El maestro


EL MAESTRO
In memoriam a mi amigo y colega Emery Barrios Badel

Autor: Edinson Pedroza Doria

“Enseñar debe propiciar un aprender comprendiendo, atendiendo lo que se está haciendo, para que no siga siendo una simple recepción mecánica, sensible”.
José Iván Bedoya.

Un destello de luz blanquecina partió en dos mitades su pensamiento. Sólo así, de esta forma, pudo comprobar que existía, que estaba respirando y que había nacido para hacer algo en este mundo. Un momento de éxtasis lo invadió y alcanzó a comprender que enseñar es cosa de artistas, que debía poner en ese quehacer un poco de su existencia. Sintió miedo del mundo, pero su amor era grande para dejarse vencer por las adversidades.
Él sabía que aún había personas que degradaban su oficio y que creían que enseñar es instruir o lanzar información para que los otros repitan como loros autómatas. Sabía o intentaba saber que los demás no comprendían la universalidad del ser maestro.
Muchos atrevidamente, desconociendo totalmente lo que es ser maestro, lanzan improperios contra todo lo que huele a magisterio. Él los comprendía y perdonaba porque sabía que nunca habían conocido el amor al prójimo ni mucho menos el significado del conocer, del aprender y de enseñar. Estaban llenos de opiniones vagas y erróneas.
Nuevamente pensó que todo había sido un sueño mil veces soñado en otros tiempos de abundancia, cuando la miseria de espíritu no existía; cuando su padre le enseñaba a través de parábolas, que era mejor aprender a pescar para mitigar el hambre, que tener un pez por el momento.
Su pensamiento se fue diluyendo en brillos milenarios, repartidos en pedacitos multicolores; luego, incrustándose en los meandros de su memoria, le hacían sentirse más fuerte y con ganas de seguir enseñando con sus sabias palabras. Se perdió en las profundidades oscuras de su meditación y una lluvia de interrogantes brotó cual manantial sirviéndole de catalizador a su energía vital. ¿Era un artista? ¿Era un maestro o un enviado de la providencia para recibir los escupitajos de sus enemigos? ¿Qué significaba poner parte de su vida para que los otros se sacien con él, invisibilizándolo y considerándolo uno más de los tantos que hay recorriendo el mundo?
Una y otra vez se martirizaba con aquellos interrogantes. No sabía cómo responderse, aunque su cabeza era una caldera ardiente de ideas y proyectos que intentaban desbordarse en pro de sus discípulos. De su obra no estaba quedando nada se lamentaba cuando conversaba amenamente con nosotros, pero no daba su brazo a torcer. No era pusilánime y los retos lo mostraban como un líder verdadero.
¿La humanidad quizás lo estaba olvidando o lo había relegado al cuarto de los trastes viejos? No lo podía afirmar. A pesar de todo seguía empecinado en enseñar, porque la clarividencia de un futuro mejor lo estimulaba a no abandonar sus propósitos. Aún tenía la esperanza de una vida equilibrada. Para él enseñar era belleza para disfrutar y deleitarse. Una voracidad enfermiza de crear y de ayudar a construir un mejor “status” lo acompañaba constantemente desde que decidió ser maestro de aquella masa apachurrada que le seguía sus enseñanzas.
El maestro recordó a su viejo maestro cuando le expresaba con aquella lucidez de prestidigitador que “El estado mejor organizado es aquel en que todos los individuos que lo conforman convergen para lograr el fin político: la justicia, según sus diversas aptitudes o disposiciones naturales”. Sin embargo, ahora no era más que un maestro acosado por la incertidumbre de unos tiempos aciagos y violentos; pero, un maestro empecinado en seguir los dictados del corazón, la razón y la pasión de enseñar. Concebía la ignorancia como aquel estado de llenura; llenura de opiniones acríticas que se soportaban en el uso muchas veces de la fuerza bruta y opresiva de la insensatez; llenura porque no se hacía la reflexión de lo que era aparente, de lo que se creía era conocimiento.
Volvió a sentir en sus cansados huesos la energía de la juventud acumulada en sus saberes y pidió con el corazón en sus manos porque todos comprendieran que “el amor por el saber no se agota en su adquisición o en su transmisión, sino que consiste en última instancia en saber despertar la verdadera dinámica para que se desarrolle completamente en forma autónoma”.
La búsqueda de la belleza le había conducido a entender que su esencia no era terrenal; que estaba en otra dimensión, en un estado de epifanía místico. Detrás de todo, una fuerza poderosa le guiaba siempre su imaginación. Se aferró con fuerza para no caer de su mundo. Dejó que sus huesos descansaran un poco para continuar con su recorrido mental.
Su pensamiento ágil y dinámico lo acompañaba a componer y descomponer ese rompecabezas cotidiano que el común de los mortales critica sin saber, desconociendo cómo se realiza ni cuál es el tiempo y la zozobra que se sufre en su cristalización.
Reducido en la actividad enfermiza de crear siempre para los demás, buscaba formas de hacer sus enseñanzas diferentes. No quería quedar con el remordimiento de haber existido y no haber tenido la valentía de manifestarse bellamente con sus palabras y sus actos. Se vio cayendo en un vórtice desesperado por no encontrar una salida rápida a sus deseos inmediatos: ver a sus discípulos guiando con consejos a una muchedumbre ávida de justicia y amor.
El maestro con el ancestral mecanismo de mantenerse escuchando la música del mar interpretada por las gaitas y tamboras de su tierra, engañaba la premura de los tiempos del olvido. No se desmoronaba tan fácilmente, porque sus sueños serían soñados por otros. Sus huellas quedarían para la posteridad. Sintió un descanso perenne y un sopor tranquilizador le invadió todo el cuerpo. Parecía dividirse en pedacitos luminosos su corazón.
No se dejó engañar por la dulzura aletargante del momento y suspiró haciendo entrar en sus pulmones el aire pegajoso y salobre de aquel abril caribeño.
El sol aún no se ocultaba. La brisa recordó el compromiso que tenía aquella tarde con sus discípulos y compañeros. No supo qué pensar y recordó lo leído en algún libro védico: todo discípulo debe tener conciencia que desear conocer, que necesite conocer, debe mantener o preservar ese deseo como una aptitud incesante que le va a permitir dinamizar en él un verdadero proceso de conocimiento autónomo.
Sintió una liberación plena. Sus demonios habían quedado encerrados en un pretérito infecundo. Ya no habría que temerle a la desesperación de tener que salir de aquel encierro y tener que cargar con ellos, pues, ahora, todo estaba como el destino se lo marcaba en las estrellas,...un camino lleno de tulipanes añosos le enseñaría a meditar desde la otra orilla del océano. Entonces, se maravilló de su descubrimiento. Dejó escapar una sonrisa rosada de su boca. La máscara que por mucho tiempo le ocultó su verdadero rostro cayó al piso de tierra y horadándole sus sentimientos de inmortal le hizo alcanzar la máxima excelsitud del artista: haber descubierto que la belleza se encuentra en la simplicidad de las cosas. Que la naturaleza no niega su esencia. Que se puede morir cuando se tiene conciencia de la misma muerte.
Nota: Algunas ideas entrecomilladas me fueron señaladas por la lectura del libro Epistemología y Pedagogía, ensayo histórico critico sobre el objeto y método pedagógico, del Profesor José Iván Bedoya, Ecoe ediciones, Sexta edición, 2009.
*Docente de Español y Literatura del Distrito de Cartagena de Indias en la Institución Educativa Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y de Comunicación Oral y Escrita de la Fundación Universitaria Tecnológico Comfenalco.


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