Los Elegidos. Capítulo Decimotercero.


Cuando ya llegaban al delta del Ródano y tocaba por tanto girar hacia occidente para continuar su ruta hacia la Montaña, Diana tuvo una idea.

 

- ¿Por qué no nos acercamos a Marsella?

 

Al preguntarle Prometeo el porqué de esa petición, la cual implicaba desviarse de su camino e ir precisamente en la dirección contraria, Diana se limitó a apuntar...

 

-Me prometiste que haríamos tantas paradas como yo quisiera. ¿No irás a decirme ahora que me mentiste?

 

Así que, aunque la sugerencia de la muchacha conllevaba bastantes inconvenientes y multitud de peligros (la mayoría de ellos procedentes de la propia Diana), Prometeo no tuvo más remedio que hacer lo que se le pedía para dejar bien claro que él nunca mentía, que él siempre cumplía su palabra. Pero lo cierto es que Prometeo se temía lo peor. Sí, lo peor. O incluso algo aún más terrible. Y no porque el retraso que esta nueva escala suponía implicase un especial quebranto en su programa de viaje (uno más ya le daba igual), sino por el hecho de que la ciudad hacia la que se dirigían no era precisamente una ciudad cualquiera.

 

Muy al contrario. La Marsella del mundo en el que vivían Diana y Prometeo era un lugar conocido. Vaya, si era conocido. Nadie, nadie en absoluto, nadie de ninguna de las maneras, podía decir que no hubiese escuchado alguna vez las cosas que sucedían en aquel puerto del Mediterráneo. ¿Y qué cosas eran esas que tanto preocupaban al bueno de Prometeo? ¿Lujuria, embriaguez, drogadicción...? Sí, posiblemente. Sí, seguro. Esas y algunas más. Esas y mucha música ligera. Metámoslo todo en una batidora, mezclémoslo, añadámosle una aceituna y sirvámoslo en un zapato de mujer con tacón de aguja. Pues así era Marsella. Un lugar adorable, aunque bastante poco aconsejable para nadie en sus cabales.

 

¿Y por qué era así la ciudad a la que quería ir Diana? Bueno, para entenderlo hay que remontarse al final de la guerra. Al terminar el conflicto, las tropas que volvieron de luchar en África lo hicieron usando el puerto marsellés. Parece ser que, debido al caos que reinó en toda Europa durante aquellos años, no se encontró forma ni de pagarles ni de encontrarles trabajo y, por ello, y con el fin de evitar que contribuyesen a aumentar aún más ese caos, se les prohibió salir de la ciudad con la excusa de una cuarentena sanitaria. Como la situación no mejoró en bastante tiempo, la cuarentena se prolongó y prolongó y, al final, ya fuese porque les gustó la ciudad, ya porque no tenían otro sitio al que ir, decidieron establecerse en ella.

 

¿Y a qué iban a dedicarse varios cientos de miles de soldados sin oficio ni beneficio? Ni tan sólo cabían en la ciudad. La comida y el agua escaseaban. Las enfermedades se extendían. Y los disturbios con la población nativa eran frecuentes (las SS hicieron una de sus mayores movilizaciones tras el final de la guerra para intentar controlar lo que llegó a conocerse como el "problema marsellés"). Pues a lo que se dedicaron fue a transformar los problemas en soluciones. ¿Estaban encerrados en una ciudad? Muy bien, pues la convertirían en su ciudad. Con todo lo que ello implica. Dicho y hecho. Una vez el gobierno imperial aceptó otorgarles un cierto margen de autonomía a cambio de que renunciasen a sus sueldos no pagados y se comprometiesen a no salir de la ciudad, los soldados se pusieron manos a la obra.

 

Ampliaron la ciudad hasta casi tres veces su tamaño, organizaron sus propios sistemas legislativo, administrativo y de servicios y hasta reformaron el modelo económico dándose el lujo de instaurar un sistema de corte comunista que, para sorpresa de propios y extraños, a la larga les permitió autoproveerse y sobrevivir. Aunque, la verdad sea dicha, lo cierto es que sus medios fueron un poco radicales: utilizaron los cultivos intensivos, la deforestación masiva (de algún sitio tenían que sacar los materiales para construir la nueva Marsella), la pesca y la caza salvajes y hasta cometieron algún que otro robo bastante poco sutil (en Niza aún se acuerdan) en el que llegaron a verse implicados varios centenares de exsoldados (todo por la comunidad obrera, como se decían unos a otros).

 

Lo normal hubiese sido que, ante dichas actuaciones, Berlín hubiese premiado a los díscolos marselleses con una ración de la flamante nueva arma que tan pródigamente se usaba en aquellos tiempos para llevar por el buen camino a los descarriados, pero como se vio que los pobres sufrían continuas enfermedades y hambrunas, que cada vez daban menos guerra a sus vecinos y que, en definitiva, se estaban muriendo sin necesidad de ayuda externa, se pensó que el experimento de la comuna marsellesa se solucionaría por sí mismo. Así que se les dejó en paz y no se hizo nada. Pero no fue así. Ni muchísimo menos fue así.

 

Pasados cinco o seis años (la época en la que se creía que en Marsella no sobreviviría ni el apuntador), lograron alcanzar un nivel de producción, tanto de alimentos como de materias primas, que al fin les permitió subsistir sin problemas y en el décimo año de su huida hacia delante ya se habían convertido en el mayor foco comercial del Mediterráneo occidental y del sur de Francia. Y con ello se libraron de ser llevados por el buen camino que Berlín estuvo cerca de regalarles. El gobierno imperial se dio cuenta de que, si Marsella desaparecía, todo el comercio de la zona lo haría con ella y, claro, tampoco era cuestión de abrirle nuevos agujeros a la economía imperial estando como estaban las cosas.

 

Así que no quedó más remedio que mirar hacia otro lado y resignarse a que los marselleses hiciesen lo que les diese la gana. ¿Que eran una panda de comunistas? Pues ellos mismos. ¿Que querían funcionar con autonomía? Pues fíjate lo que me importa. ¿Que la mitad del ejército y las SS suspiraban por machacarles el cráneo? Pues qué le vamos a hacer, habrá que aguantarse. Con tal de que se queden en su ciudad y no molesten mucho... Con lo que Marsella se convirtió en una comuna de chiflados irreductibles a la que Berlín simplemente se acostumbró a ignorar. Y así hasta la actualidad. ¿Dónde están entonces la corrupción, la inmoralidad, la decadencia...? ¿Dónde, ahora que me había hecho ilusiones? Bueno, no es todo tan sencillo.

 

Los soldados, como su propio nombre indica, eran soldados, es decir, hombres. ¿Que qué relevancia tiene esta obviedad? Pues que, mientras duró el esfuerzo de levantar la nueva ciudad, estuvieron muy ocupados, sí, pero que, tan pronto como terminaron dicho esfuerzo y tuvieron algo de tiempo libre, cayeron en la cuenta de que existía un importante detalle al que no le habían prestado la suficiente atención hasta entonces: ¿Y las mujeres? Porque en Marsella había muchos hombres, pero mujeres..., mujeres, lo que se dice mujeres, había más bien pocas (es cierto que en las situaciones desesperadas se suelen tomar medidas desesperadas, pero estos soldados, aun y estar bastante desesperados, jamás llegaron a estarlo tanto).

