Los Elegidos. Capítulo Vigesimosegundo.


-Ahora todos a la vez.

 

Dos columnas de guerreros desenfundaron sus espadas de mango de plata en la arena de combate. Las hojas se encendieron en destellos de fuego, en brillos de hielo. Adoptaron la postura de ataque relámpago. Se miraron unos a otros. Las banderas en las que se recogían los emblemas de la Orden. La tierra negra de los magos. Las nubes blancas de los guerreros. Los escudos de oro y plata brillando en las paredes con los símbolos de los Elegidos. El rostro de dos caras del anterior Alto Maestre, el cántaro manando viento del actual. Los lemas de los dioses llegados a la tierra. La arena de combate preparada para ver una nueva lucha, una nueva batalla en nombre de la victoria. La arena de combate saludando el valor de dos grupos de siete hombres educados para la guerra, de dos columnas capaces de vencer cada una a un ejército. Concentrando todo su poder.

 

Diana les esperaba. Quería divertirse en su patio de juegos. Con una leve sonrisa dibujada en el rostro. Sin que hubiese aberturas en la estancia, pero con su trenza moviéndose rítmicamente, agitada por una suave brisa que surgía del propio cuerpo de la muchacha. No sostenía arma alguna. Se iba a enfrentar a catorce hombres con las manos desnudas. Le daba igual. Ella era el arma que aquellos muchachos más debían temer. Sus pendientes vibraban provocando un ligero silbido que la excitaba, que la hacía sentirse nerviosa. Granos de arena comenzaron a levantarse a su alrededor. Sus ojos se iluminaron violentamente.

 

- ¡Ya!

 

Catorce resplandores desaparecieron de su lugar y se abalanzaron sobre la figura femenina. Por un lado, por otro, por todas partes al tiempo. Los fantasmas se materializaban y deshacían a su alrededor. Los aceros la buscaban sedientos de su sangre de capitana, la perseguían ansiosos por mojarse con la vida de la única niña que quiso ser guerrero. El aire caía despedazado ante los mil cortes que los alumnos querían infringirle a su maestra. Pero ninguno conseguía su objetivo. Ella les esquivaba, les repelía con sus muñecas, con sus brazos, con sus dedos de acero. Diana les golpeaba haciéndoles volar lejos de ella, enviándoles contra las paredes, contra un Prometeo que se veía obligado a moverse continuamente para evitar los cuerpos que la muchacha mandaba hacia el rincón desde el que la observaba. Sus gritos desgarraban las telas que cubrían los muros, desmenuzaban las piedras de todo el monasterio, hacían que los magos interrumpiesen sus ejercicios de relajación para preguntarse de dónde provenían los aullidos de semejante loba.

 

Cuatro espadas cayeron al unísono sobre su cabeza para descubrir que ya no estaba, que se había evaporado, que flotaba sobre sus portadores y que con una imposición de manos les hacía salir despedidos perdiendo trozos de sus uniformes por los aires. El tiempo iba a cámara lenta y no era capaz de seguir sus movimientos. El tiempo contaba de uno en uno y ni así atrapaba a la diosa de la caza. El tiempo se estiraba de los pelos mientras el animal más violento y salvaje jamás ideado jugaba con un grupo de chiquillos que no sabían que se enfrentaban a la misma muerte encarnada en el cuerpo de una niña de ojos azules y dulces colmillos manchados de agua roja.

 

- ¿Ya vuelve a las andadas?

 

Quirón apareció detrás de Prometeo. El Alto Maestre le respondió sin mirarle.

 

- ¿Alguna vez las ha dejado?

 

Los dos oficiales, los líderes de ambas columnas, saltaron sobre ella como un solo ser. Uno, dos, tres, cien, mil, un millón de ataques sin piedad. La hicieron retroceder, parecían cansarla. La tenían en sus manos. Era el momento de derrotarla. ¡Ahora! ¡Ya! Las dos espadas se clavaron..., en la arena, en la roca, en el suelo para descubrir que se había ido, que no estaba, que dónde se fue, que miradla junto a vosotros, entre vosotros, con vuestras espadas, que os las cogió, que os las quitó, que se reía, que se carcajeaba golpeándote a ti con la trenza, a ti con la palma de la mano como si fueses un niño malcriado. Que os hizo huir y que ya huíais, ya escapabais en dirección a vuestro Alto Maestre perseguidos por la belleza que quería torturaros, jugar un poquito más con vosotros. Diana lanzó un golpe de puño, ¡apartaos muros! ¡apártate universo entero! El aire se volvió fuego a su paso. Oficiales, os matará. ¿Podría algo detenerla? Una mano abierta. Una palma que se cerró atrapando la garra de la tigresa.

