados micrófonos que salen volando. Una trenza enfadada que aparece tras ellos.

 

- ¡No les interesa si somos o no felices! ¡Les da igual cómo nos sintamos! -tomó aire- ¡¡Y me importa un comino lo que el público quiera o deje de querer!!

 

Los periodistas la miraban aterrados.

 

-¡¡¿ENTENDIDO?!!

 

Todos salieron corriendo sin siquiera coger sus cosas. Por la carretera, por el campo..., alguno cruzó el rio a nado. Diana miró al dueño del hotel. El gigantón se escondió detrás de su mujer. La capitana llegó junto a él. Habló con aparente calma.

 

-Dígame..., ¿cuánto le debemos?

 

Él respondió con pavor.

 

-Na..., nada. Invita la casa, amiga.

 

Un periodista aventurado aun andaba por ahí. Se acercó reptando por el suelo para hacerle una foto a la muchacha. Diana elevó el pie. Lo bajó. Le aplastó la cámara entre las manos. Le miró un segundo. Antes de que terminase de hacerlo el reportero ya había huido. Cogió a Prometeo. El chico salía entonces del hotel. Daba tumbos aun sin despertarse. Una noche demasiado intensa. Volvió a dirigirse al dueño y a su esposa. Sonrió con cierto furor homicida en sus preciosos ojitos azules.

 

-Hasta la vista, amigos.

 

El dueño se despidió moviendo tímidamente la mano. No salió de detrás de su mujer. Diana subió a Prometeo en la moto. Montó ella detrás. Le dio un capón para despertarle. Haciendo eses llegaron a la barcaza.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

- ¡Buenos días!

 

Prometeo se despertó. Sonrió despreocupado.

 

-Hombre, por fin te despiertas.

 

Diana habló con cierta sorna.

 

- ¿Y qué tiene de malo el que durmiera?

 

-Bueno, nada si exceptuamos el hecho de que ahora mismo conduces una moto.

 

Frenazo. Derrapaje de doscientos metros. Huellas de neumáticos en una carretera francesa.

 

- ¡¿Pero por qué no me avisaste antes?! ¡¿Es que quieres que nos matemos?!

 

Prometeo se dio la vuelta. Agarró a Diana con el corazón en la boca.

 

- ¿Y eres tú el que me regaña a mí?

 

Prometeo miraba inquieto alrededor suyo. No reconocía el lugar.

 

- ¿Dónde..., dónde estamos?

 

-En Francia.

 

El Alto Maestre bajó de la motocicleta. Se sentó en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza.

 

- ¿Y hace cuánto que estamos en Francia?

 

Diana hizo memoria. Contestó.

 

-Unas tres o cuatro horas.

 

Prometeo la miró espantado.

 

- ¿Hace..., hace cuatro horas que conduzco dormido?

 

Diana le corrigió.

 

- ¡Oh, no! Conduces dormido desde que salimos del hotel. De eso hace un poco más.

 

-Y tú..., ¿tú no estabas preocupada?

 

Diana contempló el cielo francés. Era más ligero que el alemán.

 

- ¿Por qué? Teniendo en cuenta las cosas que te he visto hacer últimamente, lo de conducir..., poco atento, no es algo que me llame particularmente la atención.

 

Prometeo se acordó del dueño del hotel.

 

-Y, ¿pagamos la cuenta?

 

Diana sonrió maliciosa.

 

-Bueno, digamos que sí que cobraron.

 

Prometeo se levantó. Intentó posicionarse en el tiempo y en el espacio. Vino a su mente la noche anterior. Intentó recordar. Le dolía la cabeza. Las imágenes se agolparon frente a sus ojos. Le dolía el cuerpo entero. Diana se dio cuenta de los esfuerzos que hacía su chico.

 

- ¿Te divertiste ayer por la noche?

 

Prometeo le dirigió la típica mirada de aquel que tiene una resaca como jamás pensó que pudiesen tenerse las resacas.

 

- ¿Lo dices por algo en concreto?

 

-Bueno, fundamentalmente por lo de evaporar ríos, soportar el impacto de varios rayos, generar luces desde la frente, levitar..., pero, si me olvido algo, recuérdamelo, por favor.

 

Prometeo tardó en responder. No esperaba que Diana le hubiese visto. No tenía una respuesta preparada. No tenía una respuesta de ningún tipo. ¿Y ahora qué le digo? Ya quisiera yo saber el porqué de las cosas que hago.