 

Y es que las mujeres marsellesas, viendo lo que se les venía encima (y nunca mejor dicho), fueron las primeras en poner tierra de por medio, con lo que a los líderes del partido de los trabajadores se les planteó un problema que, desde su perspectiva, sólo tenía una solución posible, sólo una concebible en la mentalidad de un ejército solitario y reconvertido al comunismo: importar mujeres. Así que, como no se les ocurría otro método más rápido, redactaron un anuncio (la consejería imperial de propaganda y publicaciones aun destaca varias décadas más tarde ese anuncio como ejemplo de la libertad de expresión que siempre ha imperado en el Imperio y de la que hay que decir que se han visto pocos ejemplos más además de ese colosal gazapo en el que cayeron los siempre diligentes censores) que se insertó en todos los periódicos importantes del Imperio y en el que con grandes caracteres se venía a decir algo así como que:

 

"¡Mujeres del Imperio, Marsella y sus hombres os necesitan! Acudid raudas, venid prestas. La urgencia nos apremia, el retraso de tantos años nos acongoja. Responded a nuestra llamada, venid a nuestra hermosa ciudad. No os arrepentiréis. Un ejército necesita vuestro amor. Nuestras fuerzas están en guardia. Nuestras armas preparadas. Saludemos todos juntos a la bandera."

 

Como era de prever, ninguna señorita mínimamente cuerda aceptó la, por otra parte, muy devota petición. Pero eso no quiere decir que los marselleses no se saliesen con la suya. No. Ni mucho menos. Porque ir mujeres, mujeres sí que fueron. Lo que pasa es que no eran del todo desinteresadas. En fin, que se produjo la mayor migración de prostitutas que posiblemente se haya producido en toda la historia de la humanidad. Como la Anábasis, pero en amor negociable. Cientos, miles, decenas de miles de simpáticas meretrices viajaron a Marsella desde todos los puntos del Imperio en lo que, en otro ejemplo sin precedentes de libertad de prensa (o, en su defecto, de un sentido del humor bastante discutible), se llamó la "caravana de la última esperanza".

 

Rápidamente proliferaron los burdeles, las tabernas y, en definitiva, las mil y una formas diferentes que puede tomar un local de alterne y los años de autocontención de pronto finiquitados hicieron que Marsella se convirtiera de la noche a la mañana en una fiesta continua en la que el exceso que no se cometía era sencillamente porque aún no existía y en la que sabías como entrabas, pero desde luego ni te imaginabas cómo saldrías. Los barcos descargaban miles de litros de alcohol cada día. Las únicas drogas que en todo el Imperio se consumían en pleno día y sin que nadie lo impidiese se consumían en Marsella. Empezaron a hacerse populares los festivales musicales alternativos y la poca cultura exógena que llegaba a Europa lo hacía desde Marsella.

 

El comercio se transformó por completo y los marselleses empezaron a producir sus propios licores, desarrollaron una prospera industria de la pornografía que generaba más material ella sola que el resto de Europa junta, crearon su propio sistema postal y emitieron tiradas de sellos que reproducían los monumentos más representativos de la ciudad (es decir, señoritas bastante poco vestidas) y cuyo glorioso resultado fue el de disparar su cotización nada más empezar a circular y, en un alarde inusitado de autoafirmación, se concedieron a sí mismos la categoría de patrimonio cultural de la humanidad (y digo bien, no sólo se la dieron a la ciudad, se la dieron también a ellos mismos) con la consecuencia de que se pusieron a cobrar por entrar en Marsella (y lo merecía, porque la ciudad era un gigantesco parque de atracciones).

 

En Berlín hubo voces que abogaron por que ese era el momento idóneo para llevarles por el buen camino, que así se daría ejemplo al resto del Imperio, pero, una vez más, no se hizo. El motivo fue el mismo que en la otra ocasión: el peso económico de Marsella. Con el agravante de que las nuevas dedicaciones de los marselleses les habían dado aún más importancia en la economía imperial. Mucha más. Porque los censores se tirarían de los pelos, pero lo cierto es que tanto el alcohol como la pornografía marsellesa movían fortunas y hasta los sellos se vendían a kilos (y todo eso en un mercado en su mayoría prohibido y perseguido). Así que más jerarcas del Imperio se abandonaron a los calmantes y Marsella siguió su dulce y alegre vida de corrupción y fiestas de camisetas mojadas.

 

Todo aquello que no podía acomodarse en un Imperio demasiado orgulloso de su propia perfección empezó a refugiarse en las calles marsellesas. Y, con el paso de casi tantos años como resacas, la ciudad llegó a ser lo que era en la actualidad: el mayor antro de perdición existente sobre la entera faz de la Tierra. El único refugio que les quedaba a aquellos que aun deseaban disfrutar de la libertad y la diversión sin salir de una cada vez más triste Europa. Pues allí quería ir Diana.

 

Prometeo no paraba de darle vueltas a cuál sería su motivo. Sabía que no era un capricho espontáneo. Estaba seguro de que se traía alguna de las suyas entre manos. El Alto Maestre estaba muy, pero que muy preocupado. Corrieron los kilómetros. Se fue la carretera. Llegaron a Marsella. Se introdujeron en la locura de callejuelas y más callejuelas de la ciudad. Los tejados de mil colores, las fachadas pintadas a oscuras, los semáforos sonrientes, las señales de tráfico beodas durmiendo la mona... En cada esquina había un tipo diferente de caos, todos extrañamente organizados, todos con final feliz y niños en camino. Los viandantes reían, los viandantes se morían de la risa. En cada balcón se oían gritos venéreos, carcajadas desenfadadas.

 

Allí donde te dirigieses la música te perseguía, te atrapaba, te obligaba a dejar lo que fuese que hicieses y te pedía, te pido, ilustre turista, que bailases, que cantases, que disfrutases de los encantos de Marsella, la única ciudad donde perdimos la palabra ley y aun no la hemos encontrado porque también perdimos los diccionarios. El Sol se colaba por las ventanas. La brisa del mar corría por las aceras.

 

- ¡Para! ¡Para aquí!

 

Prometeo frenó en seco.

 

- ¡Mira!

 

En el muro que tenían a su izquierda había varios carteles pegados. En ellos se podía leer "Gran concurso femenino de karaoke, el mayor de toda la historia del Imperio. Sólo se permitirá la participación a las chicas guapas". A continuación, aparecían el nombre y la dirección de la discoteca en la que tendría lugar el evento. Se encontraba junto al puerto deportivo. Prometeo empezó a sudar frio.

 

-No pensarás...

 

Diana sacó de su bolsa de viaje un cartel idéntico a los de la pared.

 

-¡¡Tachááán!!

 

El verde de los ojos de Prometeo saltó por los aires.

 

-Pero..., pero..., ¿cómo has podido conseguir ese cartel? ¡Si venimos de Alemania!

 

Diana sonreía totalmente adaptada al juguetón ambiente marsellés.

 

-Te sorprendería saber la cantidad de gente deseosa de hacerle la pelota a la hija del emperador.

 

- ¿Y qué se supone que quieres hacer ahora?

