Los Elegidos. Capítulo Decimoquinto.


- ¿Por qué?

 

En el dormitorio de ambos. Él apoyado en el ventanal. Ella sentada en la cama.

 

-Porque aún no tengo respuestas, Diana.

 

La muchacha se quitó los pendientes. Los dejó sobre la mesita de noche.

 

-Pues necesito que las tengas, Prometeo.

 

Se descalzó. Se dejó caer de espaldas sobre las sábanas. Prometeo puso ambas manos en el vidrio. Abiertas. Con los dedos tan separados como pudo. Descansó su peso en ellas. Perdió la mirada en los contornos de las montañas, en los árboles, en los bosques que rodeaban el monasterio y que nunca supo quién había abandonado allí.

 

- ¿Y si no soy capaz?

 

Silencio. Las nubes dieron una vuelta al cielo. Cayeron por el horizonte. Diana se levantó. Caminó sobre el suelo de madera pulida. Descalza. Sin hacer ruido. Abrazó a Prometeo apretándose contra su espalda. No dijo nada. No preguntó nada. Sólo cerró los ojos. Dejó que el calor de ambos se encontrase. Que sus respiraciones se confundiesen. Que los dos viviesen al mismo ritmo. Un suspiro. Una brisa cálida en forma de palabras.

 

-Lo serás.

 

Prometeo se dio la vuelta. Se dejó llevar por los iris embrujados de su amada. Sintió que le diría lo que ni él mismo aun sabía.

 

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La noche. Echados en una cama la noche es el hogar de los secretos. Diana y Prometeo. A oscuras. Desnudos. Abrazados. El calor. La piel les quemaba.

 

- ¿Cómo lo haces, mujer? ¿Cómo lo haces para darme o quitarme las fuerzas según tu voluntad?

 

Prometeo buscaba un rincón en el corazón de Diana. Un lugar, por pequeño que fuese, para en él descansar, para en él ser tan feliz como le dijeron que, si te esforzabas, se podía llegar a ser. Diana le llevaba contra su pecho, le acariciaba, le arrullaba haciéndole sentirse seguro, haciéndole saber que ella era su destino, su hogar, su familia, su sangre. Que ella lo era todo.

 

- ¿A quién he de venderle mi alma para tenerte siempre a mi lado?

 

Diana le cogió de las mejillas. Le rozó los labios con los suyos.

 

- ¿A quién? Ya me la vendiste a mí, niño. Ya nunca la recuperarás.

 

Prometeo deseó parar el mundo en ese instante. Detener el tiempo en esa casilla de su existencia.

 

- ¿Y qué me diste a cambio?

 

Los ojos de Diana eran los únicos capaces de vencer a las piedras verdes. Ellas se humillaban. Ellas suplicaban ser mojadas por su mirada.

 

-Lo que te mantiene con vida. Lo que te hace seguir existiendo. Aquello que me obligué a sentir por ti: amor.

 

Prometeo encontró el lugar donde reía el pecho de Diana. Prometeo lo besó a cada latido de su corazón, a cada carcajada de vida de la pequeña hada.

 

- ¿Y qué es el amor?

 

Diana le trajo más fuerte contra ella, contra su piel, contra sus caderas, contra sus muslos y sus pantorrillas que decidieron que nadie jamás las separaría del muchacho de las palabras de agua templada.

 

-El amor no es un sentimiento. Es un lugar.

 

Prometeo la tomó mezclándose con ella, descubriendo la paz que de él había huido para refugiarse en ella.

 

- ¿Y dónde se encuentra?

 

Diana abrió los ojos. Diana encontró a la Luna que los miraba. Diana sintió la respuesta. Un paraíso perdido. Un reino lejano. Una estrella en la que, si estamos juntos, siempre encontraremos nuestro hogar.

 

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Prometeo buscaba sus respuestas perdidas. Prometeo trataba de enseñarle a Diana los secretos que a él aún no se le habían revelado. Las estrellas le escuchaban en lo alto de las montañas. Diana las cogía y las mezclaba con sus cabellos negros. Las prendía de los de Prometeo, las llamaba por su nombre y ellas bajaban para acariciar con su fuego al hombre al que amaba la joven diosa de la caza.