 

- ¿No crees que ya es suficiente?

 

Prometeo la sujetaba sonriendo con dulzura. Queriendo aplacarla.

 

Diana le miraba moviendo la cabeza a derecha e izquierda. Intentando soltarse. No pudiendo. En sus ojos había una mezcla de felicidad, rabia y deseo. Todo sin control. Todo mezclado en una mirada desencadenada y vital.

 

- ¿Quieres unirte?

 

Quirón se llevó las manos a la cabeza. No sabía si reír o llorar. Prometeo se acercó a ella. Unió su frente a la de Diana. Sus labios se rozaron.

 

-Prefiero luchar contigo en otro tipo de guerras, niña.

 

Diana le miró abriendo una enorme sonrisa. Respondió hablando muy bajito.

 

-Como vuelvas a llamarme niña, te arrancaré con mis propios dientes lo que te permite guerrear conmigo.

 

Le besó. Le golpeó con ambos pies haciéndole caer al suelo. Saltó lejos de él. Voló. Aterrizó junto a los escasos y temblorosos rivales que aún no había derrotado o dejado inconscientes. Los miró de arriba a abajo. Los vio muertos de miedo. Se relajó. Se dio la vuelta.

 

-Fin de la clase. -hizo una pausa- Por hoy.

 

Pasó junto a Prometeo aun tirado en el suelo. Aun limpiándose la arena de las ropas.

 

-Y a ti te veré esta noche.

 

Salió de la arena de combate. Su trenza se despidió por ella. Quirón se agachó junto a Prometeo. Le puso la mano en el hombro.

 

- ¿Y tú duermes junto a esa?

 

Prometeo sonrió a su amigo.

 

-No tanto como yo quisiera.

 

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De noche.

 

Cuando las estrellas tienen sueño y se cubren con la estela de los cometas. En el instante en el que la Luna parpadea y el mundo vive sumido en las tinieblas. Un hombre de melena oscura camina sobre la hierba mojada, entre los pinos que llenan el norte del monasterio, la región que habita más allá de la muralla, el rincón donde hace años un conjuro enloquecido de Quirón creó una pequeña laguna cuyas aguas siempre se mantienen calientes, siempre exhalan nubes de vapor al aire que quiera recibirlas. Se abre paso apartando la espesa vegetación que lo cubre todo. Ilumina su camino con los brillos que le llegan desde las aguas termales a las que se dirige, con las tibias llamaradas que nunca han dejado de arder en las cuatro esquinas del círculo que es la laguna. Aparta los troncos de dos gigantes de madera. Descubre a una diosa bañándose desnuda. Se introduce en el agua. Llega hasta ella.

 

- ¿Dónde están tus perros? Debo hacer que te devoren.

 

Prometeo coge a Diana entre sus brazos.

 

-No es bueno tomarse el nombre de uno tan en serio.

 

La muchacha le frena apoyando las manos en su pecho.

 

-A mí me gusta vivir en un mito.

 

Él las coge con las suyas. Le besa los dedos. Bebe las gotas que guardaban para su boca.

 

-Dejaré entonces que tú misma me arranques la piel si eso es lo que deseas.

 

Diana le pone las manos en las sienes. Le moja el pelo negro. Le hace que cierre los ojos. Le obliga a rendirse a su poder de mujer hermosa.

 

-Dejarás que haga contigo lo que yo quiera. Porque tú me perteneces, Prometeo. Tú eres mío, el esclavo de mis caprichos.