 

-Bueno, creo que está bastante claro. -Diana bajó de la motocicleta y, en plena calzada, levantó una de sus manos al cielo haciendo con los dedos el signo de la victoria. Era tal cual una heroína de dibujos animados- ¡Voy a ganar ese concurso!

 

Al desdichado Prometeo le dio la sensación de que junto con las palabras sonaba una fanfarria triunfal. Diana llevaba la música incorporada.

 

-Diana...

 

Prometeo adoptó un tono conciliador.

 

- ¿Sííí...?

 

Al cual respondió Diana con idéntica ternura.

 

- ¿Serías tan amable de explicarme cómo pretendes participar en ese concurso?

 

Prometeo mantenía el tono. Diana no pensaba irle a la zaga.

 

-Bueno, no sé si estarás al corriente de ese reciente invento llamado lista de participantes. La cosa consiste en inscribirse y rezar porque hayas escrito bien tu nombre. Por no hablar de los apellidos. No sé si seré capaz. Como soy alemana...

 

Prometeo sonrió. Sus dientes afloraron como una colección de signos de exclamación. Diana le devolvió la sonrisa.

 

-Claro, Diana, claro. Pero lo que me preocupa es el hecho de que tú seas la hija del emperador y yo un consejero imperial al tiempo que el ídolo pop del momento.

 

- ¿Y bien? No veo problema alguno.

 

-Bueno, tú tal vez no. Era previsible. Pero lo cierto es que puede que nos reconozcan y, si lo hacen, tal vez se genere un poquito de expectación a nuestro alrededor. ¿No te parece?

 

Hubiese sido necesario usar mucha agua caliente para quitarle la sonrisa a Diana.

 

-Existe una solución.

 

-Una solución.

 

-Sí, una solución.

 

-Ya.

 

Prometeo no quería ni pensar qué tipo de solución habría generado la calenturienta cabecita de Diana.

 

- ¿No me preguntas cuál?

 

-No estoy muy seguro de deber hacerlo.

 

- ¡Oh, no te preocupes! Es una solución perfectamente lógica.

 

-Lógica.

 

-Sí, lógica. ¿Acaso desconfías de mi sentido lógico?

 

-Bueno...

 

-Venga, pregúntame cuál.

 

-En fin..., -Prometeo carraspeó. Puso voz de falsete- ¿Cuál es tu solución, Diana?

 

-Cambiarnos el color del pelo.

 

Prometeo no dijo una palabra. Se calló por completo. Creyó oír un "¡Ta da!" tras las palabras de Diana. Una planta rodadora (¿en Marsella?) pasó por delante de ellos.

 

- ¿Qué te parece mi idea?

 

-Diana..., -Prometeo aún no había parpadeado- Sé que nunca te he preguntado esto de una manera tan directa, pero creo que ya ha llegado el momento: ¡¿tú es que eres tonta?!

 

- ¡Oh, vamos! Tampoco tienes que ser ofensivo.

 

- ¿Ser ofensivo? ¿Ser ofensivo? ¡¿Pero cómo quieres que sea si pretendes que nos cambiemos el color del pelo para que tú vayas a un concurso de canto?!

 

-A mí me parece que estaría bien. Nadie nos reconocería.

 

-Nadie.

 

-Nadie en absoluto. ¡Y deja ya de repetir todo lo que digo!

 

- ¿Y cómo se supone que vamos a hacerlo sin ir a una peluquería? Porque supongo que te harás cargo de que a una peluquería no podemos ir.

 

- ¡Ah, tú sabrás como vamos a hacerlo!

 

-Yo.

 

-Sí, tú.

 

-Ya, yo. Vale. Si es que no sé ni para qué pregunto. ¿Y cuál será mi método? Si es que puedo saberlo, claro.

 

-Tú eres el de los poderes mágicos. No creo que te sea muy difícil escoger uno u otro. Pero, por favor, que con un par de lavados se vaya el tinte. Le tengo mucho cariño a mi color original de pelo.

 

Prometeo se preguntó para sus adentros si llegaría antes a la Montaña si liberaba de algo de peso a su moto. La moto le decía que sí, que contase con ella.

 

-Y doy por hecho que, para variar, querrás que la cuota de participación del concurso te la pague yo.

 

-Pues sí.

 

Diana no dudó.

 

- ¿Sabes, Diana? Hay veces en que desearía que mi novia fuese una piedra, una copa..., cualquier tipo de objeto inanimado que hiciese lo que yo quisiera cuando yo quisiera.

 

Diana dibujó una enorme sonrisa en sus bonitos labios.

 

-Pues, cuando lo consigas, avísame. Así podré preguntarte si siente lo que yo no he dejado de sentir desde que te conozco.

 

Prometeo abandonó por completo lo poco que le quedaba de su sonrisa. Diana se reafirmó en la suya.

 

- ¿Y, suponiendo que hiciese lo que me pides, qué me darías a cambio?

 

-Pensaba que lo harías por el inmenso amor que me profesas.

 

Los ojos de Prometeo dibujaron en el cuerpo de Diana un enorme que te lo has creído, guapa.

 

-Bueno..., te daré esto a cambio.

 

Y la muchacha se acercó al oído de Prometeo silbándole sugerentes proposiciones sin que nadie las escuchase.

 

- ¿De verdad? ¿No me estarás engañando?

 

- ¡No, claro que no! Deberías estar contento, te ofrezco lo mejor que una mujer puede ofrecerle a un hombre.

 

¿Qué será? ¿Qué será eso que no debe ser oído y que Diana le ofreció a Prometeo?

 

-De acuerdo, trato hecho. Pero quiero que tenga al menos cuatro bolas y una de esas sombrillitas de colores.

 

-Vale, vale, pero, si después te pones malo, no te quejes. Acuérdate de que esas copas tan grandes siempre te han sentado mal. La verdad es que no sé cómo te he podido ofrecer hacerte la mayor que te hayas comido nunca.

 

Prometeo ya se hacía ilusiones con su enorme copa de helado. Diana ya se veía con el pelo rubio. Ningún lector puede decir que no creyese otra cosa. Así que el Alto Maestre movió una mano y tanto el pelo de Diana como el suyo se volvió del color de la luz del Sol. Como aún era muy pronto, dedicaron el día a pasear por la ciudad. Conocieron los locales más famosos, degustaron las especialidades de la tierra (una rubia platino dejó sin existencias tres restaurantes y dos tabernas marineras mientras los comensales la jaleaban y Prometeo se escondía debajo de la mesa), visitaron los lugares típicos y recorrieron el puerto varias veces arriba y abajo hasta que, casi sin darse cuenta, la noche se les echó encima.

 

-Bueno, vamos a la discoteca.

 

Prometeo abandonó su última esperanza. Diana no se había olvidado. Diana nunca olvidaba nada que tuviese que ver con comer o hacer el gamberro. La música se oía desde lo lejos. Los focos de luz dirigidos al cielo señalaban el lugar. El ajetreo de cientos de personas dirigiéndose a él lo dejaban bien claro. Allí estaba. La discoteca. Una gigantesca carpa situada junto al puerto deportivo que a más te acercabas más te impresionaba, que a más la veías más te hacía creer que todo el ritmo de la Tierra se encontraba allí condensado. Sus resplandores, sus sonidos, la vibración que de ella te llegaba..., y la alegría. La alegría descontrolada que desprendían todos aquellos que a ella se dirigían. Prometeo se sentía partícipe de un oficio religioso exclusivo para paganos.