 

-Aún recuerdo esa roca. Esa enorme piedra negra en la que me encontró tu padre.

 

Prometeo hablaba descansando la cabeza en la palma de la mano, apoyando el codo en el colchón. Diana le miraba mientras jugaba con él, mientras se divertía tocándole la piel, el pelo, todo lo que de él caía entre sus manos.

 

-Me desperté sin saber dónde estaba, cómo había llegado allí..., me desperté y no recordaba quién era.

 

Diana se abrazó a Prometeo. Le hizo acostarse boca arriba, con ella encima, con sus cabellos oscuros cayéndole sobre la cara, protegiendo sus palabras mientras de su boca escapaban.

 

-El pelo..., una melena alborotada me cubría la espalda. La espalda de un niño de apenas siete años. Tiene gracia, nunca supe mi verdadero nombre y, sin embargo, siempre supe mi edad. Siete años. Siete.

 

Prometeo sonrió con melancolía. Habló. Con Diana sí que podía.

 

-Tenía miedo. Tenía mucho miedo. Me sentía como un recién nacido al que acabasen de robarle la madre. Al ver a tu padre lo primero que pensé fue huye, huye tan lejos como puedas. Lo intenté varias veces, pero en todas me atrapó. Me dijo que fuese con él, que le acompañase a su montaña. Yo le respondí que no sabía quién era. Y él me contestó que juntos lo descubriríamos. Yo le dije que ni siquiera tenía nombre. Y él me respondió que, desde ese día, me llamaría Prometeo. Así lo hizo. Aun no se había presentado y ya me había dado un nombre.

 

Diana le escuchaba desde arriba, con las manos apoyadas sobre sus hombros, con una catarata oscura anegándole el rostro. Él dibujaba flores en las mejillas de ella. Él deslizaba las yemas de sus dedos por la carne que le quemaba.

 

-Y, a los pocos días, te conocí a ti. Una niña pequeña, minúscula. Un ángel de carrillos sonrosados que me miraba escondida entre las faldas de un tal Quirón preguntándose quién sería ese chico tan extraño. Ese niño con los ojos tan grandes y el pelo tan sucio que su padre decía que viviría con ellos y al que ella debería tratar como a su propio hermano.

 

-Recuerdo que en ese primer momento no me hizo mucha gracia.

 

Prometeo sonrió. La cogió trayéndola hacia él. Llevándola a descansar sobre su pecho.

 

-Si sólo tenías tres años… ¿Cómo vas a acordarte?

 

Diana protestó. Se separó de él. Se colocó con los codos en la cama, con las manos en las mejillas, con la barbilla clavada sobre el corazón de Prometeo. Con todo su cuerpo navegando a lo largo del barco que vivía bajo ella.

 

- ¡Me acuerdo perfectamente! Pensé..., pensé que eras la cosa más bonita que había visto nunca. No comprendía cómo alguien podía tener esas luces verdes tan grandes en la cara. Pero..., me dabas miedo. Con tu pelo enmarañado, con esa mirada que aun hoy pones de vez en cuando...

 

- ¿Qué mirada?

 

Diana tocó con su dedo índice la punta de la nariz de Prometeo.

 

-La mirada de aquel que va a traerte problemas.

 

Prometeo entornó los ojos. Diana sonrió divertida.

 

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-No sé lo que me pasa. No entiendo nada de lo que hago de un tiempo a esta parte. Es..., es como si algo estuviese despertando en mi interior. Algo que no soy capaz de controlar y que no sé dónde me llevará.

 

Diana echada de costado. Prometeo abrazándola. Oliéndole el pelo. Besándole la espalda. Sintiéndose imantado a ella.

 

-La noche en Berlín. Volar..., ¡volar! Jamás pensé que pudiera hacer algo así. Y esa noche lo hice sin pensar. Sólo me dejé caer. Me dejé llevar. Me dejé dominar por la luz que salió de mí.

 

Diana se dio la vuelta. Habló sin casi dejar espacio para que sus palabras viajasen de sus labios al rostro de Prometeo.