 

La bruma les cubre en la charca en la que se tocan. El silencio les oculta en el lago en el que se besan. La noche les esconde en el mar en el que se aman, en el que son incapaces de no amarse. Diana y Prometeo son dos dioses nacidos para ser uno. Un alma habitando dos cuerpos. Una realidad que lucha por ser fantasía. El destino negándose a sí mismo.

 

- ¿Cuánto nos queda, amor mío?

 

Los iris de un dragón besan las cejas de Diana.

 

- ¿Por qué me lo preguntas?

 

La Luna siempre está llena cuando Diana la mira.

 

-Él ya sabe tu respuesta. Hace días que se la comunicaste. Tengo miedo a su reacción.

 

El hijo del viento sopla en las mejillas de nieve rosada.

 

-A ti no te pasará nada. A ti nadie te hará nada. No dejaré que nadie te lo haga.

 

El agua tibia baila con sendas melenas oscuras hundidas en ella.

 

- ¿Pero y tú? Si te pasa a ti, me pasará a mí.

 

Prometeo sonríe a su diosa.

 

- ¿No recuerdas lo que te dije en los jardines de aquel palacio? ¿Qué es la muerte para aquel que sabe lo que es el amor? No es nada, Diana. No te la creas. No merece ser creída.

 

Le acaricia el rostro. Le seca los párpados mojados.

 

-Pronto sabremos la respuesta de tu padre. No creo que intente hacernos nada. Ni a ti, ni a mí, ni a la Orden.

 

- ¿Y si decide hacerlo?

 

-Entonces tendrá que pasar por encima mío. Y te aseguro que eso no le será fácil.

 

Diana cierra los ojos. Golpea la cabeza contra el pecho de Prometeo.

 

- ¿Por qué? ¿Por qué no podemos vivir en paz? ¿Por qué no puede volver todo a ser como era antes?

 

-Nunca fue como era antes, Diana.

 

-Pero no sabemos si realmente querrá hacernos nada. Yo le vi derrumbarse delante de mí. A lo mejor asume nuestra voluntad, a lo mejor la acepta. Yo..., yo me esfuerzo por seguir creyendo que eso es posible.

 

Diana se hunde contra el pecho de Prometeo. La duda puebla el corazón de la muchacha. El amor enfrentado al resentimiento. Diana quiere perdonar. Diana se niega a hacerlo. Todo al mismo tiempo. Todo sin orden ni concierto.

 

-Diana...

 

La muchacha sale de la laguna. Se sienta en la orilla con las pantorrillas aun en el agua.

 

-Él lloraba, Prometeo. Lloraba entre mis brazos. Deseo creer que estaba arrepentido, que era consciente del horror que había creado. Deseo creer en él de nuevo.

 

Prometeo se coloca entre los tobillos de Diana. Los aprieta contra su cuello. Pierde la mirada en el cielo.

 

-Yo también, Diana. Yo también.

 

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De día. Las luces del alba despiertan a los pájaros de picos de plata. Las aves que aún no han salido de sus camas, de sus nidos con sábanas y mantelería italiana. El rocío viaja entre las hojas preguntándose qué sentido tiene ser rocío, qué sentido tiene la existencia de una gota de tantas flores enamorada. La naturaleza bosteza al descubrir lo aburrida que es su agenda de hoy, de un día como todos los demás, de por siempre y un par de minutos más. Los rayos de sol se sienten sin energías. Ellos quieren quemarlo todo, pero aun es primavera, nunca va a dejar de ser primavera, y la frustración se apodera de ellos, se los come, los traga y los manda al mundo convertidos en cortinas de luz blanca, de vapor de fuego, de tibio calor agotado.

 

El viento tiene mucho trabajo. Debe llevar las semillas, debe traer las semillas, debe cumplir mil pedidos, debe hacerlo todo antes de las diez de la mañana. El viento está estresado. El viento suspira agobiado. Y una colina que apunta a la Montaña decide curvarse, decide girar sobre su eje y mostrar a un hombre que acaba de llegar a la región. Un hombre alto y delgado, de pelo lacio y blanco, de báculo albo y toga roja. Camina desde hace días. Desde que le dieron la orden de partir hacia su destino, volver a la que antaño fue su casa. Esculapio ve a lo lejos los tejados del monasterio. Esculapio ha vuelto a la Montaña.


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