Los Elegidos. Capítulo Decimosexto.


-Acompáñame.

 

A las nueve de la mañana abril siempre amanece con olor a primavera en la Montaña. En el pequeño bosque que hay entre la explanada del monasterio y la residencia del Alto Maestre.

 

- ¿A dónde me llevas?

 

Las flores se abren preguntándose por qué el Sol las riega con zumo de oro. Los árboles son garabatos pintados por los niños traviesos que habitan las campiñas encantadas, los cuentos embrujados. El aire es una canción templada con sabor a licor de oliva. La realidad se viste con sedas trenzadas en el taller de la fantasía.

 

-Vamos a mi cueva.

 

Prometeo y Diana. Cogidos de la mano. Se dirigen a la parte posterior del monasterio, al rincón abandonado donde sólo habita una estatuilla color tierra. Cruzan la explanada cuando todavía nadie ha salido de sus habitaciones, de los comedores donde desayunan magos y guerreros, de los edificios que dejan atrás al bajar unas escaleras de roca, al descender a la carrera mil peldaños que los llevan a un corto sendero que desemboca en un agujero en la tierra, en una cueva de la que no sale luz alguna. El hogar de Prometeo.

 

-Bienvenido a casa.

 

Se miran. Se sonríen. Caminan los pocos metros que hay desde el último escalón hasta la entrada de la cueva. La naturaleza grita alrededor suyo. Los seres vivos piden ser escuchados. Los inertes cantan, los inertes nunca murieron. En el arco de piedra. Prometeo acaricia la pared. Una antorcha se enciende en el lugar por el que se deslizan los dedos.

 

- ¿Quieres impresionarme con tu magia?

 

Prometeo la enreda con dos culebras.

 

- ¿Lo consigo?

 

Diana las ahoga en el mar.

 

-De momento no vas mal.

 

Entran. Descienden una suave pendiente hacia el corazón de la tierra. Diana ya conoce el camino. Prometeo no le suelta la mano. Ella no quiere que lo haga. Al fondo ven un brillo. Otra antorcha encendida. El océano busca las serpientes.

 

-Esta vez no he sido yo.

 

Se acercan. Una manta en el suelo. Varios cojines. Un montón de hojas secas en un rincón.

 

-Sígueme.

 

Y una estatuilla que representa a una virgen negra. Sobre una leja de roca. Unida a la pared de la cueva.

 

-La que da nombre al monasterio…

 

Prometeo la mira. Prometeo dibuja el amor en su rostro.

 

-A la montaña entera.

 

Diana toca con las yemas de sus dedos al niño que se sienta en las rodillas de la mujer. No comprende por qué, pero le resulta familiar. Ha visto muchas veces esa figura, pero, por primera vez, siente que se conocen, que no son extraños. Le hace gracia. Sonríe divertida.

 

-Dime, Diana, ¿confías en mí?

 

Prometeo atrae la atención de la muchacha.

 

- ¿Qué te respondí la última vez que me lo preguntaste?

 

Prometeo aprieta con fuerza la mano de Diana.

 

-Que nunca dejarías de confiar en mí.

 

Diana coge la otra mano de Prometeo. Une las cuatro.

 

-Pues no te mentí, Prometeo. Confiaba entonces, confío ahora y confiaré siempre en ti. Sólo en ti.

 

Una sonrisa. El hijo del viento cierra los ojos. Libera una de sus manos. La coloca sobre la imagen de la mujer oscura. Empuja.

 

Las mariposas son sirenas que escaparon de las canciones de los pescadores enamorados. Las sirenas son poesías que huyeron de los tinteros de los trovadores enajenados. Las poesías son muchachas que nunca abandonarán las vidas de los dioses humanos.

 

La roca se mueve. La pared se abre. El muro de piedra es una puerta que se separa de su marco dando entrada a la luz, al calor, al paraíso de la alegría que se esconde detrás de la cueva en la que Prometeo ya no es un hombre, sino que es aire, es brisa, es una ráfaga de fuego que rompe las cadenas que unen realidad y fantasía. Un jardín detenido en un eterno mediodía se muestra tras la puerta de roca.

