Los Elegidos. Capítulo Vigésimo.


Una bola de fuego. Una esfera de electricidad que retumba en el cielo del monasterio, entre las nubes que cubren la Montaña, sobre los picos que cuando te miran te dicen que aún no estás muerto. Un hombre en su interior. Dos resplandores de esmeralda. El tercero de nuevo en su frente. Con los brazos extendidos, con las manos abiertas, con la boca desencajada. Gritando, chillando, desgarrando su voz para poder hablar sin ella. Las tormentas giran a su alrededor. Las aguas de lo alto bailan con la luz que se lo ordena. El rayo se somete al hombre hecho de viento. La Creación se pregunta si ya nació la nueva divinidad.

 

- Qué..., ¿qué está haciendo?

 

Quirón aparece detrás de Diana. El mago ve y no cree. La muchacha le contesta. No deja de contemplar aquello que más ama en este mundo.

 

-Llorar.

 

Grita. Grita. Grita y sabe que muere. Que ha de morir más de siete veces e iluminar aun en su muerte, que sopla el viento y ya se acerca el mundo aun no creado. Prometeo es una explosión de luz que ciega a todo aquel que le mira.

 

-Quién eres. -le preguntó la briza de hierba a la rosa.

-Soy un suspiro en verde. Una brizna con sabor a limón. -le respondió la flor.

-No puedes serlo, no eres como yo. -le contestaron mil páginas en blanco a un chorro de tinta.

-Soy aquello que hablo. Soy una palabra. No puedo ser lo que no puedo nombrar. El verbo conjuga la realidad. Mira al mundo sin palabras. Al orbe de las cosas que no desean ser nombradas porque no son cosas, porque se negaron a creer en el plural. Mira a la hermosa unidad. Tal vez te equivocas al intentar lo que no debes, joven rosa.

- ¿Y qué no debo? Dímelo tú, hierba de mis espinas enamorada.

-La muerte es una dama malvada. Sólo mata a sus amigos, a aquellos que le fueron presentados. ¿Cómo matar a aquel que no cree en la muerte? ¿Cómo al que hasta con la oscuridad se une? Sentir es lo único que jamás harán los muertos. Mírate, montón de pétalos aun miedosos. ¿Qué hace falta para que te atrevas a no pensar, a expulsar el único pecado que alberga tu corazón? No basta con ser rosa, hay que atreverse a serlo. ¿Tienes valor para abrirte, alma de polen? ¿Eres lo bastante fuerte como para vencer al espectáculo de las llamas? No creo que seas un cangrejo.

Y la flor miró a la briza asombrada. La flor se preguntó cómo algo tan bajo sabía tanto sobre los seres de las alturas. No hay arriba, no hay abajo. No hay direcciones en las sopas de frutas. Nada tiene sentido. Aquello que lo tiene no merece dibujarse con tinta de rosas. Canciones hermosas que sólo sirven para sentir, que no conocen el lenguaje del pensamiento. Que no desean conocerlo.

 

Prometeo cae de las alturas. Diana le recibe entre sus brazos. Diana le hace descansar sobre sus muslos. Se tiende con él en la explanada del monasterio. Le mira con la ternura con la que sólo ella hubiese podido mirarle. Prometeo abre los ojos. La ve. Sonríe sabiéndose seguro con ella. Sintiéndose en casa mientras ella esté a su lado. Cierra los ojos. Pierde el conocimiento abrazado a la mujer cuyo calor le hace no temer al futuro helado. El amor significa estoy en casa allí donde me encuentre si tú estás a mi lado.

 

.......       .......       .......       .......       .......       .......       .......      

 

Mirad al hombre de los cabellos de tierra, de los iris de mar crispado. Miradle correr al borde de los precipicios, junto a la costa blanca del Mediterráneo. Las olas muriendo en la arena, las rocas hechas de viento y tormentas. El cielo azul claro. El cielo que no se cree a sí mismo. Mirad a Prometeo y escuchad la música que vuela tras su carrera, tras su cuerpo que es un relámpago que sube y baja montañas, que se mancha de la sal que el mar regala a los campos pintados en verde en los que le persigue una niña que grita párate, espérame, no puedo correr tan rápido como lo hacen tus piernas.

 

Y él ríe y no se detiene cuando escucha los sudores de una piel color nata, ojos azules, mujer llamada Diana. Y él corre y en cada zancada siente el aire que le levanta las ropas, que le acaricia el pecho, que golpea con su olor a aquella que le persigue, que no se rinde, que no conoce la palabra derrota. Miradlos correr en la pasarela que separa la tierra de los abismos. Miradlos riendo sin preocuparse de que, si das un paso en falso, te esperan un millón de metros de vuela, vuela hacia la playa.

 

Suben una colina, una olla, un menhir desde el que se ve tanto mar como se sea capaz de imaginar y la hierba se vuelve negra cuando la sombra de dos corredores le dice hoy no verás el sol, hoy te toca ser pisada, mojarnos las pantorrillas con tu agua, con el rocío que aun duerme a las nueve de la mañana. Prometeo corona la cumbre y contempla la figura que llega al cabo de unos segundos sin respiro, sin lengua en la boca, sin casi amor propio.