 

-Bueno..., no me divertí mucho, la verdad.

 

-Y...

 

- ¿Y...?

 

-En fin, me esperaba una respuesta algo más trabajada. Ya sabes. Por qué hiciste lo que hiciste, cómo lo hiciste... Ese tipo de cosas.

 

Se miraron en silencio. Ninguno parpadeó durante un buen rato. Adoptaron sendos gestos de seriedad. La introspección se apoderó de ellos.

 

-Pues es que no lo sé.

 

Diana casi cayó al suelo.

 

- ¿Cómo..., cómo que no lo sabes? Prometeo, supongo que te habrás dado cuenta de que últimamente haces algunas "cosas" que antes no hacías.

 

-Sí, claro que me he dado cuenta.

 

- ¿Y no sabes el motivo?

 

-No.

 

- ¿No?

 

-Pues no.

 

-Ya. Vale, o sea, que no.

 

-No, Diana. No.

 

Diana se ponía nerviosa por momentos.

 

-Prometeo, desde que vine del monasterio, te he visto volar, convertirte en una bola de fuego, relacionarte con "brujas", detener el curso de los ríos... Puede que los Elegidos seamos muy superiores a un ser humano normal, pero tus capacidades son exageradas. Siempre fuiste el mejor de la Orden, pero, de un tiempo a esta parte, tu poder no para de crecer y crecer. Deberías estar obsesionado con encontrar el motivo de los cambios que tienen lugar en ti y, sin embargo, da la sensación de que no te interesan en absoluto.

 

-Bueno...

 

- ¡¿Pero cómo que "bueno"?! ¡¿Pero cómo que "bueno"?! ¿Lo único que se te ocurre decir es "bueno"?

 

Diana imitó la voz de Prometeo las tres veces que repitió "bueno". Su nivel de irritación ante lo que consideraba una parsimonia inaceptable por parte del chico estaba llegando a su cumbre. Prometeo esperó con paciencia a que dejase de hablar.

 

-Si me dejases terminar las frases...

 

- ¡Yo te dejo terminar las frases! ¿Cómo puedes decir que...? -Diana se dio cuenta de que había vuelto a interrumpirle. Se calló. Desvió la mirada.

 

Prometeo levantó las cejas. Suspiró algo agotado. Aun le dolía la cabeza.

 

-Decía que, si me dejases terminar las frases...

 

- ¡Sí, hombre, sí, eso ya lo has dicho!

 

-Diana, ¡¿cerrarás la boca de una vez o tendré que cerrártela yo?!

 

La capitana se sentó en el suelo enfadada. ¡Con lo educada que era ella y la de cosas que le decían! Lo que pasa es que yo soy vital y él un aburrido y un pesado. Por eso le meto prisa.

 

-Si me dejases terminar las frases, Diana, tal vez te enterarías de lo que quiero decirte.

 

- ¿Y qué es lo que quieres decirme?

 

Prometeo se sentó junto a ella.

 

-Pues que sí, que deseo saber lo que me pasa, Diana. Mis cambios, las cosas que hago... No paro de darle vueltas. Pienso en ello constantemente, busco el motivo a todas horas, pero es que no lo encuentro, Diana. No lo encuentro.

 

Diana cogió una piedrecita. Se la pasó de una a otra mano.

 

-Ayer, cuando te fuiste al rio, me quedé de pie en medio de la habitación del hotel. Mirándote. Viéndote marcharte. Te alejabas y lo único que podía pensar era..., quién es, quién es ese muchacho que corre desnudo sobre el barro. -los iris de Diana se elevaron- Prometeo, te conozco desde que era una niña. Te he visto reír, llorar..., te he visto crecer y no creo que una madre te conociese mejor que yo, pero..., cada día que pasa sé menos quién eres en realidad. -Diana dejó caer la piedra. Cogió al chico de las manos- Tienes que descubrir el motivo de tus cambios, Prometeo. Tienes que hacerlo. Estoy segura..., sé..., siento que ese es el camino para resolver mis preguntas y las tuyas, el camino para que ambos descubramos quién es el hombre del que estoy enamorada.

 

Los ojos del Alto Maestre desaparecieron en un universo color azul. Pidieron no ser encontrados. Dos labios besaron las manos de una muchacha. Pasaron unos segundos. Prometeo sonrió a aquella que acababa de regalarle una razón para seguir viviendo.