 

Prometeo mira a Diana y la muchacha ve el reino de la primavera reflejado en los espejos de esmeralda que la contemplan sonrientes, que la contemplan a ella que no puede cerrar la boca, que es incapaz de unir los labios porque un sueño acaba de abrirse ante sus ojos negándole la coherencia, negándole la razón, negándole cualquier cosa que no se conjugue con una emoción. Prometeo cruza la ventana que da a la imaginación con Diana de la mano. Los pétalos rozan las mejillas de la muchacha, las flores acarician sus tobillos, las corrientes cargadas de polen se frotan contra su piel, le hacen descubrir que la temperatura cambia al ritmo de los latidos de su corazón, que el viento altera su dirección para mecerle mejor el pelo. Diana se sonroja. La luz atraviesa su cuerpo. La luz le dice que su alma vive enamorada.

 

- ¿Dónde estamos, Prometeo?

 

El chico la coge de la cintura. Se sumerge en sus iris del mar de los ahogados. La besa.

 

-Este es el lugar al que vendremos cuando muramos, Diana. Este es el paraíso en el que nuestro amor vivirá la eternidad.

 

Las suaves colinas al fondo. Los ríos de aguas de plata. El cielo que es tan hermoso que rompe la pluma de quien osa describirlo.

 

-Esta es la fantasía que mi corazón ha creado para que tú reines en ella.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Sentados sobre un manto de flores. En el interior de un paisaje cuya puerta se ha cerrado haciéndolo infinito. Uno junto al otro. Diana y Prometeo se miran con el Sol siguiendo el movimiento de sus sombras.

 

- ¿Te gusta el collar de pétalos que he te hecho?

 

Diana le coloca el collar a Prometeo. El chico sopla y los pétalos se sueltan, los pétalos se van de su cuello y forman una guirnalda que corona las sienes de la muchacha. Diana ríe ante el poco respeto que la naturaleza siente por su esfuerzo de trenzadora de flores.

 

- ¿Dónde se ha visto que los pétalos decidan qué formas desean componer? ¿Es que las leyes de la física no significan nada para usted, caballero?

 

Prometeo la mira horrorizado.

 

- ¿Las qué? Le ruego que me disculpe, señorita, no sé de qué me habla.

 

Diana se pone de pie. Intenta ver el final de la inmensa planicie florida que les rodea. No lo ve. No lo tiene. Levanta la vista al cielo. Las nubes le sonríen. Una le guiña el ojo. Caen tres gotas de lluvia.

 

- ¿Existe de verdad este lugar, Prometeo?

 

El chico se tumba en el suelo. Suspira.

 

- ¿Qué crees tú?

 

Diana ve una mariposa que se posa en la nariz de Prometeo. La ve sujetando una ramita, haciéndole cosquillas, provocando que el Alto Maestre estornude. La ve huyendo entre risas.

 

-No lo sé. Te juro que no lo sé. Mi razón me dice que es de locos, que es imposible, que me has dormido y esto es un sueño, que me engañas y nada es verdad. Pero...

 

- ¿Pero?

 

-Pero hay algo..., hay algo en mi interior que me grita que todo es real, que existe, que coja a la razón y la tire a la basura, que las cosas aburridas no merecen ser escuchadas.

 

Prometeo se levanta. Dibuja una partitura en el aire. Comienza a tocarla.

 

- ¿Y qué es lo real, Diana? ¿Qué la realidad? ¿La razón? ¿La ilusión? La realidad no es nada. Apenas una fantasía mal contada. 

 

Los ojos de Diana son agua con sabor a azúcar. Los ojos de Diana te piden que los beses si es que aun amas la belleza.

 

-La razón y la ilusión. ¿Cómo sé cuál dice la verdad? ¿Cómo sé cuál miente?

 

- ¿En cuál de las dos confías? Tu respuesta resolverá tu pregunta.

 

Diana sonríe. Suena la música del mago.

 

-Me llevas a allí de donde me traes. ¿Cómo puedo comprobar en cuál de las dos confío?

 

Prometeo recoge las notas entre sus manos. Se las guarda en el bolsillo. Se aleja unos pasos de la muchacha.

 

-Salta.

 

Una interrogación aparece sobre la cabeza de Diana. El signo es rojo. La duda es grande.

 

- ¿Para qué?

