A mi modo de ver existen tres formas de enfrentar una conversación sobre Vargas Llosa: como escritor, como político y como individuo. Personalmente me interesa, por encima de todo, el escritor; bastante menos el político; y, más bien poco, el individuo.
Sobre Vargas Llosa el escritor debo repetir algo que ya mencioné en algún mensaje: Vargas Llosa fue mi puerta de entrada a la literatura latinoamericana antes de que fuera el Boom. Su primera novela La ciudad y los perros la leí cuando tenía 17 o 18 años y me abrió las puertas a otro mundo que hasta entonces estaba poblado principalmente por grandes escritores de habla inglesa como Somerset Maugham, John Dos Passos y John Steinbeck, o de habla francesa como Sartre y Camus.
Pero, con esa lectura ocurrió algo más importante: al abrirme los ojos a la literatura latinoamericana, Vargas Llosa me abrió los ojos a Latinoamérica toda, con sus grandes problemas y sus inmensas potencialidades. A partir de Vargas Llosa y La casa verde, la segunda novela suya que leí, empecé a buscar más literatura latinoamericana y descubrí, no necesariamente en este orden, a Cortázar, Borges, García Márquez, Amado, Carpentier, Benedetti, etc., mientras que, paralelamente, me iba topando con Camilo Torres, al Che Guevara, el movimiento estudiantil, la revuelta de la Universidad de Córdoba de 1918, Vietnam, Mayo del 68, etc., etc.
Sobre esta segunda novela encontré este texto escrito por Julio Cortázar al finalizar la lectura de su manuscrito, que suscribo en su totalidad: “Bueno, Mario Vargas Llosa. Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo. Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no elogio así nomás a nadie.”
¿Quiere esto decir que sin Vargas Llosa no hubiera descubierto Latinoamérica? No, claro que no. LATAM hubiera llegado a través de otra puerta, pero agradezco que haya sido Vargas Llosa pues me puso en el camino de otro de sus libros: La guerra del fin del mundo, que me mostró las luchas latinoamericanas a través de la Guerra del Canuto y de una serie de personajes que no tienen ningún parecido con los próceres que nos pintan, ni con los revolucionarios que soñamos. Todos sus héroes son maltrechos y malhechos, pero apasionados por su causa, como uno desea que las personas lo sean, por las personas que lo son.
De los Litumas, Leones de Natuba, Beatitos y demás personajes de cuyos nombres no nos acordamos, pasé a dos divertimentos geniales, que me hicieron bajar de la nube del rigor revolucionario, pues la vida es mucho más que lucha y sufrimiento: La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras, ambas llenas de humor y de crítica. Cómo no ver en la primera una actitud crítica frente a los novelones que llevaban al despelote mental al guionista y a su público, y en la segunda al aparato militar que se perdía en la formalidad de los memorandos mientras se le escapaban las realidades vivas de la selva peruana. Aún hoy me río de las risas que me producían en una sala de espera de odontología los reportes de Pantica a sus superiores sobre el proyecto de las visitadoras.
Para cerrar estos recuerdos vargasllosanos debo mencionar La fiesta del chivo, otra novela sobre un dictador latinoamericano, pero esta vez de uno con nombres y apellidos reales: Rafael Leónidas Trujillo Molina. Me imagino que esta novela brutal está incluida en lo que una “crítica literaria” calificó, refiriéndose a Vargas Llosa, como “una variante bastante insoportable de re-escritura de la historia a través de la novelización, variante que varios de sus acólitos imitan con similar pobreza literaria. Quiero creer que sus mezquindades intelectuales fueron diezmando su arte.” Calificación que, no sobra decirlo, me pareció más que pobre, paupérrima. Al respecto de esta novela, el escritor Tomás Eloy Martínez dijo: “No son los datos los que importan, sino lo que Vargas Llosa ha hecho con ellos: un retrato implacable del poder absoluto en una novela que se lee sin respiro de principio a fin. Hay que acercarse a La fiesta del Chivo en estado de inocencia: es decir, dejándose llevar por el autor sin preguntarle a cada paso qué es mentira y qué es verdad o por qué aquel o este personaje, inspirado en algún bufón o en alguna víctima del trujillismo, difiere de la figura real (…) Lo que más asombra es el abrumador trabajo de investigación que sostiene la novela sin que jamás se noten las costuras. Como en los mejores textos de Vargas Llosa, aquí también asoma esa obsesión flaubertiana por el detalle que recrea el pasado como si estuviera sucediendo otra vez.”
En resumen, Mario Vargas Llosa y sus novelas tuvieron una gran influencia en mi vida. Al igual que las suyas, mis concepciones políticas cambiaron con los tiempos: lo que me parecía revolucionario dejó de parecérmelo cuando las revoluciones fueron traicionadas y cuando la construcción del “nuevo hombre” socialista resultó un simple re-empaque, más pobretón, del “viejo hombre” capitalista.