 

-En fin, no sé tú, pero yo tengo hambre. ¿Buscamos algún sitio donde desayunar?

 

Diana también sonrió. A Diana empezó a gustarle Francia.

 

- ¡Esa sí que es una buena idea!

 

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A diez minutos de distancia encontraron un restaurante de carretera. Era un sitio agradable. Quedaba a los pies de una pequeña colina y, si se subía un corto sendero, se podía comer en unas mesas que a tal efecto había en la cumbre. Desde allí podían verse hectáreas y hectáreas de campos de vides. A Prometeo le encantó el paisaje. A Diana le preocupó estar rodeada de vino. Pidieron unas rebanadas de pan y aceite de oliva. El camarero los miró extrañado. Preguntó que para qué querían el aceite. Prometeo se dio cuenta de que aún no estaban tan al sur. Así que cambió lo del aceite por mantequilla y un poco de mermelada.

 

- ¿Y de beber qué querrán?

 

Diana casi gritó la respuesta.

 

- ¡Café!

 

Prometeo prefirió leche con cacao.

 

Mientras desayunaban, un grupo de labriegos pasó junto al restaurante llevando cada uno dos grandes cestas de mimbre llenas de uvas. Diana preguntó al camarero.

 

- ¿Para qué llevan esos de ahí tantas cestas?

 

El grupo se alejaba ya entre las vides.

 

-Van al pozo.

 

- ¿Al pozo?

 

El camarero les explicó una vieja historia de la región. Hacía ya muchos años, hubo un pequeño pueblo no muy lejos de allí que quedó sumergido al producirse una crecida del caudal del Ródano. En cuestión de segundos el pueblo entero desapareció y nada más se supo de los habitantes. El espacio que ocupaba pasó a ser un ensanchamiento del rio. Una especie de laguna que cubrió casas, árboles y prados. Una gran tumba para personas y animales. Pero hubo algo que no quedó cubierto por las aguas: el pozo. Apenas un montón de piedras naciendo directamente de la tierra. Clavadas en una lomita en torno a la cual se había construido el pueblo y que se convirtió de la noche a la mañana en una isla en el centro de un lago.

 

En un principio, los lugareños evitaron el lugar, pero poco a poco se corrió el rumor de que la pesca en la laguna era magnífica y que los que se atrevían a ir y pescaban veían recompensada su valentía con peces enormes y sabrosos. Con el tiempo, también se volvió a cultivar alrededor del lago y, al igual que con la pesca, las tierras más cercanas a sus aguas empezaron a dar las mejores uvas de toda la zona y con ello vinos que llegaron a ser la envidia de las regiones vecinas. Así que el desastre se convirtió en fortuna y los campesinos pasaron a considerar al pozo como su amuleto particular, una especie de símbolo del triunfo de la vida sobre la muerte. Desde entonces, cada año por estas fechas representantes de los pueblos cuyas tierras son limítrofes con el lago acuden al pozo con cestas llenas de sus mejores uvas para echarlas en su interior como agradecimiento.

 

- ¿Y hace cuánto que lo hacen? -Preguntó Diana.

 

-Se dice que al hombre más viejo de la comarca le contó la historia su bisabuelo y que a éste se la contó el suyo, el cual, a su vez, la oyó de niño en una reunión de ancianos.

 

-O sea, que llevan haciéndolo desde que el mundo es mundo.

 

El camarero asintió con la cabeza. Diana se dirigió a Prometeo.

 

- ¿Qué te parece?

 

Prometeo respondió lo que ella ya se esperaba.

 

-Pues que habrá que ir a hacerle una visita al pozo.

 

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Una cesta. Dos cestas. Tres cestas. Muchísimas uvas. Los agricultores bajaban de sus barcas. Andaban unos pasos. Depositaban las ofrendas en el interior del pozo. Se oía caer los racimos abriéndose paso en el aire del cilindro de piedra. Se les oía lloriquear que querían volver a su vid y marcharse de ese lugar oscuro y frio. Se les oía preguntarse dónde se escondieron los campos que regaba el sol, dónde las tierras en flor bañadas por la tranquila lluvia que canta en los mediodías de la primavera. Se les oía, oía y oía. Pero nadie hacia caso a los pobres racimos poetas.

 

¡Chof!

