Hace varias décadas ocurrió un sismo en el mundo de la ciencia. El matemático estadounidense Alan Sokal envió un artículo a una prestigiosa revista con un título aparentemente serio: “La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”. Estaba mamando gallo, pero lo que consiguió fue poner en entredicho la forma en que se escribe y se enseña la ciencia, y sobre todo, destruyó los cimientos del posmodernismo.
La locura que escribió Sokal superó todos los filtros de los científicos de la revista Social Text y demostró que no había rigurosidad en lo que publicaba. Denunció así que la prestigiosa revista tenía prejuicios ideológicos a la hora de publicar. El texto no tenía ni pies ni cabeza, pero conservaba el lenguaje de la ciencia imperante y argumentaba, nada más y nada menos, que “la gravedad cuántica es una construcción social”.
El artículo fue aceptado únicamente porque su discurso coincidía con las tendencias dominantes en la ciencia y se alineaba con los prejuicios ideológicos de los editores. Hoy, el término "escándalo Sokal" simboliza las debilidades de la educación y la divulgación científica en Occidente. Lo más alarmante es que reveló cómo la vanidad académica, sumada a la falta de rigor, puede transformar el sinsentido en una falsa erudición, siempre que se ajuste a las expectativas ideológicas y al lenguaje de moda de ciertos círculos intelectuales.
A esa burla se le sumó Jean Bricmont, un entusiasta filósofo belga conocido por poner en evidencia los argumentos del relativismo epistémico. Juntos escribieron el libro Imposturas intelectuales, texto que creó un sismo en el panorama mundial de las ciencias.
Ahora bien, si eso pasó en el plano internacional, ¿qué se espera en países como el nuestro? No nos echemos mentira, aún nuestro sistema educativo está en construcción. Las pocas revistas que existen se esfuerzan por divulgar ciencia verídica. Pero, ¿cuánta de esa circulación de conocimiento es sometida al debate?
En Colombia la investigación académica ha sido absorbida por un sistema que privilegia las métricas, los índices de citación y los formalismos burocráticos, a menudo en detrimento del pensamiento genuino y transformador. En esta carrera frenética por publicar y alcanzar reconocimientos vacíos, millones de folios cargados de frases grandilocuentes pero carentes de sustancia se acumulan en bibliotecas y repositorios digitales, ajenos a la realidad que deberían impactar.
Estas publicaciones, muchas veces concebidas como un trámite académico más, quedan condenadas a un olvido silencioso, incapaces de trascender los anaqueles y dialogar con las problemáticas sociales o científicas del presente. Así, se perpetúa un círculo vicioso de esterilidad intelectual que, lejos de enriquecer el conocimiento, alimenta un sistema que confunde cantidad con calidad, relevancia con conformismo, y rigor con complacencia.
La evaluación de los investigadores universitarios ha generado críticas profundas, principalmente por su dependencia de métricas como el factor de impacto (FI), que priorizan la cantidad de citaciones sobre la calidad y relevancia del trabajo. Este sistema favorece a las revistas con mayor infraestructura editorial, relegando a las publicaciones locales y limitando el impacto en contextos regionales. Además, fomenta prácticas como la manipulación editorial y una competitividad excesiva, desviando la investigación de problemas sociales prioritarios y perpetuando desigualdades en el acceso a recursos y financiamiento académico.
Sokal demostró con suficiencia que famosos intelectuales como Lacan, Kristeva, Irigaray, Baudrillard, Deleuze y unos cuantos más, hacen de manera reiterada un empleo abusivo de diversos conceptos y términos académicos, bien utilizando ideas científicas sacadas por completo de contexto, sin justificar en lo más mínimo ese procedimiento. Así mismo, describió que la mayoría de los autores (famosos o no) realizan extrapolaciones sin argumento alguno, y lanzan al rostro de sus lectores no científicos montones de términos propios de la jerga sin preocuparse para nada de si resultan pertinentes. A veces muchos de esos argumentos ni siquiera tienen sentido.
Por otro lado, en Colombia tenemos un sistema educativo plagado de burocratismo y la pregunta es obvia: ¿Cómo los profesores pueden hacer ciencia si los obligan a entregar informes tras informes día tras día? Informes que nadie leerá y que no sirven de nada, mientras las grandes preguntas están sin respuestas.
Algo que tiene que corregirse de inmediato es la ponderación de los profesores según su producción investigativa. Sé de algunos que publican libros anualmente, pero son refritos de libros anteriores, aunque no cometan auto plagio. Cambian los títulos y realizan variantes de los contenidos para volver a ser publicados con el fin de obtener un puntaje en el sistema. No sólo se trata de literatura, esto ocurre también en las ciencias duras.
En el ámbito académico, es frecuente encontrar casos en los que directores de tesis, decanos y rectores se apropian del mérito de investigaciones realizadas por estudiantes y docentes que asumen todo el trabajo. Estos líderes académicos, en lugar de fomentar el reconocimiento de quienes realmente producen saberes, buscan inflar sus currículos con publicaciones que no les pertenecen íntegramente. Esta práctica, además de desincentivar el esfuerzo genuino, perpetúa dinámicas de poder y desigualdad que minan la ética en la producción académica. El temor que genera todo esto es llegar a estar plagados de conclusiones falsas con premisas verdaderas.
Hoy en día, quienes analizan trabajos académicos con seriedad buscan criterios como calidad, impacto, rigor y relevancia social. Sin embargo, el verdadero reto es determinar qué aspectos realmente importan y cómo usarlos para evaluar de forma justa. Esto no debería ser un ejercicio técnico o burocrático, sino una forma de reconocer investigaciones que contribuyan de verdad al conocimiento y al crecimiento de la sociedad.
Entre tanto las universidades sacan cada cohorte cientos de profesionales que a lo largo de semestres aprobaron test estandarizados, pero en la práctica sabemos que estos test son solo la cúspide de una impresionante pirámide burocrática.
Sin dudas Colombia necesita hoy un escándalo Sokal.