EL "POBRESISMO": El verdadero rostro del progresismo contemporáneo


Introducción

La ideología progresista, inicialmente concebida como una fuerza transformadora que luchaba por la igualdad, la justicia social y la inclusión, se ha tornado en una narrativa que muchas veces se aleja de los fines que predica. En lugar de empoderar, termina victimizando; en vez de liberar, tutela; y lejos de construir soluciones estructurales, se contenta con simbolismos superficiales. Este ensayo propone que detrás del rostro amable y emancipador del progresismo contemporáneo se esconde una práctica política y discursiva que puede denominarse con propiedad como “pobresismo”: una actitud condescendiente y paternalista que reduce a los pobres y a las minorías a meros objetos de tutela política, anulando su agencia real. Basado en el texto La Farsa Progresista: Críticas a la Ideología Progresista Contemporánea, el presente ensayo analiza cómo el progresismo ha derivado en una forma de gestión de la pobreza y la vulnerabilidad que consolida el poder de élites ilustradas, antes que transformar las condiciones estructurales de desigualdad.

1. Del Progreso a la Administración de la Miseria

El progresismo actual, en lugar de combatir la pobreza desde sus causas estructurales (educación deficiente, precariedad laboral, desintegración familiar), tiende a administrar la miseria a través de políticas asistencialistas y representaciones simbólicas. En este contexto, el término “pobresismo” no alude al hecho de ser pobre, sino al uso político del pobre como ícono de lucha, excusa de intervención estatal o figura mediática de marketing ideológico.

La obsesión por “dar voz a los que no la tienen” se ha convertido en una fórmula retórica que, paradójicamente, habla por ellos, sin escucharlos realmente. Este discurso, aunque en apariencia compasivo, tiende a cosificar al otro, reduciéndolo a su condición de víctima estructural. El “pobresismo” impide así una relación horizontal entre ciudadanos, al construir una relación de dependencia entre el “sujeto tutelado” y el “salvador progresista”.

2. La Pobreza como Capital Simbólico

Pierre Bourdieu advertía que todo capital (económico, cultural o simbólico) puede ser utilizado como mecanismo de dominación. El progresismo ha convertido la pobreza en un capital simbólico que permite a intelectuales, activistas y políticos construir autoridad moral y poder discursivo. La pobreza deja de ser una tragedia que debe superarse para convertirse en una identidad que debe representarse. Este fenómeno se aprecia claramente en campañas publicitarias, agendas legislativas e intervenciones culturales que utilizan la imagen del “marginado” para validar políticas que, en el fondo, perpetúan su marginalidad.

Como bien denuncia La Farsa Progresista, el progresismo ha caído en un nuevo tipo de desigualdad: no tanto material como simbólica. El pobre ya no es el campesino luchador o el obrero consciente de los movimientos sociales del siglo XX. Ahora es una figura pasiva que necesita ser “visibilizada”, “incluida”, “empoderada” desde fuera, por alguien que, en general, no comparte su realidad ni sus códigos culturales.

3. Igualdad de Resultados: El Antídoto al Mérito

Uno de los pilares más criticados del progresismo contemporáneo es su insistencia en la igualdad de resultados como fin último, por encima de la igualdad de oportunidades. Este principio, bajo la apariencia de justicia, socava el mérito, la responsabilidad individual y la diversidad de trayectorias humanas. En nombre de esta igualdad forzada, se diseñan cuotas, privilegios compensatorios y políticas que, en lugar de nivelar el campo de juego, alteran las reglas para producir resultados predeterminados.

El “pobresismo” encuentra en esta estrategia una herramienta perfecta: al asumir que ciertas poblaciones no pueden competir en condiciones justas, se les asigna un lugar artificialmente reservado, reforzando la idea de que no podrían llegar por mérito propio. Esto, lejos de empoderar, estigmatiza. Las personas son reducidas a categorías estadísticas: pobres, negros, mujeres, migrantes, LGBTQ+, y se presupone que, por su condición, son incapaces de prosperar sin ayuda especial.

4. Dogmatismo Progresista y Cultura de la Cancelación

La cultura progresista ha instaurado una especie de neo-inquisición moral donde el cuestionamiento al dogma es interpretado como herejía ideológica. Temas como el cambio climático, la justicia racial o la identidad de género no pueden debatirse sin riesgo de ser cancelado, acusado de fobia o ignorancia. Este fenómeno crea un ambiente represivo donde las diferencias legítimas de opinión son silenciadas en nombre del respeto o la inclusión.