 

Y más montones de uvas se unían a sus desdichados hermanos. Diana jugaba con la arena de la orilla de la laguna. Diana era una niña sentada junto a Prometeo, junto a más de cien de los habitantes de los pueblos vecinos que asistían con ellos a la tradicional ofrenda. Todos descansaban sobre la manta de granos dorados y comían pescaditos fritos que vendían varios muchachos que iban de un lado a otro ofreciéndolos por unas pocas monedas. Familias enteras observaban como los agricultores, muchos de ellos conocidos o familiares suyos, dejaban caer el contenido de sus cestas en el interior del pozo. El ambiente era de fiesta. Prometeo escuchó que esa noche se lanzarían castillos de fuegos artificiales y que habría una verbena en la plaza mayor del pueblo más cercano.

 

-Prometeo...

 

- ¿Sí?

 

Diana cogió del brazo a su chico.

 

- ¿Me dejas que me ponga entre tus piernas?

 

Prometeo contempló entre extrañado y divertido a Diana.

 

- ¿Y eso que de pronto estás tan cariñosa?

 

Diana le hizo mirar a su alrededor. Prometeo vio como por todas partes había parejas que disfrutaban de la ofrenda abrazadas, cogidas por la cintura, besándose de vez en cuando... Sonrió a Diana.

 

-Anda, ven.

 

La muchacha se colocó entre las piernas de Prometeo. Su espalda contra el pecho del chico. Los brazos de él abrazándola por la cintura. Prometeo descansó su barbilla sobre el hombro de Diana. La besó en la mejilla. Ella apretó las piernas que la envolvían contra sí.

 

-Prometeo...

 

Diana habló muy bajito. Prometeo le respondió entre susurros. Sus labios estaban demasiado ocupados averiguando a qué sabía el cuello que tenían junto a ellos.

 

-Dime.

 

Diana puso el tono de voz más dulce que era capaz de poner.

 

- ¿Puedo pedirte una cosa?

 

La boca de Prometeo seguía viajando sobre la piel de Diana. Su mente hacía tiempo que se había perdido entre los calores del cuerpo de la muchacha.

 

-Lo que quieras.

 

Un destello azul. Un grito que hizo caerse a un hombre sentado.

 

- ¡Cómprame una docena de pescaditos fritos!

 

Y Prometeo se cayó. Se rehízo a duras penas.

 

-Te parecerá..., te parecerá bonito. Engatusarme primero y pedir después.

 

Diana adoptó una pose teatral.

 

- ¿Acaso serás tan cruel de no comprármelos?

 

-Exacto.

 

-Andaaa..., aunque sea media docena.

 

-No.

 

-Bueno, pues tres.

 

-Tampoco.

 

-En fin, me conformaré con probar uno.

 

-Ni eso. Así aprenderás a no tomarme el pelo.

 

- ¿Y si a partir de ahora soy buena contigo?

 

-Tú no sabes lo que es ser buena.

 

-Seré buena, de verdad.

 

- ¿Se supone que he de creérmelo?

 

-Confía en mí, esta vez hablo en serio.

 

- ¿De verdad?

 

-De verdad, seré tan buena que ni te creerás que soy yo.

 

- ¿Y no me pegarás en sueños?

 

- ¿Yo hago eso?

 

- ¡Sí! ¡Y todas las noches! Es dormirte y empiezas a pegarme y a hacerme llaves.

 

-Vaya... ¡Pues tampoco te pegaré!

 

- ¿Y cómo de buena serás?

 

Diana acercó sus labios a Prometeo. Le dijo unas palabras al oído. Los ojos del Alto Maestre se abrieron. Le ocuparon media cara. Un par de agricultores que se acercaban al pozo tropezaron deslumbrados en verde.

 

- ¿Tan..., tan buena?

 

Diana respondió con una sonrisa gatuna.

 

-Y más.

 

La boca de Prometeo se abrió hasta casi tocar el suelo. Diana tuvo que cerrársela.

 

- ¿No me engañas?

 

La muchacha se convirtió en la picardía personificada. Prometeo no se daba cuenta de que, más que cuando luchaba, cuando Diana era verdaderamente peligrosa era cuando era dulce.

 

-Yo jamás haría eso.

 

Prometeo miró hacia su izquierda. Sólo miró. Pero fue suficiente. Tres vendedores de pescaditos fritos sintieron que algo les cogía por la espalda y les llevaba por los aires a toda velocidad. Los tres aparecieron flotando frente a una sonriente Diana.