 

En la entrada la multitud se apelotonaba. Mujeres de cuerpos esculturales, colosos con musculaturas de videojuego, hombres elegantes, niños imberbes, abuelos con ganas de marcha... La felicidad de diseño arrasaba tu razón y te obligaba a acogerla en tu interior, te ordenaba que la dejases mezclarse con tus sentidos, se reía de ti cuando le decías que no te había pedido permiso. La música te machacaba los oídos, las luces te cegaban. Pero daba igual, todo daba igual si conseguías divertirte.

 

Diana se mezcló rápidamente con el ambiente de fiesta que reinaba en los aledaños de la discoteca. Saltaba al ritmo de las canciones que dejaban escapar los enormes altavoces que había en la entrada del local. Se sabía el nombre de todas, no había una que no fuese capaz de bailar. El estruendo la poseía, la movía, la sacudía como si ella misma fuese la música que hacía temblar su piel y sus cabellos. Prometeo miraba de uno a otro lado desorientado, agobiado, desaparecido en un combate que aun para él no había empezado.

 

- ¡Voy a comprar las entradas y a inscribirme en el concurso!

 

- ¡¿Quééé?!

 

- ¡Que ahora vuelvo!

 

Diana se dirigió a una mesa que había junto a la entrada de la discoteca. Dos enormes negros, vestidos de tal forma que parecían recién escapados de un cuento oriental con demasiados rombos como para que el propio autor lo leyese, escoltaban a un diminuto muchacho que vendía las entradas y apuntaba a las participantes del concurso de karaoke. Diana se abrió paso hasta ellos. Se hizo entender a duras penas entre el griterío y la música y consiguió su objetivo. Volvió con dos entradas y un número de turno para el concurso.

 

- ¡Ya podemos entrar!

 

- ¿Es imprescindible que lo hagamos?

 

- ¿No pretenderás quedarte aquí fuera? ¡Venga, cógeme de la mano y no me sueltes!

 

Y desaparecieron entre la multitud. Entraron en la discoteca. El pobre Prometeo pensaba que semejante prueba sería sin duda la más dura a la que se sometería en toda su vida. Una vez dentro, y empujando a unos y a otros, se hicieron un hueco en la barra. Aún quedaba un rato para que le tocase cantar a Diana, pero enseguida tendría que ir a los vestuarios para elegir sus dos canciones y la ropa que llevaría en cada una de ellas. La muchacha acercó su boca al oído de Prometeo y gritó. La música no les dejaba otro medio para comunicarse.

 

- ¡He dado un nombre falso! ¡Así nadie sospechará nada!

 

Prometeo la miró sorprendido. Luces rojas y azules se desplazaban por su cara y la de todos los que se apoyaban en la barra.

 

- ¡¿Y cuál has dado?!

 

- ¡Les he dicho que me llamo Artemisa!

 

- ¡No sé cómo es posible que aún no te hayan dado un premio por lo lista que eres!

 

Diana sonrió. Diana no captó el sarcasmo de las palabras de Prometeo. Una voz metálica sonó en los altavoces de la discoteca llamando a las participantes del concurso para que acudiesen a la zona de vestuarios, repito, que acudan a la zona de vestuarios. Diana le dio un besito en la mejilla a Prometeo y, despidiéndose de él, se fue hacia el fondo de la en apariencia infinita pista de baile en la que se encontraban. Prometeo se quedó solo. Se giró y miró las botellas que había expuestas detrás de la barra. Llamó con un gesto a uno de los chicos que servían las bebidas. Si lo hubiera hecho con la voz no le hubiera oído.

 

- ¡¿Sí?!

 

- ¡¿Qué es lo más fuerte que tenéis?!

 

- ¡¿Cómo de fuerte lo quieres!?

 

- ¡Lo más fuerte!

 

- ¡Tenemos un combinado de siete bebidas! ¡Lo llamamos "el orgullo del emperador"!

 

- ¡No, ese lo tengo muy visto! ¡Ponme..., ponme un chocolate! ¡Pero que sea doble!

 

-¡¡Marchando!!

 

Minutos musicales. Hagamos tiempo mientras le preparan el chocolate a Prometeo.

 

- ¡Aquí tienes, uno doble y calentito!

 

- ¡Gracias!

 

El camarero se fijó en el pelo de Prometeo.

 

- ¡Oye! Tu eres alemán, ¿verdad?!

 

Prometeo se quedó de piedra. Con lo orgulloso que estaba él de sus orígenes sureños.

 

- ¡¿Por qué lo dices?!

 

- ¡El color del pelo! ¡Los que sois tan rubios sois todos del norte!

 

Y se fue tan tranquilo habiendo hundido por completo a Prometeo. El muchacho cogió su recién estrenada melena y no pudo gustarle menos. Pensaba que le faltaba cambiar el color de los ojos y el de las alas para ser..., para ser..., no quería ni pensar en esa posibilidad. Prometeo se fijó más a fondo en la decoración de la discoteca. Del techo colgaban focos y más focos que se movían sin parar, que daban vueltas y más vueltas convirtiendo la enorme cúpula en un caleidoscopio de proporciones insospechadas.

 

La carpa albergaba una única y tremenda pista de baile en la que una turba eufórica se sacudía al ritmo de un montón de distintos estilos musicales que se sucedían tan deprisa que no daba tiempo ni a acostumbrarse a ellos, ni a saber si bailabas, saltabas, corrías o qué demonios hacías. Decenas de altavoces retumbaban llenándolo todo con sus notas. Varios hombres y mujeres casi desnudos se sacudían encerrados en jaulas suspendidas del techo. Se suponía que animaban a los de abajo. Realmente les salpicaban con sudor caído de las alturas.

 

Frente a Prometeo un par de chicas de no más de dieciséis años se frotaban la una contra la otra siguiendo el pulso de la canción que sonaba en esos momentos. El calor había hecho que sus ropas se mojasen y las formas de sus cuerpos se transparentaban más y más conforme se movían. La verdad es que estaban muy creciditas. Al notar que eran observadas por el chico, empezaron a hacer de su baile un acto mucho más intenso al tiempo que ninguna de las dos dejaba de mirarle. Aunque era físicamente imposible a causa del estruendo que le envolvía, Prometeo escuchó el explotar de una botella detrás suyo. Los cristalitos desperdigándose por el suelo. Al darse la vuelta descubrió al camarero que le había servido el chocolate con la boca y los ojos tan, tan, pero que tan abiertos que enseguida comprendió el porqué de que aun ni hubiese notado que ya no había botella alguna entre sus manos.

 

Prometeo volvió a su posición original de cara a la pista de baile. Las chicas seguían su espectáculo particular. El Alto Maestre dio un profundo sorbo y apeló al espíritu de los Elegidos para agarrarse a la barra con todas sus fuerzas. De pronto, se le acercó un hombre vestido de marinero. Con su camiseta de rayas azules y blancas, su gorrita y hasta el tatuaje en el brazo. Se le veía muy fuerte.