El “pobresismo” se expresa aquí como una exigencia emocional: “si no estás conmigo, estás contra los pobres”. Esta lógica binaria cierra el paso a propuestas matizadas o a críticas constructivas. Cualquiera que proponga una alternativa a la redistribución asistencial, que cuestione los efectos de las cuotas o que señale el fracaso de ciertas políticas sociales, es rápidamente catalogado como “clasista”, “neoliberal” o “conservador”.

5. De la Justicia Social al Simbolismo Identitario

Una de las desviaciones más graves del progresismo contemporáneo es su paso del universalismo ilustrado al particularismo identitario. En lugar de luchar por principios comunes (libertad, igualdad, fraternidad), se fragmenta la sociedad en microidentidades que compiten por atención, recursos y representación. Esta deriva reemplaza la solidaridad por la competencia victimista.

El “pobresismo” se inserta aquí como una narrativa que convierte cada experiencia de marginación en un reclamo moral absoluto. Ya no se trata de construir un orden social más justo para todos, sino de amplificar voces y banderas que se autoafirman en su diferencia. En este modelo, las políticas públicas pierden su carácter universalista para adaptarse a una lógica de tribalismo cultural donde lo simbólico prima sobre lo estructural.

6. Consecuencias Sociales del “Pobresismo”

Las consecuencias de esta deriva ideológica son múltiples:

  1. Estigmatización inversa: Al proteger “a los pobres” como grupo intocable, se corre el riesgo de invertir el estigma: ahora el exitoso, el empresario, el profesional o el hombre blanco occidental deviene en sospechoso por defecto. La meritocracia es vista como una farsa y el esfuerzo como una trampa ideológica del privilegio.
  2. Parálisis institucional: El temor a ofender a las minorías o a ser políticamente incorrecto frena decisiones necesarias en campos como educación, seguridad o salud pública. Se sacrifica la eficiencia en favor de la corrección ideológica.
  3. Reacción populista: La percepción de que el progresismo impone una agenda elitista y desconectada del sentir común alimenta movimientos populistas de derecha. El “pobresismo” es leído por amplios sectores como manipulación ideológica, lo que genera desafección democrática y polarización.
  4. Desempoderamiento real: El sujeto pobre termina siendo eternamente dependiente del subsidio, de la tutela del Estado, del cupo universitario especial o de la beca por identidad. Esto reproduce la pobreza en lugar de erradicarla.

7. Hacia una Nueva Praxis: Dignidad sin Victimismo

Frente al “pobresismo” como rostro hipócrita del progresismo, urge recuperar una visión de la política social basada en la dignidad, el esfuerzo, la responsabilidad compartida y el universalismo solidario. Esto implica:

  • Reconocer a los pobres como agentes activos de transformación, no como objetos pasivos de políticas públicas.
  • Promover la igualdad de oportunidades desde la primera infancia y en todos los niveles educativos, sin caer en la igualdad de resultados.
  • Evaluar las políticas sociales según su impacto real en la movilidad social, no según su simbolismo o corrección política.
  • Aceptar la crítica interna como parte del progreso, evitando dogmas y cancelaciones.

Como recuerda Martha Nussbaum (2020), una política justa no se basa solo en sentimientos de compasión o indignación, sino en el desarrollo de capacidades reales para que las personas puedan llevar una vida que valoren. El progresismo debe volver a mirar la realidad concreta de las personas y no la caricatura que sus narrativas han creado de ellas.

Conclusión

El progresismo contemporáneo, lejos de ser el estandarte de justicia que proclama, ha devenido en muchos casos en una forma de gestión simbólica de la pobreza: el “pobresismo”. Esta ideología convierte al pobre en ícono político, objeto de tutela y excusa de intervención, pero rara vez en protagonista autónomo. La obsesión por lo identitario, el dogmatismo discursivo y la desconexión con la realidad social y económica de las mayorías han minado su credibilidad. Para recuperar su relevancia histórica, el progresismo necesita dejar de hablar por los pobres y comenzar a construir con ellos, desde el respeto por su dignidad, capacidad y autonomía. Solo así podrá volver a llamarse, con justicia, un movimiento de progreso.

Nota: Recomiendo ver este video: https://www.youtube.com/watch?v=oVorq2_AMj0&t=37s

Referencias

  • Bourdieu, P. (1991). Language and Symbolic Power. Harvard University Press.
  • Nussbaum, M. C. (2020). Las fronteras de la justicia. Paidós.
  • La Farsa Progresista: Críticas a la Ideología Progresista Contemporánea. Documento base.
  • Zizek, S. (2012). El año que soñamos peligrosamente. Akal.
  • Sowell, T. (2021). Discrimination and Disparities. Basic Books.


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