 

- ¿Qué fue esa luz? ¿Cómo..., cómo...? -Diana recordaba sin creer sus recuerdos- Prometeo, iluminaste una ciudad entera. Eso no lo puede hacer nadie.

 

Prometeo pasó su mano por las comisuras rosadas de los labios de Diana.

 

- ¿Una ciudad? Diana, en ese momento sentí que podía iluminar el mundo. Sentí como mi cuerpo, como yo mismo, me convertía en luz. Fuego que bañaba la Tierra. No escuchaba nada, no veía nada, no era capaz de pensar en nada. Diana, cuando te cogí de la mano en esa azotea sentí que hablaba con el universo entero. Sentí que hablaba conmigo mismo. Me sentí uno.

 

- ¿Uno? ¿Qué quieres decir con uno?

 

Prometeo buscaba la respuesta. Sus pupilas iban y volvían del pasado.

 

-No lo sé. No soy capaz de expresarlo con palabras. Sólo sentí que todo había desaparecido, que ya no había nada. Sentí que yo lo era todo. Que estaba al mismo tiempo delante de mí y a mis espaldas. Sentí lo que tú sentías, lo que toda Berlín sentía. Me difuminé para descubrirme. Para encontrar algo a lo que poder llamar yo sin ser un mentiroso.

 

-Prometeo, nada de lo que dices tiene el menor sentido.

 

Sonrió. La miró sin estar seguro de verla.

 

-Lo sé. Por eso creo que te lo he explicado bien.

 

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-Cuando fuimos a la casa de esa mujer en medio del bosque.

 

-Pero ¿quién era, Prometeo? ¿Quién era de verdad?

 

Prometeo bocabajo. Con los brazos extendidos en cruz sobre el colchón. Diana en idéntica postura encima suyo. Cogiéndole las manos con sus dedos tibios. Hablándole al oído.

 

- ¿Que quién era? Diana, no sé ni cómo pude llegar allí. Fue junto a esa carretera. Hubo algo en mi interior que me hizo agacharme y tocar el suelo. Noté una caricia en todo el cuerpo, una brisa que me decía..., casi no creo lo que digo, ¡que me decía!

 

- ¿Qué te dijo?

 

Prometeo miraba las estrellas fugaces. El enorme ventanal de la habitación era su puerta a la noche. A la primavera sobre el monasterio.

 

-No fueron palabras. Fue sólo..., una sensación. Una especie de necesidad de ir en una dirección concreta, de cruzar el bosque. Y llegamos a ese claro y en él a esa casa a cuya dueña traté como si nos conociésemos de toda la vida.

 

-Pero era muy agradable.

 

-Sí, claro que lo era, pero... Yo tenía la sensación de saber cosas que sólo ella y yo sabíamos. Me sentía extrañamente en familia a su lado. Me daba la sensación de que era muy normal que todo sucediese tal y como sucedía. -Prometeo suspiró- Es lo mismo que me pasó cuando nadé en ese rio o cuando me lancé al fondo de aquel pozo.

 

Diana le besó la nuca. Le apartó el pelo para que sus labios le acariciasen mejor.

 

-Háblame, Prometeo. Dímelo a mí.

 

-Es en lo que he cambiado, Diana. Es lo que me sucede. Ya no trato de entender las cosas. Sólo las siento.

 

Prometeo se sentó en la cama. Diana se acurrucó contra su espalda. Le pasó los brazos por el cuello, le puso las manos en el pecho.

 

-Toda mi vida he intentado comprender, entender..., pensar. He buscado mil y una respuestas a las preguntas que tenía, que me devoraban. Pero lo único que hacía era alejarme de mi destino, de mi verdadero objetivo. Buscaba fuera lo que tenía dentro. Trataba de partir mi corazón en cien pedazos y estudiarlos en busca de mi alma, de mis sentimientos perdidos.

 

Diana le escuchaba sujetándole bien fuerte. Pasase lo que le pasase, Diana no permitiría que nada les separase.