 

- ¡Hola, tiarrón!

 

Prometeo casi escupió el chocolate que en ese momento intentaba tragar. Miró con pánico en los ojos al marinero.

 

- ¡Ho..., hola!

 

El hombre (no tendría más de cuarenta años) se pegó a Prometeo. Prometeo intentó apartarse un poquito. El hombre le atrajo hacia sí con su enorme mano.

 

- ¡Qué pelo tan bonito tienes! ¡¿Es natural?!

 

Prometeo no supo que contestar.

 

- ¡Bu..., bueno...!

 

El hombre se apretaba más y más. La pareja de chicas ya se había ido. ¡Volved, volved, no me dejéis solo!

 

- ¡¿Y qué hace tan solo un chico tan guapo como tú?!

 

Prometeo vio la luz en el cielo.

 

- ¡No, no estoy sólo! ¡He venido con mi novia! ¡Ya sabes, mi novi-A!

 

Prometeo enfatizó tanto la última letra que el marinero casi se imaginó a Diana.

 

- ¡¿Y dónde está ahora que te ha dejado tan solito y abandonado?!

 

Al decir esto, deslizó su mano por la cara de Prometeo. El chico no pudo evitar un estremecimiento. El marinero lo notó. Y lo cierto es que lo interpretó de una manera algo distinta a como lo hizo Prometeo.

 

- ¡En el concurso de karaoke! ¡Va a cantar! ¡Porque ELLA canta muy bien! ¡Me refiero a mi NOVIA!

 

Prometeo tartamudeaba. El marinero esbozó un gesto de sorpresa.

 

- ¡¿Ella?! ¡¿Cantar en el concurso de karaoke?!

 

- ¡Sí!

 

- ¡Eso no es posible! ¡Te debes estar equivocando!

 

- ¡No me equivoco!

 

- ¡Te digo que te equivocas! ¡En ese concurso no pueden participar mujeres!

 

Prometeo abrió los ojos tanto como pudo.

 

- ¡¿Qué quieres decir?!

 

- ¡Chico, hoy es la "Noche del yunque rosa"! ¡¿Has mirado a tu alrededor?!

 

Prometeo miró a su alrededor. A ver..., un momento..., notó algunas cosas un tanto extrañas. Esos de ahí..., esas de allá...

 

- ¡¿Te enteras ya o qué?!

 

De pronto, el rostro de Prometeo palideció bruscamente.

 

- ¡O..., oye, todas las parejas son de hombres o de mujeres, no hay ninguna mixta! ¡Lo del yunque rosa no será por...!

 

- ¡Esta noche está dedicada al amor libre, chico!

 

Prometeo entendió (tal vez este verbo no sea el más apropiado) lo que sucedía a su alrededor. Diana y él se habían metido en una colosal fiesta gay.

 

- ¡Y el concurso de karaoke es sólo para hombres!

 

- ¡Pero el cartel decía que sólo podrían participar las chicas guapas!

 

- ¡Claro, las "chicas guapas", o sea, los mejores travestidos! ¡¿Entiendes?!

 

- ¡Sí! ¡¡Quiero decir..., no!! ¡Bueno, eso!

 

Prometeo ató cabos. Diana había comprado las entradas sola. Seguro que pensaban que su novia (y no su novio) era quien la esperaba. Pero lo de participar siendo mujer..., eso no comprendía como lo había conseguido. Las luces y la música cesaron de golpe. `` ¡Señoras y caballeros, bienvenidos al concurso de karaoke más importante del Imperio! ´´ Un hombre de relucientes ropajes blancos y enormes gafas de sol negras apareció en la tarima que había al fondo de la pista de baile. Varios focos se dirigieron a él. Los presentes le aplaudieron enfervorecidos. Llevaba un micrófono y unos pocos papeles. `` ¡Hoy tendrá lugar un evento sin precedentes! ¡Prepárense para el mayor espectáculo de sus vidas! ¡¡Vamos allá!!´´ Y tras varias frases más, todas de una grandilocuencia similar, dio paso a la primera de las concursantes: un armario empotrado al que el maquillaje le daba aún más pinta de tío si es que eso era posible.

 

- ¡Pues canta bien!

 

Prometeo se sentía en una realidad paralela. Escuchaba a las distintas concursantes, se hacía amigo del marinero, le decía constantemente que las manos quietas, que donde yo las vea... Le llegó el turno a Diana. `` ¡Con todos ustedes la número doce: Artemisa! ¡Cantará "Señorita mermelada" en una versión tecno-latino-rap! ´´ ¿Tecno-latino-qué? ¿Qué se suponía que era ese estilo de música? Prometeo no entendía nada. El marinero le dijo que era una pena que no lo hiciese.

 

Diana apareció subida a una plataforma articulada que la elevó desde el subsuelo hasta la tarima. Se cogía de la barra plateada que servía a la plataforma para ascender. Dos focos blancos se concentraron en ella. La muchacha vestía con un sombrero blanco a lo Chicago años veinte. Una americana también blanca bajo la cual llevaba una camisa del mismo color y una corbata negra. De cintura para abajo sólo llevaba unas espectaculares medias negras de rejilla. Sus zapatos eran de tacón de aguja. El brillo que emitían deslumbró a un Prometeo al que se le había caído el labio inferior al suelo.

 

- ¿Esa es tu novia?

 

El chico asintió con la cabeza sin dejar de mirar a Diana, sin ser capaz de emitir la menor palabra. Y empezó a sonar la música. Primero flojito y Diana se balanceó en la barra. Luego más fuerte y Diana se apretó contra ella separando las piernas y pasando la lengua por el metal. Al fin a toda velocidad y Diana se separó de la barra lanzando el sombrero al público. Se abrió la americana bruscamente y se la quitó junto con la corbata. Quedó cubierta apenas por unos pocos centímetros de tela negra que formaban un todo con las medias. Sólo mantenía tapadas aquellas partes de su anatomía que si Prometeo hubiese visto en esas circunstancias le hubiesen hecho caer redondo.

 

¡Y cómo cantaba! ¡El público la seguía entusiasmado, embobado, hipnotizado tan por completo que ni se daban cuenta de que resultaba evidente que lo que tenían delante era una mujer y no un hombre! ¡Diana cantaba la canción en francés y con una potencia insospechada! ¡El calor que le imprimía a cada palabra derretía a los presentes, hacía que el presentador del concurso tuviese que secarse el sudor de la frente! Prometeo no paraba de tragar saliva. ¡De un salto Diana se arrojó de rodillas contra el suelo y empezó a hacer movimientos rítmicos subiendo y bajando la pelvis, siguiendo las notas de la canción mientras con las manos hacía gestos al público para que se acercaran a ella, para que la tocasen si es que eran tan valientes! El marinero empezó a avanzar. Prometeo le cogió del brazo.

 

- ¡¿Pero tú no eras...?!

 

- ¡Pero por una mujer así dejaría de serlo!

 

¡Llegaba el final de la canción y Diana se cogió otra vez de la barra, pegó un brinco, se colgó de ella y bajó deslizándose por el metal hasta que llegó al suelo de la tarima donde quedó tendida en tal postura que la discoteca entera rompió a aplaudir en el mismo momento en que la última sílaba salió de su boca y cesó la música! Prometeo escuchaba los aplausos en silencio. No reaccionaba. El estado de trance era demasiado profundo.