 

`` ¿Qué desearán los señores? ´´

 

Y ella respondió...

 

- ¡Comer!

 

¿Qué es la belleza? Se preguntaban los racimos mientras caían. ¿Qué es una rima hermosa? Se decían las uvas unas a otras. ¿Quiénes los versos de plata? ¿Acaso lo puro? ¿Tal vez lo blanco y perfecto? Un muchacho abrazaba a una muchacha sobre la arena. Un chico sentía la felicidad de una chica en la playa de un lago. Prometeo escuchaba la alegría de Diana. Prometeo sabía que eso era la belleza.

 

.......       .......       .......       .......       ........       .......       .......      

 

Rojo..., amarillo..., ¡mira, mira ese!

 

`` ¡Ohhh! ´´

 

Habitantes de todos los rincones de la región veían embobados como las estelas subían y subían, como las carcasas explotaban liberando resplandores de mil colores. Reunidos en la plaza mayor del pueblo más cercano al pozo, disfrutaban del castillo de fuegos artificiales sin darse cuenta de cómo a su alrededor la verbena se preparaba para recibirles una vez se agotasen los destellos de la pólvora. Los músicos de la banda afinaban sus instrumentos, los camareros del único bar que había en el pueblo preparaban la barra al aire libre, el dueño de la tienda de golosinas ordenaba en un carrito su valiosa mercancía, las chicas y los chicos pensaban en cómo sería su primera verbena de primavera.

 

Terminó el castillo. Un breve aplauso. Y todos a divertirse. Era tradición del pueblo que cada año fuese uno de los miembros de la comunidad quien seleccionase la música de la verbena. Se le elegía mediante sorteo. Y en esa ocasión el afortunado fue un tal Gerard. Todo correcto. Bueno, no. De hecho, no. El caso es que el tal Gerard era un..., bueno, un..., ¡en fin, que era un cerdo! El cerdo del alcalde para ser más precisos. Y, claro, el alcalde seleccionó la música en nombre de su cerdo. Afortunadamente, los gustos de Gerard resultaron ser bastante similares a los de la juventud local y por ese lado no hubo demasiados problemas.

 

Pero había otro lado y es que en el fondo daba igual qué música se eligiera, porque la banda de música la formaban los miembros del club de melómanos del geriátrico provincial y, al final, ya se les pidiesen piezas modernas, piezas antiguas o piezas al gusto de un marrano, ellos siempre tocaban lo mismo. Lo único que sabían tocar: las nueve sinfonías de Beethoven. Una tras otra. Sin descanso. Sin pausas. Sin piedad. Y, cuando las terminaban, empezaban otra vez desde la primera. Así que los jóvenes menos clásicos no tenían más remedio que ir al rincón secreto de Gerard: una pocilga (en el sentido literal de la palabra) donde el buen cerdo tenía un antiguo tocadiscos que le había regalado el alcalde y donde sonaban de maravilla éxitos con apenas veinte años de vida.

 

Entre los jóvenes se encontraba esa noche una enfadada Diana. Enfadada y, como se decía ella a sí misma, abandonada Diana. Y es que Prometeo la había dejado sola. El chico decidió que quería visitar el pozo sin que nadie le molestase y pensó que el mejor momento sería cuando tuviese lugar la verbena. A Diana no le gustó la idea de quedarse sola en un lugar donde el maestro de ceremonias era un guarro, pero al final y, ante las promesas de Prometeo de volver tan rápido como le fuera posible, aceptó a regañadientes.

 

- ¡Oye, preciosidad! ¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un sitio tan cochino como este?

 

Tres jóvenes del pueblo, poco expertos en cómo tratar a una señorita, molestaron a la única a la que nadie en sus cabales hubiera jamás molestado. Diana se dio la vuelta. Diana les sonrió. Diana crujió los huesos del cuello y las manos.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

La Luna se reflejaba en las leves ondas que la corriente hacía morir en la isla del pozo. La brisa soplaba calmada. El agua bailaba dormida. Prometeo junto a las piedras clavadas en la tierra. Prometeo desplegando sus alas de fantasía en la isla en la que el destino abandonó una pieza de su tablero.

 

- ¿Ya vuelves a sacar las plumas?  Empiezas a preocuparme, chico.

 

¡BUM!

 

¡La magia! ¡Coged a la magia que se escapa de nuevo a las alturas! A Prometeo se le deshicieron las alas. Prometeo descubrió a Diana a su lado.

