Cuando la fragilidad de la vida se asoma


La enfermedad de un ser querido nos muestra con una claridad abrumadora la fragilidad de la vida. Todos sabemos que nuestro tiempo es limitado, pero resulta mucho más cómodo ignorarlo. Nadie quiere un espejo que nos obligue a confrontar nuestra propia vulnerabilidad y la transitoriedad de la vida. Nos acostumbramos al color de la rutina, a su ruido. Ninguno quiere ver sus certezas tambalearse, mucho menos llenarse de silencios incómodos, de palabras a medio decir.

Comunicarse con el otro en tiempos de fragilidad no es fácil. No nos han entrenado para eso. Nos enseñaron a hablar, sí, pero no a decir lo importante. Es que, ¿qué se puede decir cuando no hay nada que pueda aliviar el peso de la realidad? Se supone que las palabras lo eran todo, y terminan volviéndose nada. O de pronto se vuelven un nudo espeso y molesto en la garganta. 

Hoy, por ejemplo, entiendo que no se trata de buscar palabras perfectas, sino de aceptar que no las hay. Que a veces, comunicar no significa llenar el silencio, sino vivirlo con dignidad. Se trata de escuchar los miedos del otro sin interrumpirlos con nuestros consejos apresurados. De permitir que el dolor cohabite en la habitación, en la sala, en el baño.

Comunicar es estar. Es recordarle al otro con nuestra presencia -y a nosotros mismos- que no estamos solos en nuestra fragilidad. Claro, es una presencial real, auténtica, de las poquísimas que se eligen por voluntad propia y no son impuestas.

Y es que la enfermedad tiene una manera brutal de recordarnos lo que realmente importa. Nos enfrenta a preguntas que evadimos en los días comunes: ¿hemos dicho todo lo que deberíamos? ¿hemos escuchado lo que otros intentaron decirnos? La fragilidad, en su inmediatez, también nos exige sinceridad. Nos obliga a expresarnos no desde la comodidad, sino desde la verdad.

Al final, quizá de eso se trata: comunicar es estar presente para el otro. Cuando la fragilidad de la vida se asoma, lo único que nos queda es esa red invisible que tejemos con nuestras palabras, nuestros abrazos, nuestros gestos, nuestra presencia. Sí, una red que nos sostiene cuando todo alrededor se desmorona. 


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