 

Mientras algunos espontáneos saltaban a la tarima y la seguridad les contenía a base de jarabe de palo, Diana aprovechó para recoger su ropa y volver a los vestuarios. Allí sus compañeras y rivales la recibieron entre aplausos y besos. Por sorprendente que resultase, ninguna parecía darse cuenta de que la tal Artemisa era una mujer. ¡Y qué mujer! Varias le pedían insistentemente el secreto de su extraordinario color de pelo. Diana respondía con sonrisas. Diana trataba de escabullirse de sus nuevas amigas. Se vistió. Cruzó pasillos y más pasillos. Salió a la pista de baile, llegó junto a la barra. Se colocó al lado de Prometeo. El muchacho aun miraba el horizonte lejano.

 

- ¡¿Te ha gustado?!

 

Prometeo no la escuchaba. Sus ojos eran dos piedrecitas tan verdes como inmóviles. El marinero, que aun continuaba allí, se acercó al Alto Maestre y le puso la mano en las nalgas.

 

-¡¡Ahhh!!

 

Prometeo miró a su alrededor sin saber quién le había tocado. El marinero silbaba haciéndose el despistado. Diana hacía esfuerzos por no reírse.

 

- ¡Decía que si te ha gustado!

 

- Dónde..., ¡¿dónde aprendiste a hacer esas cosas?!

 

- ¡Soy una chica de recursos!

 

- ¡¿Y por qué conmigo nunca las haces?!

 

- ¡Aun eres joven para ellas!

 

Y le dio un besito en la mejilla. Pidió un refresco al camarero. Hablaron un rato los tres juntos (porque el marinero no se iba ni con aceite hirviendo) aprovechando un descanso del concurso, unos momentos de música lenta. Prometeo preguntó.

 

- ¿Cómo lo hiciste para que te dejaran concursar?

 

- ¡Oh, fue muy sencillo! Les dije que era transexual.

 

Cierto es que eso era Marsella. Cierto es que estaban en el interior de una discoteca. Y cierto es que era completamente absurdo que pasase, pero el caso es que una planta rodadora, la misma que en la anterior ocasión, pasó por delante de ellos.

 

- ¡¿Qué les dijiste qué?!

 

-Les dijo que era transexual.

 

Prometeo miró al marinero. El marinero fue inteligente y desvió la mirada. Volvió a Diana.

 

- ¿Y..., y se lo creyeron?

 

-Pues la verdad es que al principio no, pero al final conseguí convencerles.

 

- ¿Y eso es bueno o malo?

 

-Bueno, si me dejan concursar...

 

A Prometeo le dolía la cabeza. Le dolía mucho la cabeza.

 

-Por cierto...

 

Todas las alarmas habidas y por haber saltaron en el interior del Alto Maestre. Ese tono no presagiaba nada bueno.

 

- ¿S..., sí?

 

-Verás, me queda una canción por cantar. Había pensado en un recopilatorio de un grupo norteamericano.

 

- ¿Norteamericano? Sabes que la música norteamericana está prohibida en el Imperio.

 

-Pero aquí en Marsella no.

 

Prometeo miró al marinero. Éste asintió.

 

- ¿Y qué grupo has elegido?

 

-Es ese famoso grupo cuyas ideas han influido tanto en la sociedad norteamericana en los últimos años. Tanto que casi toda la población al norte del Rio Grande adopta la misma postura ante la vida que ellos. Siempre me han gustado mucho, pero, como sólo podré cantar su música aquí, pues no quisiera perder la ocasión.

 

-Bueno, me parece bien. ¿Pero qué grupo es? No consigo localizarles.

 

Diana contestó dando un sorbo a su refresco de naranja.

 

-Los Village people.

 

¡La planta rodadora! ¡Coged a la planta rodadora que se escapa!

 

- ¡Me encanta ese grupo!

 

El que dijo esto fue el marinero. Era obvio que lo diría.

 

- ¡Pues a mí no! -Prometeo no estaba tan de acuerdo- Diana..., precisamente un grupo de esas características..., ¿no podrías elegir otro?

 

- ¿Y qué tiene de malo el que he elegido?

 

-Eso, ¿qué tiene de malo el que la chica ha elegido?

 

Dijo el camarero mientras le servía su consumición al marinero. Prometeo se sentía rodeado.

 

-Bueno, no es que tenga nada de malo, pero..., en fin..., cómo lo diría...

 

- ¡Pues a mí me gusta y voy a cantar sus canciones en mi segunda actuación! Y, a lo que iba, que necesito un coro. ¿Por qué no hacéis vosotros de marinero y de vaquero?

 

Se refería a Prometeo y a su amigo de camisa de rayas.

 

- ¡Oh, encantado! ¡Muchas gracias por la invitación!

 

Diana sonrió. Ya tenía marinero. Ni siquiera necesitaba disfraz. Miró a Prometeo.

 

- ¿Y tú? ¿Harás de vaquero?

 

Prometeo buscaba la salida de la broma en la que le habían encerrado. ¡Dejadme salir!

 

- ¡Por supuesto que no!

 

- ¡Venga, hombre, no seas aburrido!

 

- ¡Eso, -dijo el marinero- si seguro que en el fondo tú también tienes mucha pluma!

 

- ¡No lo sabes tú bien! ¡Hay veces en que hasta sale volando con ellas!

 

Prometeo estaba en punto de ebullición. La discoteca corría peligro.

 

-No voy a hacer de vaquero. -vocalizó muy despacio- Fin de la conversación.

 

Diana frunció el ceño. Se dirigió al marinero. Le cogió de la muñeca.

 

- ¡Pues eso que te pierdes! Bueno, nosotros vamos tirando que me va a tocar ya y aún tengo que cambiarme de ropa y buscar al resto del coro. ¡Vamos, almirante!

 

- ¡Vamos, vamos!

 

Y se fueron dejando solo a Prometeo.

 

- ¿Otro chocolate?

 

El camarero ya se lo preparaba. Prometeo le miró. Prometeo le hizo salir corriendo con una sola mirada. Encima que me hace perder un día entero en esta ciudad de chiflados y ahora quiere que me convierta en uno más de ellos. Esta niña siempre se aprovecha de mí, siempre me convence para que haga lo que no quiero. ¡Pues esta vez me niego! ¡Me niego por completo!

 

Generalmente, cuando Prometeo se enfadaba con Diana lo hacía con la boca pequeña. Apenas un minuto después de haber discutido acudía de nuevo a las faldas de la muchacha pidiendo hacer las paces. Pero esta vez parecía que iba en serio. Porque Prometeo se consideraba un chico liberal, pero..., tanto... No es que tuviese nada en contra de que cada cual hiciese lo que quisiese con su cuerpo, pero tampoco iba a... Además, él era un consejero imperial. Todo un mandamás. Tenía que guardar las formas, defender la dignidad del Imperio. Y, por si fuera poco, era el Alto Maestre de la Orden de los Elegidos, qué hubiesen dicho los suyos si le hubiesen visto disfrazado y cantando las canciones de semejante grupo. Por no hablar de su nuevo papel como icono pop de la juventud. No podía defraudar a esos chicos que confiaban en él, que colgaban carteles con su cara en sus habitaciones. Ellos esperaban rectitud, firmeza, un ejemplo siempre bien..., bueno, mejor dejar lo de los ejemplos. El caso es que no podía bailar. Ni mucho menos.

