Sospechaba que iban a sacrificarle desde que le negaron comer el día anterior, para que la mierda pudiera ser limpiada de sus vísceras con facilidad y no complicara la preparación de la comida.
Y confirmó su teoría cuando comenzó a escuchar el rechinar del cuchillo inclemente sobre la tapia.
Balaba intermitentemente y con resignación pidiendo piedad a las manos de los cocineros.
No había vuelta atrás.
Su destino estaba previsto, incluso desde antes de haber sido parido en este mundo.
Ese día conocí el miedo en las pupilas rectangulares de los ojos del chivo, que esta vez no sirvieron para burlar la emboscada de sus depredadores.
Sólo hasta ese día de abril comprendí la profundidad que guarda la popular frase: "no me mires con ojos de ternero degollado".