Los Elegidos. Epílogo.


- ¿Y cómo me llamaré?

 

-Te llamarás Prometeo.

 

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Un hombre y un niño corren por bosques y campos, por llanuras y montañas, junto al curso de los ríos y los cauces secos. Cruzan vergeles que se pierden en el horizonte. Corren y corren en el desierto de las rocas que se derriten al mirarlas. Se adentran en el reino del vino y beben a la carrera el licor de las uvas de plata, atraviesan el jardín de las hermanas simpáticas y se llevan en la boca sus manzanas doradas sin hacer caso del pobre gigante que les regaña. Saludan gentes y despiden pueblos. Se dirigen hacia un ocaso rosado, naranja, negro que no les detiene, que les ilumina con las estrellas clavadas en el cielo. Salvan el calor y el frio, la lluvia y el sol del mediodía. Viajan de un mar a otro. Jano y Prometeo llegan a los pies de la Montaña.

 

- ¿Es este tu hogar?

 

El Alto Maestre responde al niño de los ojos de esmeralda.

 

-Y desde hoy el tuyo.

 

Prometeo alza la vista. Ve a lo lejos el contorno de una muralla. El monasterio tras ella. Suben por los senderos que llevan a la cumbre. Jano abre camino, Prometeo trata de seguir su ritmo. Demasiado rápido para él. Llevan días sin dormir ni comer. El niño ya no sabe cómo recogerse su melena oscura. Las gotas de sudor le caen por la frente, por el pecho, por el cuerpo entero. Ven crecer en el borde del camino rosas de todos los colores conocidos y de varios aun por conocer. Crecen al ritmo con el que son miradas, más deprisa de lo que dura un parpadeo. Prometeo no comprende. Jano le explica que eso es obra de un niño de iris grises, de un mago aún demasiado joven como para controlar su magia.

 

A apenas unos metros de llegar a las puertas del monasterio, una corriente de aire les sorprende. Es una estela, alguien que vuela sobre ellos. Prometeo levanta la vista y, como si de una mariposa oscura se tratase, ve una figura recortada contra los rayos del sol. Es un niño. Un niño de cabellos dorados, de piel rosada, de ojos negros como la noche. Un niño que ríe tanto como jamás pensó que pudiera reír nadie.

 

- ¡Maestro Jano!

 

Un niño que se posa en tierra y salta sobre el hombre que camina junto a Prometeo. Que le besa una y mil veces, que Jano no es capaz de separar de él, de impedir que siga abrazándole. Es el miembro más cariñoso de la Orden. Aquel que será el mejor médico de los Elegidos.

 

- ¡Esculapio, para ya! ¿Qué va a decir nuestro invitado?

 

Y el niño mira a Prometeo. Su pelo enmarañado, sus ojos tan vivos que parece que vayan a morderte, vestido apenas con unas feas telas oscuras. Todo le llama la atención al pequeño Esculapio, un niño orgulloso de la suavidad de sus ropas, de la dulzura de su imagen, de la amabilidad de su carácter. Levanta la mirada hacia su maestro.

 

- ¿Quién es?

 

Jano separa los labios. Pero se adelantan a él.

 

-Mi nombre es Prometeo.

 

Esculapio abre sorprendido los ojos. No suelta el uniforme blanco de Jano.

 

- ¿Prometeo? ¡Qué nombre tan raro!

 

Jano le da una palmada en la nuca, le hace gestos para que no diga esas cosas, para que vaya hacia un Prometeo al que no le ha gustado nada la reacción ante su recién estrenado nombre. Esculapio se encoge de hombros. Camina tres pasos. Uno, dos y tres. Coge de la mano a Prometeo. Se lo lleva hacia las puertas del monasterio. Prometeo mira interrogante a Jano. El Alto Maestre asiente con la cabeza.

 

-En fin, no te preocupes, el nombre no lo es todo.

 

Dice Esculapio. Prometeo murmura para sus adentros.

 

``El nombre sí lo es todo. ´´

 

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Las enormes hojas de madera se separan. Una explanada infinita se muestra ante los satisfechos ojos de Esculapio, ante la mirada asombrada de Prometeo. El pequeño ve enormes edificios de roca y mármol allá donde mire, bosques de fantasía al fondo, un palacio de ensueño en lo alto del todo. Los dos niños entran en el monasterio seguidos por el adulto. Prometeo se suelta de Esculapio. Camina unos instantes sin rumbo, sin creer la grandiosidad de lo que se le muestra.

 

- ¿Dónde le encontraste, Maestro?

 

Jano contesta sin dejar de mirar al muchacho que tienen delante de ellos.

 

- ¿Y quién te dice que no fue él quien me encontró a mí?

 

Prometeo para. Una leve brisa le agita los cabellos. Se da la vuelta. Dos esmeraldas se hunden en el mar. Una niña. Una niña de cabellos oscuros. Una niña cogida de la mano de un muchacho que viste una toga negra, que sostiene un báculo con la otra mano. Él saluda. Ella se esconde. Prometeo no escucha. Prometeo sólo ve. Sólo es capaz de ver al ser más hermoso que jamás haya visto. Se agacha. Trata de verla entre las piernas del chico. La mira fuera del mundo. La mira preguntándose si eso tan pequeño es aquello que llaman ángel. Es una niña minúscula. De apenas tres años. De carrillos sonrosados. De iris miedosos y claros como el viento. Le mira escondida entre los pliegues de la ropa del muchacho bajo el cual se protege.

 

-Te presento a Quirón, es mago, como yo.

 

Esculapio lleva a Prometeo junto a la pareja. Prometeo mira fugazmente al mago. Busca entre sus ropas a la niña que le esquiva tanto como él la busca.

 

-Y ella es Diana, la hija del Maestro.

 

Prometeo se da la vuelta. Encuentra a Jano sonriéndole. El Alto Maestre se acerca al grupo de niños. Coge a su hija de la mano. La hace salir de su escondite. La coloca frente a Prometeo. El viento sopla. Los cabellos de Diana rozan las mejillas de Prometeo. Las pupilas del niño se dilatan. Su corazón se acelera. Su piel siente calor y frio al mismo tiempo. Las manos de una niña se acercan a una pareja de esmeraldas. Las tapan. Las dejan al descubierto. La mirada de Diana muestra su fascinación ante un ser tan bello y a la vez tan extraño. El tiempo se detiene enamorado del futuro.

 

-Diana, saluda al que desde hoy será tu nuevo hermano.

 

Quirón y Esculapio miran estupefactos a Jano. Prometeo no aparta la mirada de Diana. La niña habla. Pregunta a su padre.

 

- ¿Qué es un hermano?

 

-Es alguien que desde hoy vivirá contigo.

 

Diana contempla el pelo sucio y enmarañado de Prometeo.

 

- ¡¿Quééé?!

 

Jano ríe. Quirón y Esculapio no son capaces de cerrar la boca. Se unen a la risa de su maestro sin saber muy bien por qué lo hacen. Diana se pierde en los ojos verdes de Prometeo. En la mirada que le gusta, que le da miedo. Inclina la cabeza. Se pregunta quién será ese niño que aún no le ha sonreído. Las puertas del monasterio se cierran.

 

Comienza la historia.


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