 

Pero, por otro lado, iba a bailar con Diana. Ella era una mujer. Un poco violenta (de hecho, mucho), pero una mujer, al fin y al cabo. Y además era su novia, su prometida incluso. Luego, desde esa perspectiva, no había nada de malo en bailar. La moralidad imperial permanecería a salvo. Claro que quedaba lo de disfrazarse de vaquero. Por no hablar de que el resto del coro del que él formaría parte lo compondría un grupo de hombres tan musculosos como sudorosos. Bueno..., la cosa se complicaba. Lo de disfrazarse en el fondo le daba igual (ya llevaba el pelo de un color que no era el suyo, así que mucho más ridículo no iba a estar). Pero lo de sus compañeros de baile... Sin que Prometeo se diese cuenta, el camarero le deslizó junto al brazo que mantenía apoyado en la barra el chocolate que le había ofrecido antes. Prometeo no llego a ver al camarero (se escondió nada más dejar la bebida) pero tomó la copa. La mantuvo un buen rato frente a sus ojos. Pensaba. La miró con calma. Pensaba. Se dejó llevar por las ondulaciones del humo. Pensaba.

 

- ¡En fin, al demonio con todo!

 

Se bebió el líquido de un sorbo, lanzó unas monedas sobre la barra y se encaminó con paso firme y viril (sobre todo viril) hacia el lugar en el que se desnudaría delante de un ejército de travestidos. El camarero le vio alejarse pensando ahí va el orgullo de la masculinidad, ahí va un hombre hecho y derecho, qué envidia me da su novia. Frente a los vestuarios. Abrió la puerta de una patada.

 

- ¡Llegó el hombre!

 

Veinte gigantones peludos embutidos en lencería femenina se le quedaron mirando. Hubo un segundo de silencio. Y todos le saltaron encima. `` ¡Eres mío! ´´, decían unos.  `` ¡Quita guarra, que me lo vas a pervertir! ´´, decían otros. `` ¡Que no escape! ´´, dijeron todos cuando Prometeo salió corriendo entre alaridos de pavor. Vio a Diana al fondo de la estancia. Se refugió detrás de ella.

 

-No se suponía que -¿Diana puso una cara muy seria, forzó la voz- “llegó el hombre”?

 

- ¡Sálvame de esas locas! ¡Por lo que más quieras, sálvame de ellas!

 

Diana suspiró. Se dijo qué le vamos a hacer, a estas alturas ya no voy a cambiarle por un juego de sábanas. Se colocó a modo de muro en el centro del pasillo. Separó los brazos. Rugió.

 

- ¡Quietas, mujeres! ¡¡Este es mi hombre!! -Prometeo pensó, mi héroe. Le cayeron gruesos lagrimones.

 

-Sí, claro, guapa. Mi hombre, mi hombre. ¿Y nosotras qué? -Dijo una parándose en seco a unos metros de Diana.

 

- ¡Mio! ¡Mio! ¡Estos burgueses siempre con su sentido corrupto de la propiedad! ¿Es que no sabes que Marsella será comunista y revolucionaria hasta la muerte! -Dijo otra levantando el puño.

 

En ese momento entraron en escena los componentes del coro de Diana. El policía, el obrero, el motorista, el marinero..., sí estaban todos y sí, efectivamente, eran todos musculosos y la mayoría ya estaba sudando. El marinero se acercó a Diana, miró a los travestidos cruzando sus enormes brazos tatuados sobre el pecho.

 

- ¿Algún problema, señoritas?

 

Y todas las señoritas volvieron a sus quehaceres olvidándose del "hombre" que había llegado segundos antes.

 

- ¡Habéis llegado en el momento exacto!

 

Diana le dio una fuerte palmada al marinero. Éste hizo las presentaciones.

 

-Este es Rosco, este Freddy, este Buba y, bueno, a mí ya me conocéis, yo soy Rex.

 

Prometeo sonrió nervioso.

 

-Bo..., bonitos nombres.

 

El marinero continuó.

 

-Y ellos son Artemisa y..., ¿oye, tú cómo te llamabas?

 

Prometeo ni se paró a pensar en que estaban "de incognito". El miedo era demasiado intenso.

 

-Pro..., Prometeo.

 

-Pues Prometeo hará de vaquero. Porque harás de vaquero, ¿verdad?

 

Los cuatro le miraron fijamente.

 

- ¡Sí… sí, hare de vaquero! ¡Claro! ¡Vaquero, vaquero!

 

Y empezó a reír frenéticamente. Buba, el policía, un negrazo de más de dos metros, se acercó al Alto Maestre. Puso su cara muy cerca de la de Prometeo. Su expresión no podía ser más seria. Sacudía la porra contra la mano. Prometeo se cogió con fuerza de Diana.

 

-Así que Prometeo...

 

Su voz era la más grave que el chico había oído en toda su vida. A él casi le salió un agudo.

 

-S..., sí.

 

Buba abrió los ojos de manera amenazante. Prometeo se temía lo peor. Se apretaba contra Diana cada vez más. La muchacha disfrutaba como una enana. De pronto, Buba sonrió.

 

- ¡Te llamaremos Teo!

 

Los restantes miembros del coro aprobaron la decisión y le dieron palmaditas en la cabeza a Prome..., a Teo. El chico sonreía sin atreverse a emitir queja alguna. Diana se desternillaba tirada en el suelo. Acordaron cómo cantarían las canciones (harían una especie de batiburrillo con casi todas las que cantó el grupo al que iban a homenajear), así como cuál sería el orden de estas y la coreografía de cada una. Le dieron sus ropas de vaquero a Teo y, con más miedo que vergüenza, el chico se desnudó primero y vistió después. Diana le pegó el bigote postizo y le recogió el pelo.

 

- ¿Y tú de qué harás? -Dijo Teo.

 

-A ver si lo adivinas.

 

Y se colocó las plumas de jefe indio encima de la cabeza. Era sin duda el papel más apropiado. Escucharon como desde megafonía se anunciaba que los próximos serían ellos. Los nervios afloraron en el grupo. Rex, el marinero, sacó una botellita plateada.

 

- ¿No será vino? -preguntó Diana.

 

-No, es un combinado de los mejores licores marselleses. Lo llamamos "las alas de la libertad".

 

- ¿Por qué en esta ciudad todos los combinados tienen nombres tan épicos? -señaló acertadamente Teo el vaquero.

 

Buba se le quedó mirando.

 

- ¡Bueno, pero a mí me encantan los nombres épicos! ¡Vamos, que me vuelven loco!

 

Rex continuó.

 

-Bebamos todos juntos para lograr la victoria.

 

Y todos bebieron. La botellita le llegó en último lugar a Teo. Diana le dijo...

 

-Ya sabes, Teo, que las alas de tu libertad nunca pierdan una sola pluma.