 

-Entrené, estudié, me preparé como mago y como guerrero. Tu padre me impuso un régimen de trabajo mucho más duro que el que Quirón y tú hayáis impuesto nunca a miembro alguno de la Orden. Y, para su sorpresa, yo siempre quería ir más allá. Él me llevaba hasta el límite y yo lo rompía cada día. A él le preocupaba verme sangrar y yo lo consideraba la señal de que todo iba por el buen camino, que todo marchaba correctamente Quería superarme, vencerme cada jornada. Buscaba una meta imaginaria que yo mismo sabía que no existía. Me torturé. Me maltraté hasta la locura. Aprendí a romperme como guerrero lo que yo mismo me reparaba como mago. Era odio. Era puro odio. Rabia que nacía de mi interior y me movía hacia delante.

 

- ¿Odio a quién, Prometeo?

 

Prometeo levantó la mirada al techo.

 

-A mí mismo, Diana. A aquel que no merecía ni saber quién era.

 

La muchacha se puso delante suyo. Le cogió de las manos.

 

- ¿Cómo puedes decir eso, Prometeo? Tú eres bueno. Eres fuerte y noble. Siempre que te he necesitado te he tenido a mi lado. Sin pedirme nada, dándomelo todo, siendo el pilar en el que apoyarme cuando todo se derrumbaba a mi alrededor. ¿Cómo puedes odiar a quien yo amo tanto?

 

Prometeo sonrió. La niña que hacía años le recibió escondiéndose de él le miraba ahora desde los ojos de una mujer. Le acarició las mejillas. Deseó morir en el interior de un alma tan cálida como la de Diana.

 

-Me odiaba por no ser capaz de ir más allá, por no poder ir tan lejos como deseaba. Míranos, Diana. Nuestra Orden. Nosotros. Somos guerreros, magos. Simbolizamos aquello que el hombre es. La fuerza, la razón. Pero yo siento que hay algo más allá, que se puede llegar más lejos. Ahora sé que es por eso por lo que vine a este lugar, por lo que me uní a vuestra Orden. Porque todo escalón necesita un símbolo. Toda Era un cordero. Ahora empiezo a entenderlo. Ahora me doy cuenta de que la realidad tan sólo imita a la fantasía.

 

-Prometeo, no te entiendo.

 

La besó. Unió su frente a la de ella.

 

-El rio que nadé, el pozo en el que me hundí y del cual salí para ir a llorar a tu regazo, la casa embrujada a la que te llevé en lo profundo del bosque y el volar..., el volar e inundar el mundo de luz. No he de comprender por qué lo hago. Sólo tengo que hacerlo, vivirlo..., sentirlo. Por primera vez en toda mi vida empiezo a creer que voy por el buen camino. Por el de verdad. He tenido que perderme por completo para encontrar el camino, el mío, el que sólo yo puedo caminar. Ni yo mismo sé aun a dónde me llevará. No sé qué límites superarán mi alma y mi espíritu. No sé nada. Y ahora, precisamente por eso, soy feliz. Soy verdaderamente feliz al sentir que al fin estoy descubriendo quien soy, quien se esconde tras el verde de los ojos de aquel niño al que llamaron Prometeo.

 

Diana le miró en silencio. Nunca había visto tanta felicidad en los ojos de Prometeo, nunca le había escuchado hablar con tanta alegría en cada palabra. Se sabía perdido, se sabía a medio camino entre la nada y ninguna parte, pero..., tenía esperanza. Tenía confianza en sí mismo y creía de verdad que hacía lo correcto. Si un rio le llamaba, debía ir y nadar en él, si un pozo le pedía que en su interior se hundiese, debía en su interior hundirse, si sentía que podía convertirse en luz e inundar con su felicidad el universo, debía hacerlo. Hacerlo y nada más.

 

Diana descubrió la enseñanza que yacía en los sentimientos de Prometeo. Diana descubrió que sólo estamos obligados a ser felices, a descubrir la alegría que vive en nuestros corazones. Y Diana, sin saber por qué y por primera vez sin importarle el no saberlo, lloró. Lloró, lloró y lloró. Prometeo la recibió entre sus brazos. Prometeo le repitió hasta el amanecer del día siguiente que la quería, que la amaba, que ella era la más bonita de todas las estrellas que iluminaban el cielo. Y Diana le creyó. Diana sonrió mojándose los labios con lágrimas saladas.


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