 

Prometeo se sienta con las piernas cruzadas. Las notas quieren escaparse. Él no les deja.

 

- ¿Crees que serás capaz de volar?

 

Diana dobla al pobre signo y lo transforma en una exclamación.

 

- ¿Yo? Eso es imposible. Tú sí, pero yo...

 

Prometeo se eleva unos centímetros del suelo.

 

- ¿Qué te he dicho, Diana? Este mundo en el que ahora estamos es una fantasía, un reino que he creado para que tú reines en él. Si quieres volar..., ¡vuela!

 

Diana le mira. Busca en la tierra. Le mira. Busca en el cielo. Aprieta los puños.

 

- ¿Sólo saltar?

 

Prometeo sonríe.

 

-Sólo eso.

 

Diana se conciencia.

 

-Sólo saltar.

 

Se pone en pie. Toma aire. Flexiona las rodillas. Hace el movimiento de salto varias veces, se repite a sí misma que puede volar, que debe intentarlo, que si él es capaz ella también. Y salta. Con todas sus fuerzas. Hacia arriba. A perderse en el cielo. A desaparecer entre las nubes que la ven pasar disparada, que se apartan para que no las atraviese como si de una bala de cañón y no de una joven muchacha se tratase, que le gritan que si estás loca, niña, que si quieres matarnos a todas, que si se te fundieron tus antenas de alienígena con superpoderes.

 

Diana se descubre subiendo sin que nadie la frene y no se lo cree. Diana decide dirigir su ascensión y comienza a dar vueltas y a hacer piruetas en los cielos. Diana grita emocionada, alegre, excitada al ser más ligera que una pluma, que una hoja de una novela. Y traza rizos y hace maniobras de as del vuelo, sube y baja, viene y va, le dice al viento que se aparte que tiene prisa, que se eche a un lado y se deje adelantar. Diana se convierte en una cometa que se soltó de su hilo. Diana se siente feliz. Diana se da cuenta de que también para ella inventaron ese sentimiento.

 

- ¿Y bien, Diana? ¿Tienes ya la respuesta a tu pregunta?

 

Prometeo acostado sobre una nube. Prometeo con un bastón mágico entre las manos.

 

- ¿Qué es eso que sostienes?

 

El bastón se convierte en una serpiente que escapa huyendo de los cielos a la tierra. Diana se acerca a Prometeo. En la nube. Se sienta a su lado. Le suelta la cinta que le sujeta el pelo. Deshace su trenza. Hace un movimiento con los dedos y la noche les envuelve. Se echa sobre él. Le abraza.

 

-Tal vez la razón también me diga la verdad, pero ¿puede acaso hacerme tan feliz como lo hace la fantasía? Las verdades tristes son sólo mentiras encubiertas. No son nada.

 

Prometeo mira a Diana. Sus labios la buscan, su alma al fin la ha encontrado.

 

- ¿En qué te he transformado, mujer? ¿En qué que me da tanto miedo?

 

Diana sonríe. Diana besa a Prometeo.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

- ¿Qué hacemos en esta playa?

 

Diana tumbada en la arena. Prometeo saliendo del agua. Las palmeras cubriéndoles del sol junto a la orilla. El cielo mostrando sus estrellas en pleno día.

 

- ¿Acaso importa?

 

A lo lejos se escucha al mar cayendo en el precipicio del fin del mundo, el lugar en el que acaba el tablero. Las olas llegan nadando a tierra, las nubes escalan el horizonte, no quieren acabar como sus hermanas.

 

-Primero el jardín de la primavera, luego la playa del verano, ¿qué me mostrarás después? ¿el otoño? ¿el invierno?

 

- ¿Deseas verlos?

 

Diana se lo piensa. Sonríe.

 

-No.

 

Prometeo se echa a su lado. Prometeo infla un suspiro de Diana convirtiéndolo en una colchoneta playera.

 

- ¿No te gusta el frio? Creía que eras del norte.

 

Diana sonríe.

 

-Soy del norte, pero no tonta.

 

El Alto Maestre se fija en el bañador azul de Diana. Sopla. Hace volar las telas. La muchacha se ve desnudada.

 

- ¿Crees que todo te está permitido?