 

...y Teo se la quedó mirando con una cara de decir tarde o temprano nos iremos de esta ciudad de locos y entonces ya verás, ya. Salieron al escenario. El público les esperaba animado por el hombre del traje blanco y las gafas de sol negras. El ambiente era magnífico. En el techo habían sustituido las jaulas por esferas de cristal que emitían miles y miles de reflejos. El suelo del escenario lo formaban cuadrados de vidrio iluminados desde abajo con todos los colores del arcoíris y algunos más. El presentador anunció que se repartirían entre los asistentes los dos mayores logros de la cultura norteamericana de los años setenta para así darle más ambiente (si es que eso era posible) a la representación. Con lo que todo el mundo disfrutó de una chupa solapona y unos pantalones de pata de elefante. Diana se colocó en la punta del triángulo que los seis formaron. Sonó la música.

 

¡Vamos allá! ¡Empezaron a sonar las palmas y comenzó la primera canción! ¡In the navy! `` ¡En la marina! ¡Te quieren, te quieren, te quieren como nuevo recluta! ¡Pero tengo miedo del agua! ¡En la marina! ¡Te quieren, te quieren, te quieren como nuevo recluta! ¡Sujetadme! ´´ Diana llevaba el mando, repetía el estribillo una y otra vez. El coro ponía fuertes voces varoniles. Se abrazaban formando una piña a sus espaldas. El pobre Teo no sabía si cantar o llorar.

 

La música subía de volumen a cada segundo y el grupo golpeaba con más fuerza el escenario al correr de uno a otro lado, al pedir ritmo al público, al dejarse llevar por la potencia de los agudos de Diana, por sus graves, por toda ella que hacía lo que quería con el público. ¡Y en un instante se pasó a la segunda canción! ¡Go west! `` ¡Juntos iremos lejos! ¡Juntos viviremos algún día! ¡Vayamos al oeste, donde los cielos son azules! ¡Juntos, aprenderemos y enseñaremos! ¡Te quiero y sé que tú me quieres! ¡Vayamos al oeste! ¡Vayamos al oeste! ´´ Formaron tres parejas y empezaron a actuar como si hablaran entre ellos. Teo buscó a Diana, pero le tocó con Rosco. Diana se lo pasaba bomba con Buba. Freddy le colocó una rosa a Rex en la boca y comenzaron a bailar bien agarrados un tango con todas las de la ley, uno sujetaba al otro, se cambiaban los papeles, los dos eran el hombre, los dos querían ser la mujer.

 

¡A por la tercera! ¡Y. M. C. A.! `` ¡Hombres jóvenes! ¡No es necesario sentirse deprimido! ¡Hombres jóvenes! ¡No hay necesidad de estar tristes! ¡Hay muchas maneras de pasar un buen rato! ¡Y. M. C. A.! ¡Es bueno estar en la Y. M. C. A.! ´´ El público bailaba tanto como ellos. Cantaban siguiendo el ritmo, repetían la letra de las canciones. Disfrutaban como locos mientras desde el escenario Diana y los suyos los animaban, les hacían gestos para que saltasen, se moviesen, no parasen. Teo disparaba sus pistolas. Buba hacía girar su porra. Freddy agitaba su enorme martillo. Rosco se apretaba las cadenas y la gorra de motorista. Rex ponía posturitas de halterofilia. Y Diana..., ¡Diana cantaba sin dejar de lanzarle flechas al respetable!

 

¡La cuarta! ¡Key West! `` ¡Mamaíta, estoy congelado! ¡Quiero ir al sol! ¡Cayo oeste, el cayo de la felicidad! ¡Cayo oeste! ¡Nunca sabes a quién necesitas! ¡Cayo oeste! ¡Me voy al Cayo oeste, el cayo de la felicidad! ´´ Y todos simulaban que tenían frio y que, de pronto, pasaban a tener calor. Se apretaban unos contra los otros, se daban besitos. Rex perseguía a Teo por el escenario. Diana se cogía de Freddy y de Rosco al mismo tiempo. Buba quiso demostrar que él jamás tendría frio y se abrió la chaqueta de policía dejando al descubierto sus imponentes pectorales morenos. Los dos negros que vigilaban la entrada de la discoteca suspiraron al unísono. El chico que vendía las entradas les dijo volved conmigo, no me dejéis tan solo, niños malos.

 

¡Y aquí viene la quinta! ¡I am what I am! `` ¡Soy lo que soy! ¡Lo que soy es como me siento! ´´ ¡Y la sexta! ¡The women! `` ¡Una mujer es algo tan misterioso! ¡Una mujer desprende gozo con cada sonrisa! ¡Amo a las mujeres! ¡Amo a las mujeres! ´´ Y aunque Teo cantaba esta canción con verdadera histeria nadie parecía querer hacerle caso. Todos le ignoraban. El ritmo se aceleró y las canciones se sucedieron una tras otra. El auditorio enloquecía, se subía por las paredes. Diana cantaba a gritos. Saltaba, corría, agitaba los brazos, sus plumas de jefe indio, su plastificada hacha de guerra. Y entonces..., y al fin... ¡Aquí estaba la última canción, la que todos esperaban, la más famosa de todas! ¡El himno de la libertad, el amor y la locura absoluta! ¡¡MACHO MAN!! `` ¡Chico, que sensación! ¡Qué impacto! ¡Es demasiado! ¡Todos quieren ser un machote! ¡Hey, hey, hey! ¡Machote! ¡Machote! ¡Tengo que ser un machote! ¡Tengo que ser un machote! ¡Hey, hey, hey! ¡Mucho machote! ´´

 

¡El frenesí se apoderó del local! ¡Las paredes temblaban! ¡El suelo crujía! ¡La ropa volaba y la gente bailaba achicharrada! ¡En el escenario el coro daba saltos y brincos cogidos de las manos! ¡El furor les dominaba! ¡Teo empezó a abrirse paso entre sus compañeros de coro! ¡La coreografía había desaparecido y cada cual bailaba medio desnudo, sudando la gota gorda, buscando pareja si es que esta se dejaba encontrar! ¡Apartó a Rex, se quitó de encima a Rosco, pudo con Freddy, le pidió permiso a Buba! ¡Y Teo al fin llegó a Diana! ¡La cogió y saltó! ¡La cogió y bailó con ella totalmente unido a la juerga que había a su alrededor, sin creérselo aun pero encantado con ella, feliz de hacer lo que le daba la gana sin pensar más que en divertirse y disfrutar! ¡Se había dado cuenta de que lo único importante es ser feliz y que lo que te lo impida ni merece ser oído, ni debe ser oído, ni va a ser oído!

 

El jurado decidió sobre la marcha sin que la música cesase en ningún momento. El hombre de las gafas de sol negras cogió una enorme copa dorada y fue transportado hasta el escenario por las manos de la multitud, se deslizó sobre ella hasta que llegó a una muchacha de ojos azules y, ante la atronadora aprobación popular, le hizo entrega del primer premio.

 

- ¡Ven aquí que te dé un beso, macho man!

 

Y Diana agarró a Prometeo (¡al fin!) dándole semejante beso que se le cayó el bigote postizo, que el coro gritó, que el público aulló y que todos juntos continuaron cantando la canción más varonil que jamás se haya escrito hasta que se hizo de día y mucho más tarde. ¡Es hora de que todos seamos unos auténticos macho man!


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