 

-Vamos a ver, ¿qué parte de la frase "quiero estar solo" te ha resultado imposible de comprender?

 

Diana se llevó las manos al mentón. Aparentó meditar.

 

- ¿Por qué no me has esperado en la verbena?

 

-Me aburría...

 

Diana se cogió un brazo con la mano del otro. Movió la punta de su zapato en la arena. Puso cara de pena.

 

-Ya. Y pensaste que sería más divertido venir conmigo.

 

Diana sonrió.

 

- ¡Sí! Es que la fiesta se había quedado un poco muerta.

 

-Muerta. Y tú no has tenido nada que ver con eso, claro.

 

- ¿Yooo? Si soy una santita.

 

Diana pintó la inocencia en sus labios. Prometeo no se la creía. Pero ya que estaba allí...

 

-Anda, ayúdame.

 

Se desnudó. Le dio toda su ropa para que se la sujetase.

 

- ¿Y qué se supone que he de hacer con esto?

 

-Nada.

 

- ¿Nada?

 

-Nada. Me conformo con que no se manche.

 

Diana frunció el ceño. Se dio cuenta de que iba a aburrirse aún más que en la verbena.

 

-Y mientras tu ropa y yo hablamos de nuestras cosas, ¿qué vas a hacer tú?

 

Prometeo entraba ya en el pozo.

 

-Darme un baño.

 

Diana le miró incrédula.

 

-Un baño.

 

-Sí, a eso he venido.

 

-Ya, a darte un baño en un pozo y en plena madrugada.

 

- ¿Qué tiene de extraño?

 

-Oh, nada realmente. Nada en absoluto. Sólo que no sé si te habrás dado cuenta de que aún no eres un sapo.

 

Prometeo mostró un enigma en su rostro. Sonrió. Se dejó caer al fondo del pozo.

 

- ¿Tú crees?

 

Diana escuchó su respuesta ya lejana, ya perdiéndose en las profundidades de la tierra. Se encogió de hombros. Que haga lo que le dé la gana, se dijo. Puso las ropas de Prometeo en el suelo. Se hizo una almohada con ellas. Apoyó la cabeza. Se durmió. ¡Croack, croack, croack! Un sapito verde navega entre uvas con sabor a mentiras, con sabor a aquello que no quiere saber a nada, con sabor a lo que sólo sabe si eres capaz de saborearlo. Se construye un barquito con las hojas podridas de un roble marchito y se echa al mar del vino, al océano del alcohol que te concede la libertad, la borrachera de los impíos, de los pecadores pero no mucho, que tampoco hay que pasarse.

 

Y en el fondo de la pecera con forma de cuenco con forma de canción con forma de chiste con forma de pozo se ve a un sapito que se preguntó cuál es la respuesta a la pregunta que nunca se hizo ya que la que sí se hizo él sabe muy bien que no tiene respuesta alguna. Navega y navega en la cáscara de una nuez de chocolate sin encontrar tierra, sin quererla encontrar, pidiendo ahogarse, morirse, vivir, pidiendo cualquier cosa que le ilumine el camino que sin saber cómo se le oscureció. La ruta perdida de tanto no encontrarse, de tanto perseguirse, de muchas más cosas que ni riman, ni son bonitas, ni tienen la menor coherencia, pero es que hay veces en las que un pobre sapo ya no sabe qué más decir y entonces silba, susurra versos con olor a champiñón, a hongo, a tantas cosas como le dijeron, como le contó una gaviota que olían bien. Y el sapo las junta, el sapo las une preguntándose si sigue siendo un sapito verde, si sus canciones tendrán sentido. Espero que no, espero que sean llaves, que sean arietes que derriben las puertas que yo mismo construí en este mar de juguete, de mentira, de rimas abandonadas en las profundidades del fondo marino.

 

Diana abrió los ojos. Diana despertó. Diana encontró a un muchacho de ojos verdes que lloraba abrazado a su regazo. Y Diana no entendió por qué lo hacía. Diana no comprendió qué hacía ella a los pies de un pozo, qué hacía su amado llorando, qué hacía Dios gritando estoy solo cuando la felicidad habita en los corazones de los que lloran por saberse sapos. Diana le apretó contra sí. Diana le acunó entre sus brazos. Diana hizo lo que siempre había hecho. Amar a Prometeo. Amar al más bello de los sapos. A un pobre sapito verde y solitario.


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