 

Prometeo la mira travieso.

 

-Tardé en darme cuenta, pero al final descubrí que sí.

 

Diana toca la arena con la punta de sus dedos.

 

- ¿Y qué harías si yo hiciese lo mismo?
 

Prometeo se siente confiado.

 

-No tengo nada que esconder.

 

Diana introduce las yemas entre los granos dorados.

 

- ¡Oh, de eso estoy segura!

 

Prometeo cambia el gesto. No le ha gustado el comentario. Pero no tiene tiempo de contestar, pues cinco cangrejitos rojos surgen de la arena alrededor de la mano de Diana y saltan sobre él, le agarran el bañador, se lo llevan entre las pinzas antes de que pueda hacer nada por impedirlo. Lo convierten en cenefas de colores ya a lo lejos. Prometeo mira a Diana. La muchacha le contempla divertida.

 

- ¿Ves? Ya sabía yo que me decías la verdad. No tienes nada que esconder.

 

Al Alto Maestre le ha vencido su alumna. Al Alto Maestre le han derrotado en su propia fantasía. Se calla. No dice una palabra. Aparta su colchoneta. Se tumba bocabajo sobre la arena. Diana le escucha refunfuñar. Se ríe. Se apiada del niño del que se ha burlado. Se acerca a él. Le hace mimos, le busca la cara con las manos. Prometeo se esconde, no quiere ser encontrado.

 

-Anda, no te enfades.

 

-¡Ummff!

 

-Sólo era una bromita.

 

-¡¡Ummff!!

 

-Empezaste tú, yo sólo me defendí.

 

Prometeo se gira. La mira colorado.

 

-Pero yo me limite a quitarte el bañador, tú además te reíste de..., de... ¡¡Ummff!!

 

Y se vuelve a esconder. Diana intenta no reír. Pero no lo consigue. Ríe a carcajadas. Prometeo la contempla indignado.

 

- ¡Perdona, perdona! Pero es que no puedo evitarlo. ¡Vamos, hombre, si total no es para tanto, no hagas algo enorme de una cosita tan pequeña!

 

Prometeo prende fuego a sus ojos. Se pone de pie con la melena en llamas.

 

- ¡Perdona, no quería decir..., no quería...! -Diana se retuerce de la risa. La arena salta de un lado al otro ante sus pataleos.

 

Prometeo se calienta. Prometeo arde. Prometeo va a estallar. Y Prometeo estalla. Se convierte en polvo dorado que se mezcla con la playa. Diana se calla. Le busca asustada. De pronto, una ola inunda la playa y se lleva por delante las palmeras. Un gigante camina hacia la orilla. Prometeo transformado en un coloso de catorce metros de altura. Diana le ve acercarse y no puede cerrar la boca. Dobla el cuello para poder verle entero. Prometeo clava su tridente en tierra. Se pone en jarras. Su voz hace retumbar el escenario entero.

 

- ¿Y ahora qué tienes que decir?

 

Diana le mira. Diana le estudia. Diana investiga las proporciones. Diana busca los ojos de Prometeo. Se contemplan el uno al otro muy serios. Y Diana vuelve a reír como una loca. Diana sigue pensando lo mismo. Una gaviota sobrevuela al Alto Maestre. Se posa en su hombro. Se limpia las patas. Se asoma a lo profundo. Mueve la cabeza a uno y otro lado. Niega desencantada. El gigante la ve marcharse y se pregunta por qué no le gustará la caza. Vuelve a su tamaño original. Camina hasta Diana. La muchacha hace verdaderos esfuerzos por contener la risa. La mira de arriba a abajo. Sigue su camino.

 

-Nos vamos, ya me cansé de esta fantasía.

 

Diana se cuadra muy formal. Saluda militarmente al grito de señor, sí, señor y vuelve a reír sin ningún tipo de contención. Prometeo hace que sus ropas le cubran de nuevo. Quiere que el viento le mueva el abrigo y el viento aparece y se lo mueve. Prometeo mira atrás. Prometeo ve a Diana. Prometeo se da cuenta de que, por muchos efectos especiales con los que cuente, jamás podrá igualar una imagen tan hermosa como la de Diana desnuda. La sencilla perfección de una niña riendo feliz.


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