 

Se quita la camisa y se la lanza a la muchacha. Diana la recibe en la cara, intenta quitársela, se pone nerviosa, se cae, se levanta de un salto. La tira al suelo. La pisotea en venganza. Prometeo la mira entre jadeos. Su pecho es un tambor, un corazón que palpita sin freno. Diana y una melena negra que cubre una pareja de hombros mojados. Diana y dos brazos esculpidos sobre madera blanca y castaña. Diana y sus ojos que no se apartan del cuerpo de un hombre llamado Prometeo. Una trenza se suelta. Varios botones se desabrochan. Los labios de una mujer. Se mueven. Se están moviendo.

 

-Ven a por mí.

 

Y una sonrisa. Prometeo no parpadea. No sabe. Se le ha olvidado. Es un esclavo. Un cuerpo hecho de tinta y sangre, una pintura color carne y alma, un hombre que desea amar a una mujer de pensamientos de escarcha. Prometeo frente a Diana. Dos respiraciones aceleradas. Dos miradas cruzadas en una. Las manos sobre los senos. Diana le da una bofetada. El caldo negro mana de su boca. Las manos arrancan una camisa de tela alba, aprietan dos pechos blancos. Diana le acaricia la cara. Diana le coge del cuello, le clava las uñas en la garganta.

 

Prometeo inclina la cabeza. Introduce su lengua en la boca ajena. La inunda con su saliva. Ninguno libera al otro. Los dos se hacen daño. Los dos se desean. Los dos se miran acalorados. El viento sopla. La hierba vuela en la montaña. El hombre libera a la mujer. Se rinde. Se deja dominar por los dedos que le cortan la respiración, que le niegan la vida. Diana le hace tumbarse, le obliga a dejarla sentarse sobre él. Diana le suelta, le deja perderse en ella mientras le desnuda.

 

Trata de cogerla de la cintura y ella dice no, aparta las manos, mírame caer sobre tu pecho, morderte cuando digo entrégate y escucho me entrego, sintiendo como una catarata de cabellos negros le cubre el cuerpo. Diana es un murciélago que se ha enganchado en la piel de Prometeo. Una pesadilla que clava sus colmillos en un corazón rojo, que extrae de él tanta sangre como puede, que sube y desgarra la garganta del hombre que humea bajo sus muslos, que baja y domina el miembro del hombre que intenta beber de ella y que sólo lo hará cuando ella así lo decida.

 

La boca de Prometeo persigue los pechos de Diana mientras siente que le liberan, que le llevan entre los dedos, que le introducen allí donde él siempre quiso estar. Diana sonríe y recibe a Prometeo en casa. Diana sonríe y permite que Prometeo de ella beba. Diana sonríe y es una mujer que juega con un niño, una diosa que le hace el amor a un mortal. Llueve. Y la tierra se convierte en barro. Llueve. Y el fango mancha dos alas negras que ya no quieren ser un sueño, que llaman a la realidad y se entrevistan con el portero.

 

Diana mira al cielo y su boca se llena de líquido helado. Diana mira a Prometeo y sus ingles son llamas, fuego que le quema las entrañas, que le obliga a cerrar los ojos y volver a abrir la boca. Llueve y la vida son lágrimas lanzadas contra la lluvia. Llueve y Prometeo quiere dominar a Diana y ella le araña cuando siente que le dan la vuelta y que ahora es ella la que se mancha la espalda de barro y el vientre de agua. La mujer lleva sus dedos a la espalda del hombre. Su lengua entre sus labios. Sus uñas que rasgan la piel que hay sobre ella. Sus dientes que muerden todo lo que encuentran. Diana pelea con Prometeo a cada suspiro, a cada palabra entrecortada. Diana es apretada con tanta violencia que cree perder el sentido, que siente como sus senos van a explotar y regarla con vida blanca y tibia.

 

Diana le coge de los cabellos y le trae hacia ella, le grita que le odia, que le ama, que la sujete más fuerte y que muera entre sus caderas, que nunca le dejará irse lejos de ellas. Prometeo siente como le agarran y le sacan de allí donde le llevaron y sus ojos se abren más de lo que pueden, sus manos sueltan a Diana, su cuerpo cae rendido y de nuevo a merced de la mujer que otra vez se sube a él, que otra vez desea jugar y escribir ella las reglas. Otra vez. Una y otra más. La lluvia y los relámpagos. La primavera y el calor bajo sus gotas.

 

En lo alto de la montaña sopla el viento que viene del mar. En lo alto de la montaña no se escucha el ruido de la espuma y de sus olas. En lo alto de la montaña hay dos cuerpos desnudos, dos almas abrazadas, dos suspiros jadeando empapados. Diana y Prometeo. El placer y el amor. Dos alas oscuras se despliegan y cubren la escena.

 

¡Grita!

 

Tan sólo acabamos de empezar.


TAMBIEN TE PUEDE GUSTAR