La sociedad colombiana tiene una relación compleja con el humor. Es crucial distinguir entre ser divertido y ser burlón, ya que esta diferencia puede tener consecuencias significativas, especialmente cuando la broma se convierte en una forma de violencia.
Ser divertido implica iluminar un momento, compartir risas y crear un ambiente positivo. Ser burlón implica ridiculizar a otros, a menudo a expensas de su dignidad. En la sociedad colombiana, donde la gente valora la capacidad de reírse de sí misma, por lo general se cruza olímpicamente esa frontera.
Los chistes relacionados con la apariencia física, la clase social o la etnia son actos de violencia verbal. Se trata de chistes que perpetúan estereotipos y prejuicios. Cito tres ejemplos de estereotipos que se han explotado incansablemente en los medios televisivos, pero que se han instalado en la vida nacional y que hacen daño de manera latente: el “bruto pastuso”, el “toche santandereano” y el “costeño burrero”.
Note cómo surge en su mente, querido lector, esa pizca malévola cuando le pregunta a un costeño por “María Casquitos”, o cuando se refiere a las mujeres santandereanas, siempre iracundas. Eso sin hablar del humor negro del “rolo chapineruno” que resulta visceral y ponzoñoso.
Es necesario promover un tipo de humor que celebre la diversidad en lugar de perpetuar esos estereotipos. Esto implica ser conscientes de nuestro lenguaje y ser empáticos hacia las experiencias de los demás. En Colombia el humor desempeña un papel fundamental, pero es crucial que se reflexione sobre la diferencia entre ser divertido y ser burlón.
Un humor respetuoso y consciente puede ser realidad. La sociedad colombiana debe mantener viva su alegría sin socavar el respeto y la empatía de los demás. El humor debería ser un alivio a los desafíos cotidianos y no un cuchillo afilado.